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Los 'papeles': la hora de la política

Francesc de Carreras

El conflicto de los llamados papeles de Salamanca ha pasado de ser un asunto de técnica archivística, siempre discutible y en el que un profano no debe entrar, a constituir un asunto de dignidad humana, de derechos de determinadas personas afectadas, y como trasfondo, una secuela mal cicatrizada de la ya lejana guerra civil. En definitiva, un asunto político.

Estaba claro que la documentación depositada en el archivo salmantino era, por definición, un botín de guerra cuya pervivencia, con el tiempo, podía justificarse para facilitar la labor de los estudiosos en la materia. Ahora bien, si son ciertas las noticias aparecidas estos días, el botín va mucho más allá de la mera documentación oficial: allí hay objetos robados que son propiedad de personas y que a ellas deben ser devueltas, bien voluntariamente, bien por la adecuada vía judicial. Un saqueo que vulnera derechos individuales al amparo de una victoria militar no puede quedar impune en un Estado de derecho. El propósito de este artículo no es, sin embargo, encender los ánimos, sino enfriarlos. Por ello, intentaremos enfocar el tema con la mayor objetividad posible.

Dos cuestiones deben quedar claras de antemano. En primer lugar, según se desprende de la lectura de los periódicos de estos días, allí se encuentran archivados tres tipos de objetos: a) documentos administrativos, de carácter oficial, pertenecientes a la Generalitat republicana, a la administración del Estado en Cataluña o a las entidades locales; b) documentos pertenecientes a personas jurídicas, como son partidos, sindicatos, asociaciones u otras de análogo carácter; c) documentos u otros objetos pertenecientes a personas individuales que deben seguir siendo propiedad suya o de sus herederos. En segundo lugar, está justificado que exista en España un archivo centralizado en torno a la guerra civil, con el objeto de que sea utilizado por los estudiosos o para resolver asuntos administrativos. Se trata del tan invocado principio de 'unidad de archivo', perfectamente razonable y no incompatible con los derechos que se deducen de lo dicho anteriormente.

Ahora bien, si existe un conflicto entre la necesidad de un archivo unitario y un derecho de propiedad individual, no hay duda de que prevalece este último. Más allá de la disputa jurídica, se han hecho públicos estos días patéticos dramas humanos que cualquiera debe comprender: que la hija de Carrasco i Formiguera deba reclamar el testamento de su padre, que Carles Fontserè pida recuperar sus propios carteles o que le sean devueltas a Teresa Pàmies las cartas que le escribía Tomàs Pàmies, el entrañable protagonista de Testament a Praga, nos retrotraen a tiempos ya pasados. Estas personas no quieren consultar ni recibir microfilmes o fotocopias de nada: quieren, simplemente, recuperar lo que es suyo y les fue arrebatado por la violencia física al estar en el bando de los derrotados en la guerra civil. No lo quieren tampoco por su valor material o histórico, sino por su valor sentimental y humano. Por tanto, debe serles devuelto sin más. Una vez se les haya devuelto, si ellos lo consideran oportuno, pueden donarlo a quienes quieran o pueden consentir que sea reproducido y que figure en el archivo que deseen. Pero en todo caso, esta decisión sólo depende de su libre voluntad.

Más justificado es que la documentación pública sea depositada en un archivo general. Ahora bien, ahí también debe distinguirse entre la Administración pública, que no tiene un propietario concreto, y las personas jurídicas con relevancia pública -sindicatos y partidos, por ejemplo-, que no tienen unos herederos claros. Ambas partes, en estos supuestos, deberían mostrar una cierta flexibilidad si es que tienen voluntad de llegar a un arreglo. En todo caso, es ahí donde las técnicas de reproducción pueden prestar un buen servicio: ayudar a tener el documento original o su copia es, en definitiva, algo secundario. Al fin y al cabo, en un archivo histórico lo que se consulta siempre son copias para no deteriorar los documentos originales. Se trata, por ambas partes, de llegar a un pacto razonable.

Por último, dos últimas cuestiones, de importancia no menor. Primera, este asunto no debe ser motivo para que se enfrenten dos pueblos: salmantinos contra catalanes o viceversa. Sin duda no se trata de eso. Ahora bien, en este punto, algunas reacciones salmantinas ante la visita de unos ciudadanos catalanes han sido deplorables y han mostrado la cara, muchas veces oculta, de un crispado nacionalismo español. El vicepresidente del Gobierno de Castilla y León, miembro del PP, ha dicho que el asunto está cerrado y que no necesitan 'explicaciones ni leccciones de nadie', y el secretario general del PSOE de la misma comunidad ha dicho que su partido 'no va a consentir que se utilice a Salamanca y sus fondos culturales como objeto de deseo de otra comunidad'. Los periódicos salmantinos, por su parte, han dedicado a la visita de la delegación catalana editoriales e informaciones, reproducidas ayer en estas páginas de EL PAÍS, propias de un casticismo profundo, aquel que tanto criticó Unamuno. Hay que decirles, con toda cordialidad, que reflexionen y atiendan a la razón. Así se expresó, en el tono y en el fondo, un nacionalista como Toni Strubell, el portavoz del grupo de visitantes catalanes.

Para acabar, el siempre cauto y sutil Mariano Rajoy esta vez ha metido la pata y haría bien en estudiar el asunto a fondo. No se trata de un problema ya resuelto ni debe sólo dejarse en manos de técnicos en archivística. Se trata de un asunto envenenado, que afecta a derechos de las personas y a las heridas que dejó una guerra civil que no debemos olvidar, pero que debe seguir siendo cosa del pasado sin dejar resquicio alguno para que problemas de entonces se replanteen en el presente. Se trata, en definitiva, de un asunto que puede y debe ser resuelto por las autoridades políticas, dando a cada uno lo que es suyo y, a la vez, facilitando al máximo las tareas de los investigadores y de la Administración. Dejarlo pudrir, alegando falsas razones técnicas, constituiría un grave error.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

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