Costumbres lejanas
El fútbol no triunfará en Corea del Sur y Japón salvo que sus equipos hagan un gran papel, pero al menos los dos países se han acercado algo
La embajada de Su Graciosa Majestad en Tokio y el consulado británico en Osaka han decidido distribuir en la primera y la segunda ciudad del país del sol naciente unas octavillas tranquilizadoras advirtiendo a los ciudadanos de que no todos los hooligans son impresentables. El temor a la violencia o los atentados con el que viven las autoridades japonesas y las surcoreanas es tan grande o más, si cabe, al deseo que tienen de mostrar que son capaces de organizar acontecimientos de esta clase y de inyectarse una buena dosis de autoestímulo nacional, que tanta falta les hace ahora que se hallan en una larga depresión económica y en un lento proceso de cambios de conducta social que añaden más desconcierto a su búsqueda de una identidad propia en el concierto internacional.
El torneo debe aportar a los dos países asiáticos una dosis de autoestímulo contra la crisis
En realidad, ni uno ni otro son primerizos en preparar competiciones deportivas mundiales. Japón inició su despegue económico en 1964 con los Juegos Olímpicos de verano, en Tokio, y lo complementó en 1972 con los de invierno, en Sapporo -los del oro de Francisco Fernández Ochoa-. En 1998 también organizó los invernales en Nagano, pero en esta ocasión en plena década perdida, golpeados los nipones por la recesión, el incesante baile de nuevos gobiernos, la corrupción, las quiebras de bancos y la desaparición de la filosofía que ha sido parte del motor de su éxito: el trabajo de por vida.
No muy distinto es el caso surcoreano. No en balde su sociedad es la más cercana en hábitos a la japonesa. Corea del Sur organizó los Juegos de Seúl en 1988, con los que puso fin a la dictadura y se metió entre los países desarrollados ingresando en la OCDE y exportando al mundo automóviles y electrónica. Al igual que su vecino, su histórico enemigo, odiado por tres decenios de humillante ocupación a principios del siglo pasado, tampoco vive tiempos de vacas gordas, aunque está tratando de salir de la grave crisis financiera de la segunda mitad de los noventa. Kim Dae Jung, su veterano presidente y Nobel de la Paz por su semifracasada política de reunificación entre las dos Coreas, asegura que el Mundial va a disparar el crecimiento de la alicaída economía y ha convertido el evento en cuestión prioritaria.
Lo que sí parece claro es que este Mundial, el primero que se celebra en Asia y el primero que organizan dos países, reflejará la particular idiosincrasia de dos pueblos y dos culturas no demasiado distintas entre sí y en las antípodas de Occidente. Costumbres bien lejanas, al menos respecto al fútbol y lo que le rodea. El largo rosario de normas que los organizadores han establecido revela ya esa diferencia. Hay una obsesión por que nada se salga del guión y menos aún que una chispa desate la violencia o algún grupo terrorista amargue la fiesta. Valgan algunos ejemplos de ese exceso de celo con el que se recomienda a los espectadores ir a lo estadios con tres horas de antelación ante las fuertes medidas de seguridad y los controles establecidos: prohibido fumar excepto en determinadas zonas; entrar en el campo bajo los efectos del alcohol; tirar confeti o rollos de papel higiénico; llevar silbatos; subirse a los asientos; ocultar el rostro con máscaras; intimidar con insultos... Incluso no han faltado en las últimas semanas espectaculares ensayos, muy cinematográficos, para prevenir eventuales ataques terroristas o enfrentamientos entre seguidores. Por eso no sorprende que la embajada británica haya informado al ciudadano de a pie de que no se aterrorice cuando se tope con el hooligan ruidoso y bebedor. No todos son violentos. No todos los gaijin (los de fuera) son la peste.
El poso que dejará un mes de fútbol en ambos países está por ver. Muchos dicen que poco, salvo la construcción de unos coquetos estadios cuyo uso futuro es incierto. Probablemente, la huella deportiva será tan modesta como la que dejó en Estados Unidos el Mundial de 1994, que llegó sólo gracias a la presión de Henry Kissinger. Japón y Corea del Sur lucharon encarnizadamente para ser la sede única, aun cuando luego se dijo que hubo un pacto político secreto. La FIFA apostó fuerte y el riesgo es grande porque el fútbol no es el deporte rey en estas naciones. Los japoneses se enloquecen con el sumo y el béisbol y los surcoreanos con el béisbol.
Japón y Corea del Sur ya han participado antes en otra fase final -los nipones debutaron en Francia 98-, pero ambos tuvieron pobrísimas actuaciones. Los surcoreanos dieron un buen susto a España en Estados Unidos 94, pero se quedaron lejos de las proezas de sus hermanos del norte, que asombraron en Inglaterra 66.
El fútbol profesional comenzó en el archipiélago nipón a principios de los 90 y la Liga, que empezó en 1993, no ha tenido el éxito que sus promotores anticipaban con la llegada de consagradas figuras del balompié mundial al borde del ocaso. Los estadios no se llenan y el público no vibra como en otras disciplinas. Nada indica que después de junio las cosas vayan a cambiar, a menos que la selección llegue muy lejos.
Sin embargo, el Mundial debería reportar en cualquier caso algún beneficio para el acercamiento de dos naciones que se odian. Los horrores de la ocupación nipona no son olvidados por los coreanos, que aguardan todavía hoy una autocrítica de sus vecinos. El emperador Akihito no asistió por razones de seguridad al partido inaugural, pero sí acudirá a la final de Yokohama, el 30 de junio.
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