Reforma militar a paso de buey
Los ascensos al generalato fueron la piedra de toque de la autoridad del Gobierno sobre el Ejército
El general Pedrosa se quedó con el ramo de flores preparado para Carmen Romero, pero Felipe González, que acudió sin su esposa, se llevó de la base de El Goloso (Madrid) una cerrada ovación de los militares, a quienes sedujo con una breve arenga en la que no faltaron alusiones a España, 'Patria común de todos los españoles'.
El 8 de diciembre de 1982, al día siguiente de su primer Consejo de Ministros, el presidente, acompañado por su flamante ministro de Defensa, Narcís Serra, acudió a celebrar la Inmaculada, patrona de Infantería, a la División Acorazada Brunete, con misa de campaña incluida, pese al intenso frío y la escasa práctica religiosa de los nuevos gobernantes.
Los socialistas eran conscientes de que, si el 23-F había fracasado, era porque los insurrectos no consiguieron que los tanques de la Brunete recorrieran los 17 kilómetros que les separan de Madrid. También lo sabía ETA, que el 4 de noviembre, en el interregno entre las elecciones y la investidura de Felipe González, asesinó al general Lago, antecesor de Pedrosa.
'Ni Narcís sabía lo que iba a hacer ni, de saberlo, habría podido hacerlo si lo llega a anunciar antes'
Con el Ejército zarandeado por terroristas y golpistas -la última conjura estaba prevista para el 27-O, víspera de la cita con las urnas-, Serra recibió de González un único encargo: enterrar bajo siete llaves el fantasma de la involución, resolver la llamada cuestión militar que atenazaba a España desde hacía casi dos siglos.
En aquellas fechas, un golpe de Estado resultaba inviable, ya que el 23-F no sólo había vacunado a las Fuerzas Armadas sino que, en palabras de un coronel, las había 'abochornado con su esperpéntica puesta en escena'. Además, el abrumador triunfo del PSOE puso fín a la inestabilidad política que caracterizó la última etapa de UCD y sirvió de caldo de cultivo a la involución. Pero eso es algo que entonces nadie podía dar por sentado. Y los socialistas no estaban dispuestos a comprobarlo.
Serra dejó el Ayuntamiento de Barcelona para dirigir un ministerio que físicamente no existía. Su aparato administrativo estaba realquilado en dos plantas del Cuartel General del Aire y el ministro tenía un despacho en el Palacio de Buenavista, sede del Estado Mayor del Ejército. En su órgano de dirección sólo había dos civiles, el subsecretario Eduardo Serra (que sería primer ministro de Defensa del PP) y el director de Asuntos Económicos, Jesús Palacios.
Como único apoyo, Serra se trajo a los dos luises, Reverter, que engrasaría las relaciones con los generales, mostrándose especialmente obsequioso con sus esposas, y Ballvé, secretario personal del ministro. Con tan endebles mimbres debía controlar tres ejércitos que, pese a su unificación en 1977, seguían funcionando como tres ministerios independientes.
El único bagaje militar de Serra, que ni siquiera había hecho la mili, era la exitosa organización del Día de las Fuerzas Armadas, celebrado en Barcelona en mayo de 1981. Por su aspecto físico, trayectoria política y formación cultural, Serra era un extraño entre los generales y seguramente lo seguía siendo cuando abandonó el cargo, nueve años después.
Su talante tenía poco que ver con la camaradería tradicional de los militares y, a juicio de quienes le conocen, quizá acentuó su trato distante para afianzar una autoridad que incluso legalmente era todavía precaria. Pese a ello, se ganó el respeto y la lealtad, esta última virtud se presupone, de la mayoría de sus subordinados.
Aunque en los escaños del PSOE se sentaban Juli Busquets y Carlos Sanjuán, dos diputados procedentes de la UMD -la organización clandestina creada por militares demócratas en los estertores del franquismo-, Serra prescindió de los úmedos. 'Es verdad que se podía haber contado con alguno de ellos y que quizá se tardó demasiado en rehabilitarlos [hubo que esperar a 1986, aprovechando el relevo de la cúpula militar], pero actuar de otra forma habría reavivado los rescoldos golpistas', afirma uno de sus colaboradores de primera hora.
El ministro se apoyó en el equipo heredado del último responsable de Defensa de UCD, Alberto Oliart, su mejor consejero en aquellos tiempos. La continuidad del segundo Serra, Eduardo, padre del programa FACA, que sirvió para comprar los cazabombarderos F-18, tranquilizó a Washington y también al Ejército del Aire, aunque éste se mostrase contrariado por la reducción del número de aviones. Al otro subsecretario, el almirante Liberal, lo convertiría en 1984 en el primer Jefe del Estado Mayor de la Defensa y, en teoría, máximo responsable militar.
