Exciting
A medida que nos acarician con más intensidad las buenas temperaturas, las páginas de sucesos aparecen extrañamente pobladas por víctimas de accidentes que antes parecían reservados a intrépidos exploradores o aventureros de amplio currículo. El safari fotográfico ha quedado definitivamente relegado al recuerdo por inocuo y pasivo. Ahora es necesario despeñarse por algún precipicio o lanzarse en parapente montado en una piragua. Algunas de estas nuevas modalidades se promocionan bajo el atractivo gancho de los llamados deportes de riesgo o las aventuras extremas, sin caer en la cuenta que todo riesgo que auténticamente lo es, siempre atesora un alto porcentaje de tragedia. Más cuando no se tiene claro que pasar de oficinista tripón a consumado Stanley es una tarea que requiere algo más que enfundarse un chaleco verde con muchos bolsillitos o un pantalón caqui con múltiples cremalleras y velcros.
El extraordinario Juanito Oiarzábal -con los 14 ochomiles del planeta en sus piernas- cuenta que cuando hace un par de primaveras alcanzaba, sin oxígeno artificial, la arista final del Everest, a punto estuvo de ser barrido por un joven francés que descendía del techo del mundo en un tabla de snowboard. Todavía tuvo arrestos para encararse con él y recriminarle su actitud. Un reproche que también lo es hacia una manera perturbada y circense de convivir con la naturaleza. Ernest Udina, el periodista catalán trágicamente fallecido en un descenso del Mont Blanc, reclamaba en un artículo publicado en el verano de 1997 la necesidad de practicar la alta prudencia en la montaña, a la que sumar la utilización de material adecuado, la excelente preparación física y la renuncia a los objetivos cuando el peligro acecha. En esta apología de la sensatez cuando hay riesgo razonable, Udina proponía, recogiendo una idea de los guías de Chamonix y del legendario Reinhold Messner, que los poderes públicos controlasen la prudencia en la alta montaña.
Vivimos en una época en que la degradación también ha contaminado la épica del riesgo convirtiendo lo extremo en un objeto más de consumo.
Sin una disposición mental hacia el alejamiento, sin la voluntad de huida, sin el don del exilio, de nada sirve largarse al lago Tanganica o a un iglú en Alaska. Aunque el desplazamiento físico resulta determinante, estamos allá donde se encuentra nuestra imaginación, principio que explica por qué Pessoa viajaba tanto sin salir de Lisboa. La estrechez contemporánea del espíritu errabundo se camufla con altas cantidades de exotismo comercializado y en una búsqueda artificial de lo paradisíaco. Así resulta difícil comprender que lo remoto también puede esconderse en lo próximo. En su elogio de la lentitud, el sociólogo francés Pierre Sansot arrancaba tras la idea de Pascal de que toda la infelicidad de hombre proviene de una sola causa, la de no saber estar en reposo en una habitación. El antiguo sentido del viaje como aislamiento, abandono o aventura interior se sustituye ahora por la emoción programada y digitalmente fotografiada, paso previo a esas narcóticas sesiones de diapositivas de las que no siempre se logra escapar. Y es que no hay nada más aburrido que fotografiar un lugar en el que no se ha estado. Más pronto que tarde llegará el día en el que tras la más inhóspita de las travesías hacia el más remoto de los destinos, acabemos junto a un chiringuito conectado a Internet y listo para mandar un email, o con un indígena mapuche enfundado en la camiseta de Zidane. Será el trágico momento en el que deberemos entonar un 'y esto ha sido todo, amigos'.
La publicidad nos vende dosis de lo salvaje con una aproximación a la naturaleza que no respeta su propio tempo interno y donde los coches circulan como misiles por sinuosas carreteras enclavadas en paisajes idílicos que simplemente invitan a parar y darse un paseo. El problema radica en que pasear es básicamente una actividad no lucrativa. Sin querer convertirme en un apologeta de la lentitud, he de confesar que jamás he soñado con tener un coche que fuera dejando a su paso un fulgurante reguero de fuego y destellos. Algo más propio de los viejos cómics americanos de ciencia ficción, aquellos de naves espaciales de tres patas puntiagudas y marcianas de sensuales escotes terrenales. Frente a la velocidad viajera me quedo con la lentitud humana del tranvía, el perezoso tranvía que tomaba Borges en Buenos Aires para ir a trabajar a la biblioteca, y en el que confiesa haber leído y memorizado La Divina Comedia en italiano.
Para los que no pueden pagarse un paseo espacial o una ascensión turística al Everest, siempre quedan recursos más a mano. Una buena manera de dar rienda suelta a todas estas tentaciones psicológicas de riesgo barato, que sin duda calificaremos de primarias, es acercarse a un parque temático en el que, previo pago, podemos acceder a trepidantes sensaciones como recalentar la cabeza al sol en una cola multitudinaria o ser lanzados, agitados y centrifugados una vez anclados con un arnés a sofisticados artilugios. Un sustitutivo más recomendable, por ser más económico y de más intensa carga sociológica, consiste en acercarse por las pequeñas verbenas de pueblo en busca de aquella especie en extinción denominada toro mecánico, martirio de próstatas y bravo escenario de la varonil valentía.
Con tanta adrenalina suelta se comprende que resulte cada vez menos atractivo, principalmente entre los jóvenes, tumbarse debajo de un pino piñonero a leer una novela, salvo que sea sobre una tabla de clavos, o quizás darse un paseo por un museo, salvo que sea aguantando la respiración. Desactivado el cerebro de sus funciones especulativas, ahora se trata de ponerse nervioso manipulando el vértigo y rondando el dolor, o el asco. Alguna prueba de ello nos dan los concursos televisivos que sustituyen el trasnochado conocimiento o la inocua imaginación de los concursantes por su resistencia al sufrimiento. En los denominados extreme quiz shows ya no se gana por saber más afluentes de ríos de dos sílabas, sino por aguantar más tiempo sobre una superficie ardiendo o con la cabeza metida en una urna rebosante de alacranes. Tranquilicémonos. Después de tanta montaña rusa, puenting y sadismo televisivo vamos camino de crear una nueva generación de jóvenes con la cabeza repleta de una aguada papilla neuronal, y a quienes antes de explicarles La Regenta habrá que lanzarlos en parapente por una ventana o acercarles un soplete encendido a la oreja, como para ir activándoles un poco la intelección.
Manuel Menéndez Alzamora es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.
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