Una bomba para Perón
'En julio de 1956 supimos que Jorge Antonio, el empresario que siempre se mantuvo fiel al tirano, había conseguido que éste fuera admitido en Venezuela. Perón tuvo que salir de Panamá con extremo apuro, porque no podía estar allí durante la reunión de presidentes americanos, y pasó una temporada corta y feliz en Nicaragua, donde fue huésped privilegiado de los Somoza. Allí se compró un automóvil Opel, que su chofer Isaac Gilaberte llevó hasta el puerto de La Guaira, cerca de Caracas'.
El tejido de estos hechos es tan abigarrado, dice el coronel, que conviene ser minucioso. Sobre una hoja de papel escribe a veces signos que no parecen tener significado: flechas, líneas onduladas, indicaciones de cuerpos en movimiento.
'Cuando completé con éxito el envío del cadáver de Eva a Italia empecé a ocuparme del tirano'
El 22 de mayo le llegó una bomba que estallaría al calentarse el motor del Opel
'No se por qué fallamos. La suerte estaba del lado equivocado'
'A las nueve de la noche', continúa, 'el 8 de agosto, Perón llegó a Caracas. Lo acompañaba Isabel, que se mantenía siempre en un discreto segundo plano. Recuerde que ella y Perón aún vivían amancebados, y que su figura insignificante contrastaba con la de Eva. Supimos que se habían instalado en una residencia modesta de El Bosque, y que el tirano era inagotable escribiendo cartas a sus partidarios'.
'Cuando completé con éxito el envío del cadáver de la Eva a Italia, empecé a ocuparme del tirano. En esa época, marzo de 1957, trabajaba conmigo en el Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) un sargento primero de mi más absoluta confianza, un hombre abnegado y muy astuto. Se llamaba Manuel Sorolla. No pude encontrar mejor instrumento para el nuevo atentado. Aunque era más bien un hombre sin posiciones políticas definidas, aceptó hacerse pasar por peronista furioso. Hablaba en los pasillos de los cuarteles a favor del tirano y se agarraba a trompadas con cualquier suboficial que lo contrariara. Como era obvio, terminaron metiéndolo preso por subversivo. Eso era lo que esperábamos. Los únicos que conocíamos la simulación éramos Hamilton Díaz y yo. Sorolla quedó arrestado en los calabozos del SIE, donde tenían la orden de informarme sobre cualquier cambio de conducta, porque el hombre sufría -dije- de serios desarreglos nerviosos. Esa misma madrugada, tal como habíamos previsto, se tomó un frasco de somníferos que eran en verdad pastillas de azúcar y fingió entrar en coma. Me llamaron de emergencia. 'Hay que enviar a Sorolla inmediatamente al hospital', ordené. Como parecía inconsciente, le pusimos sólo una persona de custodia en la ambulancia. Apenas el vehículo arrancó, no le costó nada incorporarse y derribar a su guardián de un golpe. Escapó sin problemas. Hamilton Díaz estaba a 200 metros, esperándolo en un automóvil, y lo llevó hasta el puerto, donde Sorolla tomó un vapor que iba a Montevideo. La farsa estuvo tan bien armada que en seguida corrió la voz entre los peronistas. Para ellos, Sorolla se convirtió en un héroe, y pronto le llegaron al tirano noticias de la fuga'.
En ninguno de los infinitos documentos de la resistencia peronista he leído esa historia, y me parece extraño que nadie haya hablado de ella. Se lo digo al coronel. 'Todo sucedió como se lo cuento. Pregúnteselo a Sorolla, si quiere'. Se lo pregunto dos días más tarde, cuando nos encontramos en un café de San Telmo. Es un hombre alto, canoso, bien parecido, al que creo haberlo visto en algunas fotos. 'No puede haberme visto', se incomoda él. 'Nadie sabe nada de mi vida'. Trabaja como asistente del coronel, en la agencia de seguridad Orpi, eso es todo lo que puede decir. Y además confirma, punto por punto, el relato de Cabanillas. Cuando nos despedimos, me exige que no vuelva a llamarlo.
