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EL CONFLICTO DE LAS AMBULANCIAS

María, abandonada y sin fuerzas en mitad de la calle

Pedro Campos dice que su mujer siempre ha sido una 'polvorilla', que jamás se está quieta. Pero ayer, con 82 años a cuestas y tras una sesión de cuatro horas de hemodiálisis en la clínica de la Fuensanta (Arturo Soria, 17), María se sentía muy cansada. Desde una silla de ruedas pensaba en cómo volver a su casa, en la calle de Polibea 12, en el barrio de la Concepción. Un viandante, a paso normal, no tardaría más de cinco minutos en recorrer la distancia que separa el centro sanitario de la vivienda de la octogenaria. Pero María, enferma y agotada, no podía caminar.

Su marido, Pedro, un antiguo cobrador de la EMT de 85 años y enfermo de cáncer de vesícula, tampoco tenía fuerzas para empujar la silla de ruedas. Incluso, se atascó en una pequeña rampa que separaba la sala de hemodiálisis de la salida. Sólo con un esfuerzo supremo del anciano, la silla de ruedas de María pudo llegar hasta la acera. Pedro llamó entonces por teléfono a un taxi. Ya sabía que ninguna ambulancia iría a recogerlos como los otros días.

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En la acera, María, casi sorda,esperaba sentada en su silla con la mirada perdida. Varios taxis libres pasaron por delante, pero ninguno era el suyo. Hartos de esperar, la pareja decidió montarse en el primero que pasara. El primero que pararon se negó a llevarlos, a pesar de que tenía el piloto verde encendido: 'Yo no los puedo llevar, pero vienen más detrás', les espetó el taxista.

Después de esperar más de diez minutos, por fin consiguieron que un taxi parara. Un viandante musculoso y una joven con poca fuerza que pasaban por allí ayudaron a María a sentarse en el asiento del copiloto, mientras Pedro miraba a su mujer con cara de impotencia y cariño. 'Comprendo que la gente se tenga que poner en huelga, pero nosotros no podemos venir solos un día sí y otro no a la hemodiálisis', se quejó en voz baja el anciano. En la acera de la calle de Arturo Soria, frente a la clínica de la Fuensanta, quedó abandonada la silla.

Cuando el taxi arrancó, a las cinco de la tarde, había mucho tráfico en la zona norte de Madrid. La casa del matrimonio parecía estar más lejos de lo que realmente estaba. Cuando llegaron a la calle de Polibea, ni María ni Pedro habían recuperado sus fuerzas. La anciana no podía andar, era un peso muerto. Mientras, Pedro, desesperado, abría la puerta del bloque, porque no podía hacer otra cosa. El taxista y una viandante acercaron a la enferma hasta la puerta con mucha dificultad. Allí quedó, sentada en un escalón, en plena calle, y con las piernas estiradas. El taxista cobró sus cuatro euros y se fue.

Aún sentada, la anciana se agarró a la joven: 'No me sueltes, no me sueltes', rogaba. Pedro pidió entonces ayuda a su vecina Choni. Pero las fuerzas de Choni y de la joven no eran suficientes. Tuvieron que despertar de la siesta a Manuel, marido de Choni. Dos escalones en la calle, varios más a la entrada y dos pisos sin ascensor eran demasiados para dos mujeres solas. 'Nuestro hijo', se justificaba Pedro ante la ayuda de sus vecinos, 'no vuelve hasta las diez menos cinco de la noche. Es que tiene que trabajar'. Choni, la viandante y Manolo, aún en pijama, subieron a la anciana hasta la casa. Manolo tenía que empujar con sus pies los de María para que ésta pudiera subir los eternos escalones: 'Manolo, déjame, no te molestes, que peso mucho. Choni, vete a casa, que bastante tarea te doy todos los días'.

Cuarenta minutos después de haber salido de la clínica Fuensanta, María quedó sentada delante de la mesa de su vivienda. Pedro le calentó la comida.

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