Momentos
Ya está la selección donde acostumbra a parar en los grandes torneos. Ocurre, sin embargo, que la trayectoria en Corea es tan insospechada que hay motivos para cavilar que el final puede ser distinto y no acabar en la cuneta de los cuartos. A una primera fase jamás vista por la facilidad con la que el equipo negoció la clasificación, le siguió ayer una tortura de partido por mal jugado y peor corregido, aunque el marcador diga que fue bien resuelto. Un encuentro para olvidar y que, sin embargo, puede pasar a formar parte de la memoria futbolística. ¿O acaso no se ha dicho siempre que la grandeza en el fútbol sólo se alcanza con sufrimiento?
Que le pregunten si no a Francia, la última campeona, que levantó el trofeo después de un gol de oro de un central [Blanc] contra Paraguay, una tanda de penaltis frente a Italia y dos tantos de un lateral [Thuram] ante Croacia. España lo pasó ayer tan mal que desde la racionalidad resulta contraproducente darle cancha en lo que queda de campeonato. Entre excitado y responsabilizado, el equipo de Camacho se paró en cuanto marcó, como si con el gol se hubiera zanjado la eliminatoria y se exigiera ya mismo la presencia de Italia para dirimir un asunto pendiente desde Estados Unidos-94. Impaciente como se la veía, a la selección le sobró media hora del primer tiempo, la segunda parte se le hizo tan cuesta arriba que tuvo bien merecido que le empataran y la prórroga resultó un martirio que no fue a peor por puro capricho, pues el entrenador puso todo de su parte para que la contienda acabara como el rosario de la aurora, muy en la línea del fatalismo español, hilo conductor entre una y otra Copa.
Camacho cambió muy mal, a los jugadores les entró el canguelo y el equipo quedó demasiado largo, a merced de la vitalidad de los verdes, que no paraban ni para ir a por una pinta de cerveza. Frente al espíritu de equipo de Irlanda, los españoles se acurrucaron, faltos de mando y liderazgo en el campo y de autoridad en el banquillo, donde el técnico le pone cara de mala leche a la victoria y de resignación a la derrota. No había por dónde coger a una selección sin pies ni brazos, sin movilidad ni desmarque, que jugaba al pie, tal que fuera un futbolín de inanimada como estaba, sometida al rival y expuesta al arbitraje en cada jugada. Más que por una interpretación de la jugada, el árbitro pitó hasta dos penaltis como castigo a la mezquindad española o, si se quiere, como premio a la constancia de los irlandeses, que tuvieron un intervencionismo desmesurado si se comparan uno a uno los jugadores de cada bando.
En competiciones como el Mundial, sin embargo, se impone el que tiene al futbolista preciso en cada jugada. La selección no ha protagonizado grandes partidos, pero sí grandes momentos, y entre ellos ninguno como el que ayer tuvo Casillas, titular por el narcisismo de Cañizares. El equipo se batió con épica hasta la agonía para llegar a la ruleta de los penaltis sabiendo que si la alcanzaba, la ganaría. De la misma manera que le falta gobernar el área, el portero madridista es el mejor bajo los palos.
Pocos jugadores como Casillas representan mejor a la nueva generación, a las que más que jugar les importa ganar, y a eso se agarra la selección en sus aspiraciones. El equipo se levantó justo donde acostumbraba a morir: en el punto de penalti. ¿Potra? ¿Carácter? Sea lo que fuere, es lo nunca visto, así que desde la irracionalidad de este Mundial vale cualquier apuesta.
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