Mirando a La Moncloa
Sus hagiógrafos coinciden en lo que, no por tópico, deja de ser cierto: la carrera política de Eduardo Zaplana ha sido meteórica. Aunque con matices, pues, como él mismo gusta recordar, echó a caminar en la vida partidaria con las juventudes de UCD y de la mano de liberales pata negra, cual era Joaquín Muñoz Peirats y el mismo Antonio Fontán, entre otros.
Con José María Aznar descubrió un proyecto común y el vehículo idóneo para desplegar su ambición. La alcaldía de Benidorm, en 1991, fue el trampolín desde el que saltó a la presidencia de la Generalitat, en 1995, no sin haber dado algún que otro codazo. En Valencia, el universo progresista y de izquierdas le otorga un recibimiento desdeñoso, que por lo general se ha prolongado implacablemente hasta el último día.
El balance de su gestión al frente del Consell no puede comprimirse en cuatro palabras. Pero es ilustrativo constatar que se marcha habiendo cumplido el 90% de su programa y con un saldo electoral que, en estos momentos, le garantizaría revalidar otra mayoría absoluta.
Deja pespuntados proyectos de largo alcance como el Plan Hidrológico Nacional, el AVE, la reforma del Estatuto y la privatización de RTVV. Iniciativas euforizantes como el poder valenciano no pasaron de lo dicho, pero sería injusto no reconocer que el Molt Honorable estableció, incluso pasándose de rosca, numerosos puentes y cabezas de puente con Madrid.
Sus críticos más tenaces no han conseguido exhumar ningún escándalo, al margen de las maledicencias y algún episodio menor, como la edil tránsfuga benidormí, la asesoría de Jaime García Morey o El acierto de España, libro que firma y que no escribió.
Y ahora, por fin e inopinadamente, liquida las inquietudes que bullían en el seno del PP y las conjeturas del espectro político restante: no será el candidato en las próximas elecciones autonómicas, lo que constituye un balón de oxígeno para el PSPV, si éste no lo pincha.
Zaplana emprende una nueva etapa en el Gobierno central, y sería ingenuo pensar que con ello culmina una carrera. Todo lo contrario, la comienza, y justo en la raya de salida necesaria si se tiene La Moncloa en el punto de mira. El tránsito por la periferia ya está amortizado y el joven liberal se siente maduro, con la ambición incólume y dotado de pragmatismo a espuertas para luchar por el poder sin la vitola -como solía- del simpático colega que se deja caer a menudo por la Corte. El nuevo ministro pide paso. Que le vaya bonito.
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