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Tribuna:EL TEATRO ROMANO DE SAGUNTO
Tribuna
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Una arquitectura declarada culpable

El autor sostiene que la sentencia sobre la transformación del Teatro Romano de Sagunto se opone a la ley y que el derribo sería ilegal.

Tal parece que la Comunidad Valenciana ha decidido derribar la transformación del Teatro Romano de Sagunto realizada por los arquitectos Giorgio Grassi y Manuel Portaceli, ejecutando la sentencia de los tribunales. Que éstos -que sólo pueden declarar culpables o inocentes- hayan terciado en un asunto tan ambiguo y dificultoso como es el de la restauración de monumentos, resulta del todo insólito, y por eso es más que conveniente informar más y mejor sobre el extraño caso de esta arquitectura condenada.

En el año 1985 se publicó en la revista Arquitectura de Madrid el proyecto de Sagunto. Mostraba una actuación radical, animada de un fuerte acento teórico. Grassi, arquitecto milanés muy conocido por la influencia de su alta implicación teórico-práctica, proponía con su colega valenciano un ejercicio de arquitectura sobre unos restos de la antigüedad romana que buscaba mostrar sus cualidades potenciales al revelar, con una reconstrucción analógica, la esencia arquitectónica del teatro, al tiempo que su capacidad para seguir usándose, y estableciendo, de paso, una intensa crítica sobre los criterios convencionales de restauración. El ejercicio era de un alto interés cultural y fue publicado en muchas ocasiones y en distintos países.

Políticamente, ejecutar la sentencia supone un último y definitivo error

Nadie pensaba, sin embargo y en un principio, que el ejercicio trascendiera el plano teórico, pero, ya en la época de las transferencias autonómicas, el director general de Patrimonio Histórico de la Comunidad Valenciana -personaje conocido y de relieve cultural, todavía sin competencias- facilitó el proyecto a la Dirección General de Bellas Artes del Ministerio de Cultura, pidiendo su realización. O su inclusión, al menos, en una última programación estatal que, lógicamente, iba a ser desarrollada ya por las comunidades.

Llegadas las transferencias definitivas y aprobada al tiempo la nueva Ley del Patrimonio Histórico de 1985, el inspector general de Monumentos del Estado -según la ley de 1933, entonces sustituida- aprobó el proyecto de transformación del Teatro Romano de Sagunto y el Ministerio lo envió transferido a Valencia, para que la comunidad decidiera sin compromisos su destino. La Inspección de Madrid, aunque lo aprobaba, podía evadir la decisión última de realizarlo, pues si su carga teórica y cultural era muy alta, su actitud, tan radical, se oponía a la costumbre de prudencia que había sido y era normal en la restauración al dedicarse prioritariamente ésta a la conservación y a la consolidación de los monumentos y no a su transformación.

La Inspección de Madrid no era ya competente en términos generales y nacionales, pero sí que lo era todavía en este caso, pues al ser las ruinas de Sagunto un bien patrimonial propiedad del Estado quedaba dentro de las competencias de éste. Así, la aprobación del inspector general de Monumentos del Ministerio de Cultura significaba un visto bueno completo, oficial y legal. A él se añadió la aprobación de la Comunidad Valenciana, que decidió realizarlo. La obra se hizo y ésta se publicó nuevamente en numerosas revistas y libros. Blanco de contradicciones tanto en el campo de los arquitectos y especialistas como en el del público, la polémica transformación moderna del teatro contaba, sin embargo, con la aprobación legal más absoluta.

Por eso la sentencia de los tribunales autonómicos confirmada por el Supremo tiene una primera y principal equivocación -al entender al menos de quien esto escribe-: el caso no debiera siquiera haber sido admitido a trámite, una vez comprobado que la obra tenía una aprobación que era, como se ha dicho, doble e indudable. Ignorar dicha aprobación -¿acaso no era legítima?- y entrar, como el tribunal hizo, en la interpretación de un artículo doctrinal, histórico-técnico-científico, de la ley carece de sentido. Ya que su interpretación, necesariamente ambigua, debe de quedar absolutamente reservada a las autoridades de carácter técnico y cultural políticamente legítimas en cada momento, que pueden contar con numerosos y cualificados asesores, y a quienes la ley concede las decisiones. Pues estos criterios acerca del tratamiento del patrimonio histórico, siempre polémicos y debatidos hasta la saciedad, son de interpretación tan contradictoria y difícil como cambiante con el tiempo, como ocurre con toda la cultura técnico-artística. No tienen, ni pueden tener, interpretaciones literales, ni legales, ni generales. Un tribunal de justicia no es competente para dictaminar sobre cuestiones culturales absolutamente ambiguas, que especialistas debaten de continuo. Sólo las autoridades culturales, política y socialmente delegadas están legitimadas para decidir sobre las coyunturas, y pueden así decidir.

