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Tribuna:
Tribuna
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Los límites de la justicia penal

Hace unos días encontré en el contestador del teléfono el mensaje de un redactor de este periódico que solicitaba mi opinión sobre la reacción del Gobierno y del Parlamento del País Vasco a los sucesivos y conocidos autos del juez Garzón. Como ese mismo día se publicaban ya las opiniones de otros colegas sobre el mismo asunto y la mía, aunque no concuerda por entero con ninguna, tampoco se aleja de ellas de manera significativa, me consideré dispensado de contestar esa solicitud. Más tarde, con más reflexión y algún estímulo exterior, he pensado que, aunque sea extemporáneamente, ya que se me ofrece la ocasión, debo aprovecharla, no sé si para aumentar la confusión o para ayudar a despejarla. Juzgue el lector.

Como no se trata de hacer un estudio académico ni un dictamen profesional, comenzaré por confesar que escribo sin tener delante los famosos autos, que sólo conozco a través de los periódicos y respecto de los que por tanto hablo de memoria, y que mi conocimiento del derecho procesal penal es más bien superficial, para decirlo con benevolencia. Confío, sin embargo, en que ni lo uno ni lo otro debilite gravemente una opinión que pretendo fundamentar sólo en principios y normas constitucionales.

Los mismos principios y las mismas normas que me han llevado siempre a desconfiar de la utilidad de la vía penal, cuya licitud no niego, para poner fuera de la ley a Herri Batasuna, y a lamentar públicamente el sesgo cuasi penal que se ha dado a la Ley de Partidos y la bizarra configuración del procedimiento que en ella se prevé. A mi juicio, la ilegalización de un partido político como tal, no como asociación, es un asunto constitucional que sólo el Tribunal Constitucional debería conocer. Lamentablemente, la última vez que sostuve esa tesis en este periódico cometí un estúpido error al referirme a las constituciones francesas. Ese error, por el que pido perdón a mis lectores, no viciaba sin embargo, ni poco ni mucho, un razonamiento que sigo considerando válido. Seguramente hubo muchas razones más o menos circunstanciales para que ningún grupo político se dejase convencer por él, pero la más profunda es, creo, la que viene de esa perturbadora fascinación que sobre casi todos nuestros políticos y buena parte de nuestros jueces ejerce la justicia penal, en la que parecen ver, a la vez, la coronación del Estado de derecho y el arma decisiva, la última ratio en las contiendas políticas.

Es un fenómeno que tiene sus raíces en la ideología dominante en nuestro tiempo y se manifiesta en casi todos los países de nuestro entorno, incluso en la cabeza del imperio, pero que, como otros muchos, presenta entre nosotros rasgos especialmente brutales y alienta decisiones esperpénticas. Las últimas, hasta el momento, las de las anunciadas querellas del Gobierno y del Parlamento vasco contra el juez Garzón. Esperpénticas no sólo por su falta de fundamento, a mi juicio obvia, sino sobre todo por su absoluta inutilidad para hacer valer las razones jurídicas, que tanto el Gobierno como el Parlamento podrían aducir para discrepar de las decisiones judiciales en relación con la celebración de manifestaciones, en un caso, y con la disolución del grupo parlamentario que acoge a los elegidos en las listas de Herri Batasuna, en el otro. Lo correcto hubiera sido, entiendo, recurrir esas decisiones, pues aunque ni el Gobierno ni el Parlamento son parte en el proceso penal que ha dado lugar a los autos, tanto el uno como el otro pueden apoyar su legitimación en la existencia de un interés legítimo, que no cabe negar a instituciones cuya colaboración ha sido requerida por el propio juez y que, para atender esa solicitud, han de adoptar medidas que inciden directamente sobre los derechos de personas que tampoco son parte en tal proceso. Menos claro es, por la deficiencia de nuestra legislación, el camino a seguir tras la resolución de esos recursos, si no fueran estimados. El tenor literal de los preceptos que regulan las dos vías posibles para acudir al Tribunal Constitucional, la del recurso de amparo y la del conflicto de competencias, no se acomodan a un supuesto como el presente, pero tampoco hacen resueltamente imposible utilizarlas y la necesidad, inexcusable en un Estado de derecho, de dar solución jurídica a todos los conflictos imaginables, justifica sobradamente la interpretación forzada.

