La senda de los mamuts
Mucha gente va al cercano Périgord por el foie gras o la omelette aux cèpes; yo fui secretamente atraído por los mamuts.
Siento una verdadera pasión por el mamut, en concreto por el mamut lanudo o Primigenius, ese paquidermo ancestral de largas y curvadas defensas, macizo y cubierto de espeso pelaje que recorrió Europa de lado a lado, como estupefacto, durante la prehistoria. Es curioso porque mi querencia por los mamuts es directamente proporcional a mi antipatía natural por los elefantes, más aún tras ver cómo está el patio: hasta tres cuidadores atacados y muertos por sendos elefantes -llamados Mya, Kumara y La Petite (sic)- en zoos de Gran Bretaña en un año. Aprovecho para recordar (y advertir) que según las estadísticas, los elefantes son los animales causantes de más muertes en los circos, muy por encima de leones y tigres. Los mamuts, en cambio, son incapaces de hacer daño, especialmente porque se extinguieron, sin que nadie sepa a ciencia cierta la causa, hace unos 10.000 años. No fue por frío, parece, pues estaban muy bien acondicionados: greñas hasta en la trompa e incluso un curioso dispositivo anal que les permitía cerrar herméticamente el, ejem, agujero para no congelarse por dentro.
Pintados en cuevas, helados en Siberia o revividos en libros, los mamuts siguen pisando fuerte
Me apasionan, decía, los mamuts. Conozco bien los relatos clásicos del hallazgo de especímenes congelados en la lejana Siberia, desde que el cazador tunguso Shumakhov dio de comer trozos de uno a sus perros en 1799 hasta el famoso y ultimísimo caso del mamut volador Jarkov, llevado en helicóptero sobre la tundra envuelto en su ganga de hielo (1999). Pasando, claro, por el bebé mamut Dima (1977), y por la epopeya del naturalista y taxidermista Pfitzenmayer, que en 1901 consiguió arrastrar al mamut Beresovka -llamado así por el río junto al que fue hallado, luciendo una gran erección, por cierto- hasta San Petersburgo. Que durante el trayecto (en trineo y luego en tren) el mamut se le pudriera un poco a Pfitzenmayer (la zarina Alexandra casi se desmaya al visitarlo en el museo, por la peste: le recordaría al hirsuto Rasputín) no empaña el éxito de la misión. También he seguido con gran interés los enloquecidos proyectos de clonar un mamut a cargo del profesor Kazufumi Goto ('¡quiero un mamut y lo tendré!'), de la Universidad de Kagoshima, que ha propuesto inseminar a una elefanta con lo que pueda obtenerse de algún mamut macho congelado.
En fin, que fui al Périgord con hambre espiritual de mamuts porque sabrán que allí, cerca del pueblecito de Les-Eyzies-de-Tayac, 'capital mundial de la prehistoria', a tiro de piedra de Lascaux, se encuentra la gruta de Rouffignac, conocida precisamente como 'la cueva de los 100 mamuts', aunque en realidad son exactamente 153 los que hay maravillosamente representados en sus paredes por obra de los hombres del magdaleniense superior. El viaje era en puridad para asistir a la presentación mundial de la nueva novela prehistórica de Jean M. Auel, Los refugios de piedra, que transcurre en esa zona hace 35.000 años, cuando cromañones y neandertales medraban por ahí. Auel habla mucho de mamuts en sus libros (incluso uno de los volúmenes de la serie se titula Los cazadores de mamuts) y el lector casi puede oír las pisadas fuertes de las peludas bestias golpeando la tierra primigenia mientras les acechan con aviesas intenciones -comérselos: toujours la gastronomie- los rudos hombres del clan... Quise preguntarle a Auel qué pensaba de los mamuts, pero me pareció grosero abordar el asunto dados los obvios problemas de sobrepeso de la escritora, así que limité la conversación a un intenso pasaje de Los refugios de piedra (página 112 y efervescentes siguientes), la mayor concentración de sexo prehistórico desde el bikini de Raquel Welch.
Por la tarde tocaba la visita a Rouffignac y yo estaba muy ilusionado, pero entonces me hablaron del trenecito. Resulta que Rouffignac no es como Altamira, que entras y en seguida te encuentras los bisontes, sino que consiste en ¡11 kilómetros! de galerías. Parte del recorrido hasta los mamuts dibujados en el vientre de la caverna se hace en un tren eléctrico. Sólo la idea de sumergirme sin posibilidad de retirada en tamaño dédalo de piedra me produjo un ataque de claustrofobia, así que me despisté de la expedición, me instalé plácidamente en una terraza de Les-Eyzies, pedí un pastis y abrí mi ejemplar de Sur la piste du mammouth, de Bernard Buigues (Éditions Robert Laffont, París, 2000), la apasionante aventura póstuma de Jarkov. Seguí al sol la gélida peripecia de la extracción del viejo mamut (20.000 años) hallado congelado en el Tamyr siberiano, descubriendo lo que todos sospechábamos: que aquella imagen de los dos enormes colmillos surgiendo del bloque de tierra helada, del permafrost, era demasiado bonita para ser verdad. En realidad, los colmillos de marfil los arrancó, destrozando para ello el cráneo de la bestia, un cazador nómada dolgan en 1997. Los rescatadores científicos del bicho en 1999 los volvieron a colocar en su sudario de hielo por una mezcla de sentimentalismo, estética y sentido comercial (consiguieron que las fotos dieran la vuelta al mundo).
El mamut, llevado en su bloque-tumba de 20 toneladas por un gigantesco helicóptero Mi-26, sigue en un depósito subterráneo de la ciudad siberiana de Khatanga descongelándose poco a poco. La verdad es que dentro del bloque lo que hay es un magma casi informe de huesos, pelo, carne y cartílago, así que es mejor que nunca se funda del todo, para que podamos seguir soñando que ahí está el mamut entero, con su trompa peluda y sus ojitos brillantes. Me adormecí. Jarkov: recordé el pasaje en el que Buigues, el rescatador, tras fundir una capa de hielo con un secador para el pelo percibe el olor primigenio del animal, una vaharada del aroma salvaje de la gran bestia; luego alarga la mano y palpa mechones del pelo largo y recio, un gesto que atraviesa milenios y se sobrepone con el del cazador paleolítico trazando perfiles en Rouffignac. Presa de un súbito anhelo, me incorporé, derribando la silla, y eché a correr hambriento de prehistoria, diciéndome que yo también tendría un mamut, qué diablos, aunque tuviera que ir a buscarlo al más frío, aterrador y profundo estómago de la tierra.
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