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El Estado de Bienestar fue fundado por el canciller alemán Bismarck en el siglo XIX a partir del seguro nacional de enfermedad y el seguro obligatorio de vejez. John Maynard Keynes, por su parte, escribió su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero en 1936, aportando pautas de actuación gubernamental en los momentos en que la demanda de inversión y de consumo se ralentizan, y el paro se resiente. Mientras Bismarck arraigó con fuerza en Europa, dando lugar al llamado modelo social europeo, Keynes inspiraba con sus planteamientos empíricos a los políticos de los EE UU, notablemente con las medidas promovidas por las administraciones de Kennedy y Johnson en los dominios de la política fiscal y monetaria y, siquiera por citar la última, aunque tímida experiencia, con la ley de estímulo económico promovida por el presidente Bush tras los sucesos del 11 de septiembre.
Por otra parte, la mayoría de programas políticos en todo el mundo incluyen propuestas de gobierno electrónico (e-government), tanto como medio de hacer más eficiente y justo el Estado de Bienestar, como de promover el uso social y la demanda efectiva de las nuevas tecnologías desde la esfera pública. Parece, pues, que, al menos en los trípticos electorales y en el discurso político, Bismark y Keynes continúan siendo compatibles en el siglo XXI.
Empero, cuando bajamos a la realidad de la instrumentación de las políticas de bienestar y, sobre todo, al campo de la inversión pública requerida para suministrarlas a través de nuevos canales, el discurso de modernidad se diluye o se reduce a la obtención, a través de Internet, de información sobre complicados procedimientos y formularios, aspectos de gran utilidad para algunos profesionales, pero de escasa relevancia para la mayor parte de la ciudadanía.
Parece como si las propuestas de gobierno electrónico quedasen circunscritas al ámbito de la burocracia, marginando la gestión real de las políticas públicas, lo que es, ciertamente preocupante, en tanto que los procesos electorales deberían valorar mucho más la provisión de los servicios públicos, mediante los mecanismos más convenientes para la ciudadanía, y de mayor rentabilidad social, que la posibilidad de obtener un impreso instantáneamente. Los ciudadanos votan políticas, no formularios.
Si dos tercios del presupuesto son invertidos en educación, sanidad y programas sociales, si es incuestionable que las nuevas tecnologías suponen un elemento de optimización en la gestión y aplicación de estas políticas, al tiempo que suponen un modelo de uso social que fomenta su demanda efectiva, parece que ha llegado el momento de pasar de las musas al teatro.
Tomando como ejemplo el ámbito sanitario, pensemos en el número de veces que la ciudadanía enferma entra y sale del sistema nacional de salud en un determinado ciclo de asistencia. Todo ello podría ser humanizado desde una plataforma multicanal (centro de llamadas telefónicas, portal de acceso electrónico, e-mail) de Gestión de la Relación con el Paciente. Difícilmente puede mantenerse el discurso de la libre elección de centro y de médico si el paciente no tiene acceso inmediato a la información.
El archivo electrónico de historiales clínicos y la posibilidad de compartir diagnósticos clínicos en casos de conveniencia asistencial supone rapidez en la transmisión de información relevante sobre un paciente. La tarjeta sanitaria europea, establecida en la reciente Cumbre Europea de Barcelona, es un requerimiento esencial en este proceso.
Desde un punto de vista de eficiencia, dado que el gasto farmacéutico supone, en promedio, el 25% del gasto sanitario, y desde el plano fundamental de la salud pública, es socialmente conveniente la implantación de sistemas electrónicos de prescripción farmacológica, que permitan saber en cada momento quién prescribe, a quién, para qué, con qué frecuencia, desde dónde, etc.
Por su parte, los procesos de descentralización en la prestación sanitaria no pueden originar la aparición de un mapa nacional heterogéneo en la calidad asistencial.
La mayoría de Constituciones reconocen a los Estados la competencia exclusiva en materia del diseño de las bases y de la coordinación de la política sanitaria en cada país. La coordinación y la comunicación entre los diferentes actores de los sistemas nacionales de salud, tanto en su ámbito interno nacional, como en el plano internacional, se ven facilitadas por el establecimiento de una potente red electrónica sanitaria en la que se pudiesen compartir aspectos tan importantes como seguimiento de planes-programa y proyectos, normativa, encuestas y campañas, medicamentos, productos sanitarios, empresas farmacéuticas, vigilancia epidemiológica, promoción de la salud, sanidad exterior, salud laboral, alimentos, planes integrales de salud, registros de actividad y listas de espera, gestión de recetas, compensación de servicios de salud, gestión de transplantes, prestaciones, consumo, etc.
Todo ello reforzaría la unicidad de los sistemas nacionales y la configuración de las bases de un verdadero y efectivo sistema sanitario europeo. La subsidiaridad no debe derivar en la descoordinación, ni en la falta de información de lo que pasa en nuestro entorno sanitario. En ocasiones, es preciso ir más allá de los diarios oficiales para coordinar actuaciones de interés colectivo.
Es cierto que la ciudadanía no se manifiesta, todavía, para que sus hijos tengan suficientes terminales en los colegios, y con adecuados anchos de banda, de forma que puedan consultar información relevante al tiempo que realizan trabajos colaborativos con alumnos de otros centros, utilizando procesos de la misma naturaleza de los que les serán exigidos cuando accedan al mercado. Tampoco los profesores han sido instruidos respecto a la pedagogía de los instrumentos relacionados con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
En fin, las políticas que sustentan el Estado de Bienestar deberán ser progresivamente instrumentadas utilizando la tecnología, no por seguir una moda, sino porque aumenta la eficiencia de los recursos públicos invertidos y el bienestar de la ciudadanía. En paralelo, los gobiernos pueden convertirse en demandantes de procesos tecnológicos aplicados al suministro de servicios públicos, coadyudando al florecimiento de un cluster de oferta tecnológica de enorme impacto generador de empleo y riqueza.
La tecnología es cara de crear, fácil de reproducir y rentable de utilizar desde una perspectiva social. Si algunos políticos perdieran, simplemente, el pudor de utilizar su propio correo electrónico, o celebrar algunas reuniones mediante videoconferencia, estarían prestando un enorme servicio a la normalización política de lo que en la calle es simplemente normal.
José Emilio Cervera es economista y ex eurodiputado del CDS. jecervera@mixmail.com
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