Volví a llamarlo, sin embargo, casi 15 años después, en mayo de 2002. Tenía el mismo teléfono y acababa de enviudar. 'Estoy abatido', me dijo. 'Usted sabe lo que son estas cosas'. Me pareció extraña esa confesión personal en boca de un hombre para quien, según el coronel, no existían los sentimientos ni el miedo ni las debilidades que afligen a los demás seres humanos. Cabanillas lo había definido como 'un cruzado de la obediencia y del deber'.
En 1971 Sorolla fingió ser Carlo Maggi, hermano menor de la difunta enterrada en Milán -eso ya lo he averiguado-, pero lo que ahora me interesa es confirmar por segunda vez que también fue él quien puso una bomba en el auto de Perón en Caracas. 'No le diré que sí ni que no', responde con parquedad. 'A veces el coronel Cabanillas hablaba de más'. Al lenguaje distante y cauteloso de los años ochenta lo sustituye ahora una voz segura de sí. La muerte del coronel acaso lo ha liberado de una vida que no quería y el anonimato es ya para él una elección, no un acto de servicio.
'Sí, yo fui el de la bomba', admite Sorolla. En abril de 1957, después de su escandalosa fuga, viajó de Montevideo a La Paz y de allí a Lima y Bogotá, desde donde llegó en ómnibus a Caracas. Lo primero que hizo fue presentarse ante Perón. El general se había mudado entonces a una casa de varios cuartos en El Rosal, disponía de cocineros, mucamas y guardaespaldas. Sorolla le contó la historia que el SIE había fraguado para él y Perón le dijo que simpatizaba con su caso. 'He venido hasta acá para ponerme a sus órdenes, mi general', se cuadró Sorolla. 'Disponga de mí para lo que sea necesario'. '¿Qué sabe hacer usted, hijo, aparte de pegar buenas trompadas?', le preguntó Perón. 'Soy mecánico de coches y sé limpiar armas', respondió el fugitivo. 'Entonces hable con Gilaberte', le indicó el general. 'Lleva ya años sirviéndome de chofer y no tiene quien lo alivie. Quédese y trabaje con él'.
Sorolla era comedido, silencioso y jamás se quejaba. En pocos días ganó la confianza de los otros domésticos y empezó a tomar notas cuidadosas de las rutinas de Perón, que rara vez variaban. Según los servicios de inteligencia de Estados Unidos, 15 custodios del ex presidente argentino vivían en un edificio situado al frente de su nueva casa. Cada vez que éste salía a dar un paseo, se apostaban a lo largo de la ruta e iban indicando si los 100 o 200 metros siguientes estaban libres de peligro. Aunque es posible que el embajador argentino en Caracas -un general llamado Carlos Severo Toranzo Montero, frenético antiperonista- haya tramado alguna conjura contra el incómodo huésped de El Rosal, la misión de Sorolla se hizo en absoluto secreto y sin el menor contacto con la embajada. Perón culpó siempre a Toranzo Montero de sus desgracias venezolanas y hasta mencionó a un mercenario yugoslavo conocido como Jack, que había roto un contrato con el diplomático para asesinarlo, seducido por la lucha de Perón en favor de los oprimidos.
La historia de Jack quizá sea otro de los actos de ilusionismo con los que el general solía enriquecer su mito, y el relato de los custodios sin duda es uno de los errores habituales de la inteligencia norteamericana. Sorolla, que era escrupuloso, no vio nada de eso en Caracas. El general se levantaba todos los días a las seis, y a las siete, luego de un desayuno frugal y de una ojeada a los titulares de los diarios, se hacía llevar por Gilaberte hasta el parque Los Caobos, para una caminata de 45 minutos. Su único guardián era entonces Sorolla, que iba armado con un revólver calibre 38. Después, Perón se daba una ducha y salía rumbo a sus oficinas de la avenida Urdaneta, en el centro de la ciudad, donde se encerraba a trabajar con el mayor Pablo Vicente, que lo asistía en aquellos meses. Los cambios de horario eran mínimos: los sábados y domingos empleaba más tiempo en leer los diarios, porque el tránsito de la ciudad era fluido y llegaba al centro en 15 minutos. Sorolla tenía medido cada movimiento, calculado todo percance imprevisible, estudiada hasta la más ínfima desviación de la rutina. El 22 de mayo le llegó una bomba que estallaría al calentarse el motor del Opel junto con un mensaje de Cabanillas que decía, simplemente: 'D-25'. Significaba que el atentado debía perpetrarse el sábado 25, aniversario de la libertad conquistada por Argentina en 1810.
