La hegemonía como destino
Decía Gramsci que la hegemonía es una aspiración política y una categoría interpretativa. Como aspiración casi ha desaparecido de la jerga de los partidos, probablemente porque tiene un sesgo totalitario incompatible con las intuiciones democráticas. Pero como categoría interpretativa aún conserva fuste explicativo. En la inspiración gramsciana del concepto, la hegemonía no evoca simplemente la supremacía de un grupo político determinado, sino que remite tanto a los mecanismos que estructuran las relaciones asimétricas de poder como a la representación de sus contenidos, factores gracias a los cuales se reproduce de modo estable la centralidad del grupo y la de su cultura política. Una caracterización así del concepto resulta, a mi juicio, un recurso conceptual apropiado para evaluar la posición predominante de la que goza en el País Vasco el movimiento nacionalista, cuya vocación hegemónica, por cierto, lejos de ser vergonzante, se proyecta casi como un destino para todos los miembros de aquella comunidad.
1. Que el nacionalismo vasco aspire a la secesión de las provincias vascas, a la anexión de Navarra y a la creación de un nuevo Estado independiente debería ser, en principio, una manifestación más del pluralismo político. El problema es que dicha aspiración nunca se presenta como tal, sino como la expresión de un 'conflicto originario' con las comunidades políticas de referencia, en particular con España. Ciertamente, un mínimo de solvencia jurídica desestimaría vincular el caso con alguno de los supuestos del 'derecho de autodeterminación' establecidos en las resoluciones de Naciones Unidas o el derecho internacional. Tampoco cabe fundar el conflicto en la fuerza legitimante de una inexistente mayoría social amplia, duradera y equilibrada que apoya las reclamaciones nacionalistas. En realidad, el punto de vista nacionalista y la voluntad hegemónica de sus promotores se alimenta del llamado 'contencioso histórico'. El ser como nación de dicha comunidad y su derecho inviolable a conformar su propio Estado se determinan a partir de supuestos derechos sempiternos e irrenunciables que encarnan los territorios vascos, que sobreviven a las transformaciones históricas y sociales experimentadas por los mismos y que prevalecen frente a cualquiera de las formas modernas de legitimidad. En consecuencia, el soberanismo e irredentismo se configuran como destino, lo nacionalista se confunde con lo vasco, y su 'comunidad imaginada', con el conjunto de la sociedad. El resultado es una definición excluyente de la comunidad política. Con este bagaje se comprende que el movimiento nacionalista se crea portador de un designio y una misión histórica, convierta su voluntad particular en voluntad general, y sus deseos de poder, en un derecho cuasi natural al gobierno de la comunidad.
2. Una impronta comunitarista y legitimista de este tenor produce, en primer lugar, dificultades de integración en estructuras políticas allende el propio ámbito, dando lugar a las ambigüedades que Linz bautizara en su día como la semilealtad del nacionalismo vasco. En segundo lugar, y puesto que la hegemonía nacionalista se toma por lo normal, su ausencia se proyecta como un estado de excepción, de subyugación y negación de derechos de grupo. Por idéntica razón el punto de vista de los no nacionalistas, tolerado por 'razones morales', no tiene otro horizonte político que la progresiva adecuación a ese proyecto primigenio, expresión de identidad, sentido y meta de la comunidad. Dicha asimilación de 'los otros' se irá produciendo por las vías del 'toma y daca', la convicción, el adoctrinamiento y demás recursos que la ocupación del poder habilita. En resumidas cuentas, y como para todo proyecto hegemónico, el pluralismo representa un coste o una servidumbre y la democracia tiene un carácter meramente autoconfirmatorio.
3. Las cosas se complican aún más en el País Vasco con la presencia de la violencia etarra y la capacidad intimidatoria de su entorno. La irrupción en la arena política de un recurso tan extraordinario por su potencia e ilegitimidad no sólo ha sobredimensionado el 'problema vasco' hasta convertirlo en el asunto central de la restaurada democracia española, sino que ha determinado una situación en el País Vasco de hegemonía (nacionalista) reforzada por coacción -para valernos de la terminología de Gramsci- que ha devenido en degeneración democrática: deterioro del Estado de derecho, dificultades muy serias para el ejercicio de las libertades y un campo impracticable para la competición política a la vista de la asimetría y condiciones de intimidación en que aquélla se tiene que producir. En ese sentido, cualquier observador externo mínimamente imparcial concluiría que en estos momentos el verdadero problema vasco es el de la presencia en la arena política de una violencia continuada, difusa, ilegítima y muy cruel no sólo por su duración e índole arbitraria, sino por el grado de indiferencia y comprensión con que se asimilan sus golpes en aquella sociedad.
4. Por eso, desde los parámetros normativos de una democracia mínimamente exigente resulta extravagante el grado de tolerancia con la violencia política que determinadas actitudes denotan. Hay quienes se resignan a convivir con el terrorismo etarra y su entorno como si de una desgracia natural se tratara y, en consecuencia, reaccionan ante sus golpes simplemente expresando su contrariedad o lamentando la mala suerte de los afectados. Otros enfatizan el reproche ético al uso de la violencia, subrayan su solidaridad 'humana' con las víctimas o señalan la equivocación de quienes ejecutan o secundan acciones de esa naturaleza. Unos y otros pasan por alto que en una sociedad democrática el recurso a la violencia terrorista no es sólo un mal moral o un error, sino ante todo un crimen político que destruye las condiciones de la competición política, arruina las razones en cuyo nombre se intimida o mata y demanda una respuesta activa de autodefensa democrática en consonancia con la agresión padecida. Por eso, dado que durante los últimos veinticinco años la presencia continuada de la violencia ha resultado determinante para el desarrollo de la vida política en el País Vasco, sorprende que no se hayan extraído las consecuencias políticas que demanda el normativismo democrático: primero, que el chantaje de la violencia corrompe la licitud de unos fines que dejan de ser expresión del pluralismo político para transformarse en coartada de intimidación o aniquilamiento del adversario político; segundo, que en esas condiciones la contienda política se vuelve un combate tan desigual que hace sospechosos tanto sus resultados como la renta de situación que en términos de poder los mismos consolidan. No me cabe duda de que si en cualquiera de las democracias consolidadas de nuestro entorno se experimentara una situación de emergencia como ésta, es decir, si los políticos de la oposición fueran asesinados o tuvieran que ejercer sus funciones en situación análoga a la del País Vasco, además de cuestionarse la legitimidad de unos comicios
celebrados en tales circunstancias se activarían todos los mecanismos legales y políticos de autodefensa democrática y se pondría en marcha una apuesta consociacional, un frente demo
crático contra la violencia política, en favor del restablecimiento de las condiciones básicas de una actividad política normalizada.
