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La Normandía que sedujo a Monet

Un intenso recorrido por pueblos y playas del norte de Francia

Una vaca pinta y con anteojos canelos rumiando en un pastizal. Unos acantilados blancos hundiendo sus raíces en el cobalto oceánico. Un monte picudo que apunta al cielo y se diluye en la marea. Son algunas de las imágenes más manidas de Normandía, amén de una batalla que ha dejado aquí y allá marcada su huella en forma de búnkeres y otros siniestros recuerdos de la guerra. Es en esta provincia donde unos arquitectos pragmáticos y geniales crearon el Mont Saint-Michel, donde los alambiques transmutan las manzanas en calvados y donde un puñado de pintores de vanguardia inmortalizó sus impresiones a finales del siglo XIX y principios del XX.

No es de extrañar que Monet, y antes que él Boudin y Jongkind, se maravillara ante la inocencia del paisaje interior -de vocación claramente femenina- y del poder hipnótico del Atlántico, que aquí conoce las mayores mareas de Europa y aporta el contrapunto viril y musculoso (hasta 16 metros desciende el nivel del mar).

Pero además de belleza natural, esta provincia tiene nervio económico. El puerto de El Havre, en la Alta Normandía, es el mayor de Francia tras el de Marsella. Allí, en el valle del Sena, habitado nada menos que por 800.000 personas, se asientan también las principales industrias petroquímicas de la región, además de la Renault. El puerto marítimo-fluvial de Rouen, la capital de esta zona, es, en cambio, el principal en el transporte y comercio cerealístico. Todo lo que produce la Baja Normandía, la que sale en las postales, huele, en cambio, a agro: sidra natural, calvados, buena carne, buen pescado y unos excelentes productos lácteos provenientes en su mayoría de una raza bovina autóctona (la de los anteojos canelos). Los productores de quesos de Camembert, Pont l'Êveque y Livarot -tres de las joyas queseras galas- pagan una prima a los ganaderos que alimentan a sus vacas con forrajes verdes en lugar de piensos a base de cereal. Y entre los productos que estimulan los jugos gástricos del más desganado también se incluye el célebre cordero de pré salé (prado salado) de la bahía del Mont Saint-Michel, mezcla de una raza propia y otra británica, y que se nutre de plantas que crecen en los limos salobres por los que ha pasado el mar.

Pero no fueron las delicias culinarias las que sedujeron a Monet, sino la calidad del aire y la sensualidad de la vegetación. Por eso decidió comprarse una casa en Giverny, para deleitarse y pintar cuanto atrapaba su retina: los matices y el temblor de sauces, rosas, nenúfares y lirios. La delirante naturaleza del jardín diseñado palmo a palmo por el pintor-jardinero le cautivó de tal manera que nunca más sintió necesidad de apartar la mirada de sus arriates para plasmar sus impresiones. En la actualidad, la casa y el vasto jardín de Giverny son visitables y se mantienen con celo: campos vibrantes de amapolas de mil matices de rojo y malva, dedaleras inquietantes y rosas del color de la porcelana antigua. La casa conserva ese ambiente acogedor que siempre tuvo, y en el comedor se exhibe la colección de grabados japoneses de los siglos XVIII y XIX que Monet reunió a lo largo de su vida, enamorado como estaba de la elegante iconografía de Utamaro Kitagawa, Hiroshige y Kunisada Utagawa.

La belleza del aire

'Quiero pintar el aire en el cual se encuentra el puente, la casa, el barco...; la belleza del aire en el que están, y eso es sencillamente imposible', explicó Eugène Monet a un amigo, en una concepción muy taoísta de la armonía. En la actualidad, sus célebres nenúfares y sus senderos floridos se pueden contemplar en el Museo Orsay y el Marmottan de París. En ellos se aprecia la evolución de su pintura, desnuda ya de referencias exteriores y cada vez más abstracta, sincopada y ebria de color, como aparece en su última serie de sauces llorones.

Por lo demás, el jardín de Giverny sería un edén en toda regla si no fuera por el tropel de visitantes que lo asaltan en época estival. Para avanzar por los senderos hay que armarse de paciencia hasta lograr abrirse hueco entre turistas con camisetas de tiras y pantalones cortos, adheridos a una botella de agua mineral.

También sedujeron a Monet, y antes que él a Delacroix y a Boudin, los acantilados de Étretat. Cuando uno se acerca hasta allí, se comprende. Tiene el lugar una belleza sobrenatural. Y más si se contempla bajo la luz sulfurosa de una tormenta de verano. Los exultantes pastos verdes acaban de pronto en un cortado calizo tan vertical que al asomarse a él se arruga el estómago. Abajo, el oceáno, tan poderoso, tan imantador. El cielo ruge y los relámpagos descargan su furia eléctrica sobre el agua. Un chaparrón repentino purifica el aire. Y así, el grandioso escenario se prolonga durante muchos kilómetros, que se pueden recorrer caminando desde arriba o, en marea baja, por las interminables playas de cantos rodados que comunican unas con otras. Esta alternativa es, sin embargo, muy peligrosa, y se hace imprescindible pedir los horarios de las mareas en la oficina de turismo local.

Pero fue en Honfleur, pequeña localidad situada en el estuario del Sena, donde Monet se enamoró de la luz normanda. Por mucho que a un mediterráneo se le antoje opaca, a los impresionistas les debió de entusiasmar su naturaleza cambiante. Si Bonington, Turner, Corot y más tarde los componentes de la escuela de Barbizon ya recalaron anteriormente por allí, fueron Boudin y Jongkind quienes iniciaron a Monet en los secretos de la paleta. Éste, en su joven inconsciencia, se dedicó a caricaturizar a las autoridades locales de forma poco reverente, lo que le valió su enemistad.