Sorolla averiguó que el general festejaría la fecha patria con un asado en El Rosal, a la misma hora en que el embajador Toranzo Montero ofrecía una recepción. Supo también que Gilaberte había comprado ya vino, carne y chorizos para 50 personas. No se preveía, por lo tanto, ningún desplazamiento en la rutina. Esa tarde pidió hablar con el general. 'He recibido un mensaje de Buenos Aires', le dijo. 'Mi madre estaba muy enferma cuando la dejé y ahora me avisan que ha entrado en agonía. Quiero ir a verla sea como sea, y le ruego que me dé permiso para salir mañana mismo'. '¿Tiene dinero para irse, hijo?', le preguntó Perón. '¿Con qué documentos piensa entrar en la Argentina?'. 'Tengo ahorrada la plata justa para un pasaje a Montevideo', mintió Sorolla. 'De ahí voy en ómnibus a Carmelo, donde algunos compañeros peronistas van a pasarme en bote hasta la costa argentina, por la noche. Es un viaje seguro, mi general. Pienso estar de vuelta en pocas semanas. Lo que yo tarde en volver no depende de mí, sino de cuánto permitirá Dios que viva mi madre'.
Esa noche, Sorolla se despidió de Gilaberte y le prometió limpiar las bujías del motor. 'Mañana es 25 de mayo', le dijo. 'El Opel tiene que andar como una seda'.
El chofer recordaría la frase al día siguiente, cuando bajó a calentar el auto para llevar al general hasta el parque Los Caobos. Entonces sucedió algo imprevisto. Perón acababa de leer en el diario que a la recepción de la embajada argentina acudirían 100 personas, y decidió él también aumentar el número de sus invitados. El día anterior, su amigo Miguel Silvio Sanz -jefe de Seguridad de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y uno de los hombres más perversos del régimen- le sugirió que invitara a su inmediato superior, Pedro Estrada, un funcionario de modales aristocráticos y cultura refinada, que había organizado la más temible red de espías y asesinos de la historia de Venezuela. El general se enorgullecía de esas amistades. Si Estrada acudía a El Rosal, la carne que hemos comprado va a ser insuficiente, le dijo a Gilaberte. Antes de que salgamos para Los Caobos, vaya por más asado y más chorizos.
Esa misma mañana de sábado, antes del amanecer, Sorolla había colocado una carga poderosa en el block del motor. Tres o cuatro décadas más tarde no recordará qué tipo de explosivo era. También Cabanillas lo ha olvidado. 'Era suficiente para matar a Perón, eso sí tengo claro', dirá la segunda tarde, en la oficina de la calle Venezuela. 'No sé por qué fallamos. La suerte estaba del lado equivocado, como siempre sucede'.
Sorolla sabía muy bien qué hacer. La rutina de Gilaberte consistía en calentar el motor durante cinco a siete minutos, salir del garage y esperar al general, que salía de la casa dos o tres minutos más tarde. El trayecto hasta el parque les tomaba 13 a 15 minutos. Según sus cálculos, la bomba debía estallar cuando el vehículo estuviera en la avenida Andrés Bello, a la altura de El Bosque, no lejos del primer domicilio de Perón. Pero aquella mañana, el chofer ni siquiera se inquietó por el motor. ¿Acaso el Opel no había quedado como una seda? Lo arrancó de inmediato y salió en dirección oeste. Estacionó en la esquina de Venus y Paradero, en la parroquia de La Candelaria, a diez pasos de la carnicería. Acababa de entrar en el comercio cuando la calle se sacudió y el aire se impregnó de humo y astillas de vidrio.
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