Pero, además -y siempre a juicio de quien esto escribe-, el artículo doctrinal de la ley de 1985 dice precisamente lo contrario de lo que el tribunal parece ser que dedujo. Pues dicho artículo, en su ambigüedad, no prohíbe cualquier reconstrucción, ni mucho menos las transformaciones de los monumentos, sino sólo aquellas reconstrucciones miméticas; esto es, falsificadas. Aquellas que fueron comunes en el pasado y que imitaban la obra antigua desaparecida, fingiendo que ésta existía todavía y provocando así una falsificación arqueológica. Es lo que se ha llamado el falso histórico, del que tanto se abusó, y esto lo sabe cualquier especialista próximo a la restauración. Las obras de reconstrucción analógica o moderna, y las transformaciones, en general, no las prohíbe la ley, y aunque puedan tenerse, si se quiere, por imprudentes y desaconsejables, son potestativas para las autoridades competentes.

Los tribunales cometieron además otra equivocación de importancia, ya que la ley lo que sí prohíbe taxativamente, y por el contrario, es la eliminación de las contribuciones a los monumentos hechas en otras épocas distintas a la original, impidiendo así otro abuso también muy propio del pasado. Al estar realizada la transformación de Grassi y Portaceli, tener ya algún tiempo cuando el tribunal dictamina -ahora tiene bastantes años- y constituir ésta una aportación de carácter cultural indudable, queda protegida por la ley y por lo ya dicho. La sentencia de derribo se opone así directamente a la ley, y el derribo, si se realizara, sería plena y doblemente ilegal. La obra estaba autorizada, pero constituye ahora, además, y por su existencia material consolidada, un valor cultural protegido también por la repetida ley.

Políticamente, ejecutar la sentencia supone un último y definitivo error. Pero no sólo por lo dicho, sino también porque la transformación del Teatro Romano no es asimilable a una obra de nueva planta que resulte indebida y cuya demolición resuelva el problema. La obra nueva de Sagunto forma una entidad física única con la antigua y es muy difícil, sino imposible, y en todo caso extremadamente imprudente, derribarla sin afectar gravemente a los restos romanos. Fue desde luego mejor la famosa sentencia del shakespeariano mercader de Venecia: Shylock sólo tenía derecho a arrancar la libra de carne de Antonio si no le derramaba una sola gota de sangre. Derríbese, pues, de ese modo, si es que se atreve alguien. Pues, políticamente, el derribo supone además un despilfarro inadmisible.

Si los tribunales quieren hacer de todo esto jurisprudencia, ellos sabrán de su responsabilidad, pues aquí quedan meridianamente apuntados los graves errores cometidos por una sentencia que impiden que ésta pueda tenerse como criterio de casación. Cámbiese la ley si es demasiado equívoca, si se cree que no funciona; pero no se tome como base para disponer aberraciones culturales, como resulta la de declarar culpables a arquitecturas autorizadas tanto de forma política y legalmente legítima como de absoluta buena fe: con la intención de mejorar el patrimonio histórico, aunque ello no sea compartido por muchos. La restauración de monumentos no es un objetivo de los tribunales de justicia, y éstos no pueden de ningún modo terciar en los criterios de tratamiento de los bienes culturales, ni siquiera interpretando leyes. Y si a pesar de todo lo hacen, no podrán demandar respeto, al menos de los que somos tanto ciudadanos leales como dedicados de por vida al patrimonio arquitectónico.

Antón Capitel es arquitecto, catedrático y antiguo inspector general de Monumentos.

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