Hoy, Honfleur se ha convertido en una población primorosa muy apreciada por el turismo parisiense e inglés. Fue ciudadela fortificada durante la Edad Media, pero sus murallas desaparecieron, como tantas otras cosas, durante la guerra de los Cien Años. Es en torno a su pequeño puerto interior donde se suceden las viejas casas recubiertas de fachadas de pizarra y entramados de madera, las terrazas de los bistrots atestadas de cuerpos ávidos de sol y las tiendas de exquisiteces culinarias y objetos dedicados al olfato (un sentido que los franceses miman de forma especial). Según se asciende por las callejas más alejadas del centro, el trasiego humano se apacigua, y surge una infinidad de pequeñas galerías de arte que, con mayor o menor fortuna, perpetúan el oficio que le dio fama a la ciudad.

En Sainte-Catherine, el antiguo barrio marinero, se instala cada miércoles y cada sábado un mercadillo donde se ofrecen las suculencias locales: andouilles (embutidos), quesos, vinagre de sidra, sablés y frambuesas. Y es allí donde se encuentra la iglesia homónima, construida toda en madera por los carpinteros de ribera hacia 1460, tras la destrucción de la anterior. Se trata de un edificio con campanario exento, cubierto todo de escamas de roble y castaño. El crujir de la madera, la luz abundante y las banderolas marineras que la decoran a modo de guirnaldas ofrecen todo el encanto de su humildad centenaria.

No muy lejos, en Rouen, Monet se deleitó, en cambio, con la piedra. Treinta veces inmortalizó la catedral desde distintos ángulos y bajo diferentes baños de luz. Desde su inicio, en 1145, hasta su conclusión, a comienzos del siglo XVI, el templo es un muestrario modélico de todas las tendencias góticas: desde el estilo sobrio y primitivo de la torre de Saint-Romain hasta el flamígero estilizado de la llamada torre de Mantequilla. El curioso nombre no le viene del color ni de la fragilidad de la mampostería, como cabría pensar, sino de que fue levantada con las limosnas del pueblo, que se privó de mantequilla durante toda la cuaresma (una heroicidad tratándose de normandos, un pueblo que desconoce el sentido de la moderación). En su interior llama la atención la estrecha y elevada nave central, estructurada en tres galerías superpuestas, y la rara luminosidad de las vidrieras góticas.

Es también el fuego el elemento que prevalece en la iglesia de Juana de Arco, en la plaza del Viejo Mercado. Allí, para restaurar la memoria de la patriota canonizada -que, como se sabe, murió achicharrada en la hoguera en ese mismo lugar-, el arquitecto Arretche levantó en 1979 una iglesia y un mercado que, en una curiosa peripecia geométrica, emulan la contorsión ascendente de las llamas. También se respira muerte en el Aître Saint-Maclou, galería de tres plantas construida en el siglo XVI en torno al antiguo cementerio para acoger los huesos excedentes. En los postes de su hermosa armazón de madera aparecen relieves de calaveras y otros símbolos funerarios que, sin embargo, no parecen disminuir la pulsión creativa de la actual Escuela de Bellas Artes, que habita entre sus paredes.

Pero es en el sur, en la Baja Normandía, donde uno se topa con el espíritu rural de la provincia y con reminiscencias de viejas costumbres vinkingas. Las granjas diseminadas por toda la campiña son un ejemplo. Si la masa forestal de la región ha desaparecido casi por completo (no hay recurso natural que los normandos no expriman hasta sus últimas consecuencias), la sensación es, sin embargo, de variedad y de un verde intenso. Ello es debido a que todas las granjas se rodean de un tupido seto de árboles plantados sobre un talud de metro y medio de elevación, a modo de cercado. En este recinto se encuentran la vivienda, el vergel de manzanos y los animales domésticos: gallinas, corderos, cerdos y patos. Estos grandes corrales protegidos constituyen una décima parte de la propiedad, y son una herencia vikinga introducida desde Dinamarca en el siglo IX.

Historia de un tapiz

Porque ésa es otra cuestión: el belicoso pasado normando explica en gran parte su tesón y su empuje actuales. Los normandos, descendientes de los vikingos escandinavos, tienen un pasado de conquistas como pocos. De los siglos IX al XII atemorizaron a media Europa con sus incursiones y sus hazañas piráticas, rivalizando con los musulmanes que asaeteaban el Mediterráneo. Solamente encontraron resistencia, y feroz, entre los gallegos, los astures y los omeyas, que les pararon los pies en Lisboa y en Sevilla.

Para ilustrar el talante guerrero del ducado de Normandía, independiente del reino de Francia, no hay mejor que acercarse hasta Bayeux y contemplar el espectacular tapiz del siglo XI. Allí, a lo largo de 70 metros de longitud, se ilustra, a modo de dibujo animado bordado en lino, la conquista de Inglaterra por Guillermo el Conquistador. Y ello con tal vehemencia y precisión de detalles que el propio Napoleón lo expuso en París con el ánimo de demostrar que la conquista de Inglaterra no era imposible. Pero no acaba ahí la sorprendente historia del tapiz. En la Revolución estuvo a punto de ser cortado a cachitos para cubrir un carro. Hasta que un abogado argumentó que había que conservarlo porque pertenecía al pueblo. Y en la Segunda Guerra Mundial, tras la liberación de París, fue recuperado cuando estaba embalado rumbo a Alemania. A veces la tozudez de la historia se empeña en devolver las cosas a su lugar de origen.

La playa de Omaha, en Normandía, fue el lugar del desembarco de las tropas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, el 6 de junio de 1944.
La playa de Omaha, en Normandía, fue el lugar del desembarco de las tropas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, el 6 de junio de 1944.CATHERINE KARNOW

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