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TRES MIL QUINIENTOS CARACTERES
Columna
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Colisión entre planetas

Sonia ha salido con sus compañeras de trabajo. Una de ellas celebra su despedida de soltera. Desde que se casó, frecuenta poco los bares de copas; así que, después de los dos primeros cubatas, el garito de la playa en que se encuentra comienza a flotar como un viejo buque pirata cuya vela es la luna. Agosto recobra la temperatura de promesa que tuvo años atrás, cuando la vida extendía sus aguas infinitas para que ella navegara todos sus océanos. Hola, ¿cómo te llamas, guapa? Sonia regresa de alta mar y comprueba que, en la costa, sus compañeras ríen y conversan muy animadas con los amigos de ese desconocido que acaba de preguntarle por su nombre. La verdad es que el tipo no está mal, de modo que se siente halagada y le contesta con una sonrisa. A los cuarenta años, no viene mal una dosis de autoafirmación y, además, un poco de palique no compromete a nada. Por no parecer descortés, Sonia acepta la copa a la que su interlocutor se empeña en invitarla. Procura seguir una conversación en la que los temas más apasionantes resultan ser la cantidad de gente que abarrota el local y el calor que está haciendo ese verano. Pero la cosa se pone peor al desembocar en lo que podríamos denominar temas personales. Resulta que el tipo trabaja como vendedor de coches y cuando ella, por responder algo a su confidencia, le dice que su marido tiene la absurda idea de cambiar el suyo, él se obstina en detallarle todas las ventajas de un nuevo modelo que está promocionando la marca de automóviles a la que representa. Y la lista parece interminable. Cuando su nuevo amigo entona la alabanza de la suspensión del trasto, Sonia comienza a mirar de reojo a sus compañeras, que siguen charlando con los demás marinos, encantadas de lo que a ella comienza a parecerle un abordaje corsario en toda regla. Así que, ya un poco nerviosa, va engullendo su cubata apresuradamente y, cuando el vaso está vacío, ya ha rechazado dos invitaciones: no, no le apetece bailar, y menos aún dar un paseo por la orilla de la playa.

El horizonte abierto de la noche se va convirtiendo en un oscuro zulo donde un extraño trata de sujetarla por la cintura mientras la interroga sobre su edad, su profesión y hasta sobre sus preferencias gastronómicas. Pero ella ya hace mucho tiempo que sólo ve la pequeña verruga que su inquisidor tiene en la parte derecha de la nariz, hasta que esa verruga adquiere el tamaño de un planeta despoblado y árido, surcado por el bramido de un viento glacial. Y piensa en el momento de regresar a casa. Entrará en la habitación de su hijo y lo besará en la frente, sin despertarlo.

Por fin, el hombre de la verruga planetaria se disculpa -necesita ir al servicio-, no sin antes asegurarle que estará de vuelta en un minuto y de rogarle que lo espere. No resulta fácil avanzar entre ese mar de cuerpos que sudan y se agitan y, antes de que Sonia tenga tiempo de despedirse de sus amigas, alguien que camina pegado detrás de ella la toma por la cintura y se repite la historia: hola, cómo te llamas, guapa? Mientras ella se da la vuelta, el tipo comienza a quejarse de la cantidad de gente que abarrota el local, del calor que está haciendo ese verano... y la invita a un cubata. Y entonces, como si hubiera salido de su cuerpo y lo contemplara todo desde un lugar alto, sereno y desolado, ella ve la escena con una hiriente nitidez: en la noche sin fondo de los siglos, una reseca calavera agita incansable sus mandíbulas. Y el oído sordo del mundo finge escuchar sus ridículas plegarias.

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