Emigrantes, no; exiliados
EN UNAS RECIENTES y valerosas declaraciones, el presidente del Círculo de Empresarios, José María Vizcaíno, lamentaba que su país, Euskadi, empezaba a ser un país de emigrantes. Emigrante es el que se traslada de su propio país a otro con el fin de trabajar en él de manera estable o temporal. En este sentido, Euskadi no empieza a ser un país de emigrantes: siempre lo ha sido. Y lo ha sido de la misma manera que Vizcaíno lo ve ahora, con una emigración de gente cualificada: arquitectos, ingenieros, profesores, financieros, industriales, comerciantes, restauradores. Decenas de ciudades españolas se han beneficiado de la presencia de esa gente cualificada procedente del País Vasco, impulsores de su transformación urbana, de su vitalidad civil.
Esto era así porque, digan lo que quieran los que ahora inventan una tradición de conflicto secular, los vascos siempre encontraron buen acomodo en un país, España, al que consideraban tan de ellos como la propia Euskadi. Ni que decir tiene que, viceversa, los españoles no sentían como presencia ajena, extranjera, la de aquellos emigrantes vascos que abrieron comercios, dirigieron industrias o fundaron periódicos. Esto siempre ha sido así, hoy lo mismo que ayer: ningún español siente la más mínima extrañeza o rechazo por ver a un vasco al frente de su primer museo. Una relación profunda, fraguada en siglos de trato, empresas comunes, mezcla de sangre, costumbres y creencias compartidas, impedía ver como emigrante a gentes que, cuando salían de su país, se encontraban con otro tan suyo como el que habían abandonado.
Ahora vuelven a emigrar, no individualmente ni en racimos, sino en lo que Vizcaíno define como una sangría. No sabemos cuántos son; se habla ya de cantidades cercanas a 200.000. Son, claro, los que pueden irse. Pero ahora no se van porque quieran encontrar trabajo temporal o permanente en otro país. Ahora se van porque sufren un acoso persistente y un peligro cierto de muerte, insultados y señalados porque piensan de otro modo y no se doblegan a no pensarlo en público. Pensar diferente es en Euskadi un riesgo que impregna toda la vida; un peligro que no procede sólo de los asesinos, sino de los que, sabiéndoles diana de los asesinos, cruzan la calle para no saludarlos, no asisten a sus convocatorias, no se enfrentan juntos al terror, sino que, por el contrario, les hacen saber que su presencia entre ellos es indeseable.
En estas circunstancias, resistir no siempre es posible; sobre todo porque al poder establecido no le interesa prestar un firme apoyo moral y político a los perseguidos. Cada vez que hay un asesinato o un intento, el lehendakari sale a escena para salmodiar una retahíla de vanas preguntas dirigidas a unas gentes que las tienen ya contestadas todas por activa y por pasiva. El poder establecido en Euskadi es como un inmenso Partido de la Nación Institucional, un remedo de PRI que por boca de sus actuales dirigentes ha dicho más de una y dos veces a los acosados y perseguidos que lo mejor que pueden hacer es irse del país; un partido que ahoga las voces discordantes con la expulsión o, si es el caso, la pérdida de empleo; un partido en el que quienes discrepan de sus líderes se cuidan mucho de no manifestarlo, no vaya a ser que se queden también a la intemperie.
La intemperie es muy fría en Euskadi, es acoso y silencio, preludio de muerte. Que se callen, eso es lo que quieren; que nadie se atreva a elevar la voz, que abandonen, que no se presenten a plazas docentes, que no se afilien a juventudes o partidos no nacionalistas. Esta terrible situación está ya dando sus frutos para quienes, sin ser asesinos, colaboran en rodear de soledad y silencio a los apestados: no tendrán competidores en muchos Ayuntamientos. Quienes pueden, quienes están cansados o no aguantan más, se van. ¿Emigrantes? No, exiliados, que son los que se trasladan a otro país por motivos políticos. Euskadi empieza a ser un país de exiliados: no lo sería si el poder establecido lo impidiera con políticas activas de persecución de los asesinos y cerco a sus cómplices, de apoyo a la resistencia, de frente común democrático. Pero eso, al poder establecido no le interesa; todo lo contrario: más gente se va, más cerca se cree de alcanzar su utopía sangrienta, una patria a la que poco importa sacrificar a miles de entre lo mejor de sus hijos.
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