La posibilidad de utilizar la vía del recurso en lugar de la estrambótica e inútil de la querella es, a mi juicio, tan clara, que la decisión de no utilizarla quizá no deba explicarse sólo por la fascinación de los políticos por la justicia penal; quizá, sin excluirla, esa motivación se combine con otra, más oscura: el deseo de no diluir el enfrentamiento político en un debate jurídico, para lo cual nada mejor que hacerlo imposible planteándolo en términos a la vez inadecuados y plausibles. Pero ese temor ha de quedar aquí de lado, pues aunque el juicio de intenciones es elemento casi indispensable en el discurso político, no tiene cabida en el jurídico.

La renuncia de los órganos estatutarios del País Vasco a utilizar los recursos a su alcance no ha impedido, por fortuna, que el contenido imaginable de esos recursos y su resultado probable estén siendo debatidos en los medios de comunicación. Para unos, los recursos estarían condenados al fracaso porque el Gobierno y el Parlamento han de limitarse a ejecutar las decisiones del juez de instrucción; para otros, de los que estoy más cerca, la situación es más bien la contraria.

Es evidente que el obligado cumplimiento de las decisiones judiciales firmes es un elemento inexcusable del Estado de derecho, pero igualmente evidente es que no es el único. El poder judicial está limitado por el ámbito que la Constitución reserva a los demás poderes y la primacía de la justicia penal sobre los demás órdenes jurisdiccionales, por omnisciente y justo que sea quien la ejerce, no abole las complejas reglas sobre la división de competencias entre los distintos juzgados y tribunales, cuyo cumplimiento estricto todos podemos invocar al amparo de nuestro derecho fundamental al juez predeterminado por la ley. Ni pueden, por supuesto, las autoridades cuya colaboración solicitan los jueces para la ejecución de sus decisiones, prescindir para prestarla de las obligaciones que la Constitución y las leyes les imponen.

Estas consideraciones elementales llevan a pensar que el extenso proceso que se sigue contra Herri Batasuna no ha desplazado a favor del juez que lo instruye, la competencia que, en relación con el derecho de reunión y manifestación, tienen la Administración del País Vasco y los órga

nos judiciales del orden contencioso administrativo en ese territorio, ni ha dejado en suspenso la potestad del Parlamento para establecer su propio Reglamento ni la obligación de sus órganos de dirección de atenerse a él. Pero con esta verificación no se llega muy lejos, especialmente en relación con el derecho de reunión y manifestación, respecto del cual sólo dos cosas me parecen claras: que el juez instructor carece de competencia para prohibir directamente manifestaciones y que el consejero del Gobierno vasco, que sí la tiene, ha de prohibir las que se soliciten en nombre de Herri Batasuna. Más allá de ese límite comienzan las dudas y, desgraciadamente, es ahí donde empieza también la realidad. Es cierto que una manifestación convocada en su propio nombre por don Arnaldo Otegi equivale sustancialmente a una manifestación convocada por Herri Batasuna, pero el derecho que ejerce es el suyo propio, no el de la asociación, y no parece fácil negárselo arguyendo que se trataría de un fraude de ley o aplicando, a contrario, la doctrina que permite atribuir a personas físicas los ilícitos cuyos autores formales son personas jurídicas. Sería, además, muy probablemente, un esfuerzo inútil, pues verosímilmente ese señor tendrá parientes y amigos dispuestos a hacer lo que a él se le niega para conseguir el mismo resultado. De otra parte, es también claro que cabe temer que en una manifestación de ese género se exhiban pancartas o símbolos de Herri Batasuna que la policía debería retirar en ejecución de la decisión judicial que ha suspendido sus actividades, y que la probabilidad de que se produzcan a consecuencia de ello desórdenes públicos puede aconsejar su prohibición. El consejero del Gobierno vasco competente en la materia no puede atajar el riesgo de desórdenes tolerando las actividades ilícitas, aunque para impedirlas se hayan de producir enfrentamientos entre nacionalistas vascos, sino sólo prohibiendo la manifestación. La ponderación entre los dos males contrapuestos que son, de una parte, el riesgo de desorden, y de la otra, la restricción de una libertad, es, sin embargo, tarea suya, aunque su decisión pueda ser revisada por la jurisdicción competente, que no es, desde luego, la jurisdicción penal.

