De Filippo, por la puerta grande
Uno. "Pecados intolerables son la vanidad, la envidia y la debilidad de carácter. Cualidades buenas, el espíritu de adaptación, pero no la renuncia; la comprensión de los defectos ajenos, pero no su aceptación". Así hablaba, como un Montaigne napolitano, el gran Eduardo de Filippo. Una bestia de teatro, un "hijo del arte", el figlio di Pulcinella (su padre, Eduardo Scarpetta, creador de un Pulcinella urbano, callejero, contemporáneo), que subió a la escena por vez primera a los tres años y dijo, poco antes de morir, a los 84, convertido en una gloria nacional: "Mientras haya una brizna de hierba sobre la tierra, habrá otra brizna fingida sobre el escenario". Le acusaron de localista, pero sus comedias, nacidas "de la atención, de la experiencia, del espíritu de búsqueda", fueron aplaudidas en Inglaterra, en Rusia, en Japón. Otro error habitual es calificarle de costumbrista. El arte de Eduardo es mucho más refinado psicológicamente, y sus arquitecturas más sabias y complejas. Crece sobre cuatro pilares básicos (Commedia dell'arte, Goldoni, Chéjov, Pirandello) y abre sus ventanas de par en par para que penetre el aire fresco de la calle, de la vida. "Busca la vida", decía a sus alumnos, "y encontrarás la forma; busca la forma y encontrarás la muerte". Quizá esas dos falsas etiquetas (localismo, costumbrismo) le han mantenido alejado de nuestros escenarios. En los cincuenta, la compañía de Pepita Serrador estrenó con enorme éxito Filomena Marturano, su pieza más popular, y Fernán-Gómez llevó la maravillosa Questi Fantasmi al Infanta Isabel, en versión de Armiñán ('Con derecho a fantasma'). En 1974, Garisa hizo Chao, don Antonio Barracano, y en 1979, la Velasco y Saza arrasaron (cuatro temporadas en cartel) con una nueva Filomena. En Catalunya, en 1988, Hermann Bonnin dirigió La grande magia, para mi gusto su obra maestra, en el Romea, y en 1992, Mesalles presentó L'arte della commedia con un inolvidable Joan Anguera. En el marco de esa tradición guadianesca hay que calificar de auténtico acontecimiento la presentación en el Teatro Nacional de Catalunya de 'Dissabte, diumenge i dilluns' (Sabato, domenica e lunedi, 1959), su gran comedia de madurez, traducida y dirigida por Sergi Belbel: a juzgar por la acogida del estreno en Barcelona (ovaciones con el público puesto en pie) no cuesta vaticinarle una trayectoria semejante, así que vayan reservando sus entradas porque esto huele, merecidísimamente, a llenazo diario.
Dos. A primera vista, Sabato, domenica e lunedi se diría una bulliciosa comedia de celos, que poco a poco se convierte en el prodigioso retrato coral de un gruppo di famiglia in un interno, donde hasta los personajes más aparentemente caricaturescos revelarán, bajo la presión del conflicto, una profundidad insospechada. Estamos en la casa de un matrimonio cincuentón, Peppino y Rosa Priore, que llevan cuatro meses sin apenas hablarse. Los detonantes, como suele suceder, son ínfimos (un comentario desafortunado del marido, las excesivas atenciones de un vecino hacia la esposa) pero han provocado el alejamiento de ella y los celos, crecientes, ingobernables, de él. En el primer acto, que transcurre en la cocina, durante la preparación del ragú dominical, asistimos a la escalada de la tensión, que estallará, rozando la tragedia, durante la comida familiar que ocupa la totalidad del segundo acto; en el tercero, las aguas volverán a su cauce, culminando en un extraordinario cara a cara entre Rosa y Peppino, que pasarán revista a sus muchos años de amor y relación en uno de los diálogos más sabios, hermosos y adultos del teatro contemporáneo. La función, cocinada a fuego lento como el ragú, es una mixtura ejemplar de emociones tan diversas (humor cáustico o tierno, paroxismo, melancolía, felicidad de las pequeñas cosas) como su galería de personajes, servida por unos actores en estado de gracia, en perfecta sintonía con la amplísima gama de su material. Hay que ver al enorme Jordi Bosch (Peppino) en el papel de su vida, sin abandonar la escena durante las tres horas de función, manteniendo un silencio cargado de dolor (¡qué difícil es eso, qué gran actor requiere!) hasta la escena del estallido y volviendo a ser joven, recuperando su poder de seducción, y a la formidable Mercedes Sampietro (Rosa) liberándose de la amargura gracias al diálogo, a la sinceridad, y a Jordi Banacolocha, pura sabiduría de la vieja escuela, como ese abuelo maniático y rabioso que ama apasionadamente a su nieto Rocco (Quim Gutiérrez), y a Ana María Barbany (¿a qué hay que esperar para darle a este pedazo de actriz todos los premios del mundo?) mostrando poco a poco, velo a velo, la inmensa lucidez y el gusto por la vida del personaje de la tía Meme. Y la delicadeza, bajo la capa de farsa, de Lluís Soler y Angels Poch, los vecinos Ianniello, y el perfume chejoviano del tío Raffaele (Quimet Pla), el modesto empleado bancario que los domingos se transforma en Pulcinella en una compañía de aficionados, y la revelación de Carlota Olcina (Giulianella, la hija), aguantando y devolviendo la energía de Jordi Bosch en otra escena memorable, y la justísima criada que compone Francesca Piñón, y todos, todos. El espectáculo es lo mejor de Sergi Belbel, la cima de su carrera. Y es una belleza la escenografía, realista y a la vez mágica, de Estel Cristià y Max Glaenzel: un antiguo escenario napolitano, en rojo y oro, que reduce astutamente la temible boca del Nacional, donde cocina y comedor respiran y acogen a la veintena de actores y que al final, en un efecto deslumbrante, se aleja como un barco en la distancia, contemplado, desde el escenario vacío, por toda la compañía: el mejor homenaje posible a un teatro que ya no volverá. Corran, vuelen a ver esta comedia.
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