A calzón quitado
Mi amigo el poeta Carlos Marzal sostiene la teoría de que todo hijo de vecino, por juicioso que resulte, posee un resorte en lo más recóndito de su alma capaz de convertirlo, a los asombrados ojos de los demás y sin que él llegue siquiera a sospecharlo, en un maníaco transitorio. Y su misma persona da fe de sus palabras, porque siendo, como es, un tipo sumamente sensato y comedido, basta que se le ponga a tiro un cinturón de seguridad para transformarlo en un perfecto paranoico. Aún no ha terminado de meter el trasero en un coche, y ya está ajustándose el artilugio, comprobando su funcionamiento. Lo he visto atarse concienzudamente incluso cuando entra en mi vehículo para recoger un libro e intercambiar cuatro palabras de despedida, ante la puerta de su casa y con el motor parado. Por mi parte, el botón que me transporta a mis propias catacumbas también tiene que ver con el fenómeno circulatorio. Soy incapaz de controlarlo, me siento al volante y se apodera de mí el espíritu de Atila: degollaría, impasible, al primer conductor que se retrasa en la salida de un semáforo, clavaría astillas incandescentes bajo las uñas de ese tipo que avanza cual tortuga reumática por el carril izquierdo; y así sucesivamente, sin pararme a pensar si se trata de un anciano medio ciego o de un simple novato, y sin querer darme cuenta de que también yo fui primerizo.
Accionas el resorte secreto y ya tienes toda la ordenada estructura de una persona caminando boca abajo. El juez circunspecto que babea postrado ante las botas de cuero de un chulito con una fusta; el tipo taciturno que entra en un estadio para animar a su equipo y se metamorfosea en orangután; la monjita piadosa que, al agarrar la regla de madera, convierte la clase de los párvulos en un purgatorio de manos escaldadas. Así que cuando me hablaron de un tipo, amigo de un amigo, y por lo demás reputado doctor en medicina, que tenía la costumbre de sacársela en mitad de las reuniones sociales en cuanto tomaba un par de copas, me prometí propiciar la ocasión de comprobarlo. Pregunté si calzaba acaso un cacharro que lo hiciera sentir tan orgulloso como para sacarlo a pasear con tanta alegría. Pero no era ese el caso. Sencillamente, se echaba al coleto un par de güisquis, se abría la bragueta y presentaba su pequeño hermano a la concurrencia femenina. No podía evitarlo. Supe que se había subido encima de la mesa en mitad del convite de su boda, con el arma en la mano. Hasta una vez, en un conocido pub de nuestra ciudad, se encaramó a la barra y le arrimó la candela a una ex ministra, que siguió bailando un buen rato sin reparar en el homenaje que le hacían. En fin, que el doctor berza, a través de los relatos de mi amigo -que a su vez se dedica a lamer la cara de las mujeres con que se cruza en la discoteca en cuanto se fuma dos canutos- se convirtió en mi heroe. Hasta que una noche conocí al pistolero más rápido del oeste en una cena organizada por mi colega el lamerostros, y la verdad es que simpatizamos pronto. Seríamos no menos de veinte, entre hombres y mujeres. Sin embargo, terminado el postre y después de la primera ronda, el doctor seguía tan formal. Pero yo no me resignaba a perderme el espectáculo, así que decidí provocarlo: me retiré hacia la cocina y, desde una posición en la que sólo podían verme él y un par más de compinches, le mostré el material. Se levantó como un resorte y, en menos que canta un gallo, ya tenía los pantalones por los tobillos, ante la incredulidad de algunas de las damas que desconocían su faceta exhibicionista. Casi no me dio tiempo de abrocharme la bragueta. Llegó hasta mí y se me abrazó sollozando, con la polla fuera. ¿A ti también te pasa, hermano?, me dijo. Sócrates nos recomendó que nos conociéramos a nosotros mismos; y quizá sí, quizá sea posible llegar a conocernos, pero ¿quién es capaz de domar a ese energúmeno que de vez en cuando se empeña en suplantarnos? Algo, cualquier pequeño soplo del viento, empuja el resorte mágico y ya estamos convertidos en Mary Poppins, o en el hombre lobo, según los casos.
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