Más nítidos son los límites de ésta en relación con la vida interna de los Parlamentos que cuentan entre sus miembros con representantes elegidos en las listas de Herri Batasuna. Tan claros que, con una curiosa ambigüedad, el juez instructor parece dejar 'al arbitrio' de esos Parlamentos la ejecución de su acuerdo de disolver los correspondientes grupos parlamentarios. La coherencia jurídica de tal acuerdo no es desde luego evidente, pues el grupo parlamentario no es órgano del partido suspendido. Quienes lo integran han sido elegidos con los votos de electores, que en unos casos serán miembros de Herri Batasuna y en otros no, y en todo caso no representan ni a ese partido ni a sus electores, sino a la totalidad de la comunidad política vasca, de la que forman parte también quienes no los han votado e incluso quienes se sienten permanentemente amenazados por el complejo delictivo del que Herri Batasuna forma parte. Pero aun dejando de lado esas razones, que algunos desdeñarán como producto de un formalismo ajeno a la realidad, lo cierto es que la decisión de suspender las actividades del partido en cuyas listas fueron elegidos deja a salvo la validez de los mandatos parlamentarios y que, mientras éstos existan, los titulares de esos escaños tienen derecho a ejercer sus funciones en condiciones de igualdad con los demás miembros del Parlamento del que forman parte. Esa doctrina reiterada del Tribunal implica, en muy primer lugar, la necesidad de que la regulación de la actividad de todos los parlamentarios se haga mediante normas generales que a todos se han de aplicar por igual, o, dicho de otro modo, mediante un Reglamento cuya aprobación y modificación corresponde a la propia Cámara. La imposibilidad de que el juez penal pueda imponer a los miembros de un Parlamento el sentido de su voto es tan extravagante que no necesita ser glosada. Como se ha visto en el caso navarro, la inexistencia de norma reglamentaria puede ser suplida, sin intervención del pleno de la Cámara, mediante una resolución complementaria de su presidencia, pero las reservas que el Tribunal Constitucional ha expresado respecto de la capacidad de ese género de resoluciones para introducir modificaciones sustanciales en los reglamentos, permite albergar algunas dudas sobre la inatacabilidad del acuerdo subsiguiente.

Muchas cosas quedan por decir, pero aunque, como en muchas otras ocasiones, mi propósito de ser breve se ha ido al traste, no resisto la tentación de añadir, antes de finalizar, dos breves consideraciones más o menos laterales y estrechamente conectadas entre sí. Una, la de que no puede contemplarse sin alguna ironía el hecho de que quienes con más energía y rotundidad afirmaban hace pocos meses que la única vía utilizable frente al intolerable desmán de Herri Batasuna era la penal, sean, en muchos casos, los que también ahora afirman, con la misma determinación, que ésta ha traspasado sus límites. Otra, la de que quienes tienen en sus manos el poder tremendo de castigar, y en especial los jueces de instrucción, que entre nosotros tienen una enorme capacidad de iniciativa para poner en marcha el ius puniendi del Estado, están obligados, como el resto de los jueces y un poco más que los demás, a ejercer la virtud de la autolimitación, seguramente más necesaria en ellos que en los magistrados del Tribunal Constitucional, que es de quienes la teoría suele exigirla.

Francisco Rubio Llorente es catedrático emérito de la Universidad Complutense y titular de la Cátedra Jean Monnet en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.

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