La reforma no habría sido posible sin un puñado de militares, muchos de ellos formados durante la transición en torno a Gutiérrez Mellado. Desde posiciones menos comprometidas que la UMD, se identificaron con la Constitución y con la idea de superar el pretorianismo y avanzar hacia un Ejército apartidista y profesional.
Pero quizá el legado más útil de Oliart fue el teniente coronel Emilio Alonso Manglano, que, desde el servicio secreto Cesid, mantenía bajo control a los sectores ultras. Sus informes y los consejos del general Veguillas -uno de tantos militares demócratas asesinados por ETA- sirvieron a Serra para su delicada política de ascensos.
El acceso al generalato se convirtió en piedra de toque de la autoridad del ministro. Durante meses, ni un solo militar estrenó el fajín de general y ello debido a que el Consejo Superior del Ejército, en el que se sentaban todos los tenientes generales en activo, se negaba a facilitarle la lista completa de clasificados para el ascenso, ofreciéndole sólo una terna.
Serra acabó imponiendo su criterio, aunque en la práctica aceptó casi siempre la propuesta del Consejo. 'A los coroneles que mandaban regimientos durante el 23-F les tocaba ascender y, salvo informaciones contrastadas, lo hicieron, aunque se limitó la carrera de los sospechosos a puestos que no fueran críticos', afirma un antiguo responsable del ministerio.
Salvo algún sobresalto, como el cese del capitán general de Valladolid, Fernando Soteras, tras unas declaraciones en favor de los 'caballeros' que intentarron acabar con la democracia en 1981, Serra dedicó su primer año a esperar y ver, confiado quizá en que el paso del tiempo fuera renovando los escalafones más altos del Ejército.
En aquella época tenía como uno de sus libros de cabecera La reforma militar de Azaña, de Michael Alpert. Hay quien asegura haber escuchado a Serra decir: 'Hay que hacer en diez años lo que Azaña intentó en dos'. Lo sucedido parece avalar la veracidad de la anécdota, pero quienes estuvieron en el ojo del huracán se muestran más escépticos: 'Ni Narcís sabía lo que iba hacer ni, de haberlo sabido, habría podido hacerlo si lo llega a anunciar antes'.
En realidad, muchas iniciativas no surgieron de los responsables políticos sino de los militares reformistas. Como el Plan Meta, diseñado por el general Íñiguez en la división de Planes del Ejército. Con 350.000 hombres -casi el triple que ahora- la dimensión de las Fuerzas Armadas era tan impresionante como su falta de operatividad. Los ascensos sin vacante habían creado tapones en los empleos intermedios y una estructura hipertrofiada. La mayoría del material estaba obsoleto y la falta de repuestos se paliaba canibalizando los equipos. 'Hacíamos verdaderas maravillas con los alambres', recuerda un oficial, formado en la penuria.
El convenio con EE UU había acostumbrado desde 1953 a la Marina y la Fuerza Aérea a relacionarse con militares extranjeros, pero el Ejército de Tierra seguía volcado en el interior y los oficiales que habían seguido cursos fuera de España constituían la excepción. Tras una larga conversación con Felipe González, Serra aprovechó el primer Consejo de Ministros para congelar la integración en la OTAN, pero sin abandonar ninguno de los comités a los que se había incorporado desde mayo. La traducción era: OTAN, de entrada sí, ya veremos cómo.
En éste como en otros asuntos, Serra impuso su 'ritmo de buey' -en palabras de un general-, que agotaba la paciencia de los inmovilistas más resistentes. La reforma de la jurisdicción militar no se abordó hasta 1995, a pesar de las tensiones con el Consejo Supremo de Justicia Militar, y la regulación de la carrera militar tuvo que esperar hasta 1989.
El primer paso, en 1984, fue la reforma de la Ley de Criterios Básicos de la Defensa Nacional, que disipó cualquier ambigüedad sobre la subordinación de las Fuerzas Armadas al Gobierno legítimo. La Junta de Jefes de Estado Mayor dejó de ser el 'órgano superior de la cadena de mando militar' para convertirse en mero órgano asesor y los jefes de los ejércitos pasaron a ejercer sus funciones 'bajo la autoridad y directa dependencia del ministro de Defensa'.
La ley se pactó con el principal partido de la oposición, Alianza Popular, que contaba con el asesoramiento de un comandante jurídico, Federico Trillo-Figueroa.
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