Juan Carlos, al que no volveremos a ver
Me lo había dicho con la más absoluta convicción: acabaré como un perro, solo, abandonado por todos. No lo ha cumplido. Ha preferido ser él quien nos abandonara, aunque la soledad se le leía en la mirada desde hace muchos años, aun cuando, o precisamente cuando, más rodeado pareciera estar del mundo que siempre tenía alrededor.
Juan Carlos Gumucio había cumplido 52 años, su manera de ser boliviano comprendía la humanidad entera y en ella hallaba espaciosa cabida lo español. Contaba con la satisfacción de una persona decente, que en él nunca podía parecer soberbia, que en una iglesia de Santa Cruz, lo más colonial de Bolivia, hay una placa que, fechada en la segunda mitad del siglo XVI, reseñaba que un Gumucio había fundado aquel templo de cuando en España todavía la gente creía en cosas. Había sido agregado de su país en Estados Unidos y eso, unido a la mejor educación que se pueda conseguir en el país andino, le había dado un inglés acentuado a lo norteamericano, al que ni siquiera el término impecable le reconoce toda su verdad. Eso había contribuido a que durante 12 años fuera uno de los corresponsales y enviados de la prensa anglosajona con más éxito y presencia en Oriente Próximo. No dejó libros tras de sí, porque seguro le habría parecido una jactancia, en quien no aspiraba a ser más que un reportero. Pero en numerosas obras de sus contemporáneos aparece Juan Carlos Gumucio citado siempre admirativa, fraternalmente, con el sentimiento que pocos han sabido despertar en sus semejantes, aunque nadie de verdad se asemejara a Juan Carlos.
Tras su periodo británico, entró a trabajar en EL PAÍS y en esos años cubrió, de nuevo, la escena palestina y 10 o 12 países de alrededor, con humanidad, conocimiento, serenidad, pasión y siempre acierto. Sus últimos trabajos de especial estima los hizo en el Ulster, donde trasegó la provincia, siendo uno de los primeros, si no el primero de los periodistas españoles en comprender la transmutación del nuevo Sinn Fein, y en entrevistar a Gerry Adams.
Era un hombretón generoso, que nunca tuvo nada porque lo regalaba todo, consiguiendo, por añadidura, que uno no sintiera -no puedo pensar que exista mayor delicadeza- que le estaba haciendo un favor. Se casó todas las veces que las circunstancias depararon, porque tenía tal hipertrofia de sentimientos que había que darles alguna salida, incluso legal, para que no le estrangularan por dentro, y hoy tiene una niña, Ana, aún adolescente, que pronuncia impecablemente las dos o tres docenas de palabras que sabe en español, pero su lengua y su color, el rubio del platino más puro, son los de la madre, sueca. La iba a ver con alguna frecuencia y siempre hablaba de ella.
Habíamos viajado por aquellas tierras que él conocía tan bien. Juan Carlos me había introducido en Teherán y Qom, y acompañado a todos los rincones de Palestina; juntos entrevistamos a Isaac Rabin pocas semanas antes de que lo asesinaran, y siendo él el auténtico experto, se las ingeniaba -y yo no lo impedía- para que pareciera que era yo el que versificaba en arameo. Yo le exhortaba a que un día escribiera sus memorias, y me decía que sí, seguramente, preguntándose ¿qué es eso de escribir memorias? Otra promesa que no ha tenido que cumplir.
Pero lo esencial es que todos le hemos fallado, cuando él no nos falló nunca. Éste o aquel periódico, todos los directores, jefes inmediatos, coleguillas y amigos. Todos tenemos que reprocharnos que tantas veces le habíamos jurado que nos tendría a su lado cuando hiciera falta, con o sin la vecindad de la parca, y casi nadie ha sido capaz de entender o de querer entender el morse del amor con el que ocultaba pudorosamente lo que no nos quería decir. Hace unos días, tan sólo, telefoneaba a una querida compañera de la Redacción y le decía desde algún lugar del altiplano: 'Mujer a la que tanto quiero y tanto extraño. ¡Cuándo te volveré a ver!'. Se estaba despidiendo. Se ha escrito mucho y ya huele a mala trampa literaria, pero llevaba desde hace algún tiempo la muerte en la mirada. Tenía tanta vida, que tuvo, por fin, que darla a la primera guadaña que pasase.
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