5. Pero las circunstancias de nuestra historia, las peculiaridades de la transición política y la propia bisoñez de nuestra democracia han vinculado el final de la violencia de ETA a la cancelación del 'conflicto legitimista vasco'. Desde el comienzo de la democracia, tanto la izquierda por exigencias de una justicia correctiva como el centro-derecha por prudencia política adoptaron una estrategia cuyos pilares básicos han sido el apaciguamiento de los sectores extremistas del nacionalismo vasco y la deferencia con la expresión histórica y moderada de dicho movimiento. Esa parecía la clave para acabar con el terrorismo. Se trataba, en parte, de conceder por las buenas lo que los violentos exigían por las bravas, de reducir la represión al mínimo a fin de ni criminalizar ni aislar al entorno social de aquéllos y, por supuesto, de reconocer como natural la supremacía del PNV en el territorio. Ciertamente, la amnistía y la restauración alzaprimada de las instituciones de autogobierno y demás referencias identitarias han restado excusas a la reivindicación separatista; pero ni han satisfecho las aspiraciones de los nacionalistas ni han desactivado la pulsión violenta de los extremistas. Lo alcanzado, a juicio del nacionalismo, es insuficiente o fraude; y en cualquier caso no resuelve 'el contencioso'. Por el contrario, todo este largo proceso de estrategias de apaciguamiento y deferencia ha debilitado la lucha antiterrorista y ha convertido las oportunidades de autogobierno colectivo en instrumento eficaz de consolidación de la hegemonía de un grupo sobre la totalidad de la sociedad vasca. De esta manera el nacionalismo ha multiplicado sus recursos de poder sin por ello dejar de alentar un victimismo tan viejo como poco fundado, amplificando su capacidad de presión hasta convertirla en una espiral de reclamaciones sin fin. Para remate, la lógica del apaciguamiento llevada por el PNV a sus últimas consecuencias en Lizarra ha comprometido muy seriamente el moderantismo tradicional de este partido al asumir como propio lo esencial del programa rupturista de ETA-HB cuyos objetivos están corrompidos además de políticamente inhabilitados por el chantaje y el ventajismo de la violencia terrorista.
6. Es sabido que para la consolidación y reproducción estable de una 'hegemonía reforzada por la coacción' la propaganda resulta ser un recurso clave. Pues bien, para ello se tergiversa la historiografía, se prima la memoria histórica del nacionalismo otorgándole casi el monopolio de la lucha antifranquista y se fabula con el agravio y la ficción del 'contencioso'. La acción de la propaganda, además, puebla el ambiente con falacias que distorsionan las prioridades normativas y la percepción de la realidad hasta convertir lo inverosímil en relato de curso ordinario: los derechos de los individuos devienen derechos de la nación; la democracia española se toma casi por un trasunto del franquismo; las salvajadas de una violencia callejera análoga a la de los camisas pardas se tienen por arrojo revolucionario o chiquillada; y la nómina de delatores, financiadores y demás coadyuvantes del crimen organizado se presenta como expresión del pluralismo que la democracia debe amparar. ¿A quién extraña, entonces, que en extensas capas juveniles del País Vasco incube un odio a España que actúa como munición argumental de una violencia terrorista que no cesa? También, por último, los efectos de la propaganda mezclados con esa deferencia inercial hacia el nacionalismo y la presión de los violentos inducen a un tipo de reacciones de acomodación y aceptación resignada del statu quo, sobre todo en sectores no nacionalistas de la sociedad vasca que, dispuestos a hacer de la necesidad virtud, terminan modificando sus propios criterios, extraviando sus aspiraciones genuinas y hasta convirtiendo su posición subordinada en principio estratégico de su acción.
7. Ante una situación de asfixia política y emergencia democrática como la descrita no caben excusas retardatarias, sino una reacción no mojigata de autodefensa democrática que, tal como pedía Karl Loewenstein contra el nazismo, debería ser también de democracia militante: una combinación de resistencia cívica y represión legal de la impunidad de quienes con sus métodos violentos, acciones antidemocráticas y trampas al Estado de derecho vuelven impracticable la competición política y el pluralismo. De ahí la pertinencia de dificultar legalmente al máximo la presencia institucional, la disposición de recursos, la capacidad organizativa y el margen de maniobra del consorcio de intimidación colectiva ETA-HB. Pero el rendimiento de una democracia militante no depende sólo de iniciativas legales, sino de la activación de ciertas disposiciones cívicas incompatibles con el actual desistimiento social, la deserción democrática y la resignada aceptación de la realidad como destino. Y es que, como decía Rosa Luxemburgo, quien no se mueve no siente sus cadenas.
Ramón Vargas-Machuca Ortega es catedrático de Filosofía Política.
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