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La segunda refundación de Europa, una oportunidad

Xavier Vidal-Folch

Es el vértigo. Contemplamos el atraso de Polonia, el coste de enderezar las renqueantes economías orientales, la incorporación del Chipre aún dividido, el asunto de Turquía, el gibraltar de Kaliningrado y el funcionamiento de una Unión Europea (UE) de veinticinco socios (cuando fue pensada para seis) como problemas. Lo son, pero constituyen también, y sobre todo, una extraordinaria oportunidad.

El vértigo actual es lógico, porque la operación replantea todos los fundamentos del club comunitario: sus límites geográficos, los trazos definitorios de su identidad profunda, su viabilidad financiera y su eficacia institucional. Mejor la sensación de crisis que la imprudente y demasiado extendida indiferencia ante la ampliación más decisiva de la Unión. La que reunificará el continente enterrando definitivamente el fantasma del telón de acero.

Todas las ampliaciones han supuesto reajustes. Las realizadas sin maduración previa conllevaron digestiones pesadas. Así, la primera, al Reino Unido,Irlanda y Dinamarca, engendró los virus de la insolidaridad financiera (plasmada en la reivindicación del cheque británico) y del euroescepticismo (gracias a Margaret Thatcher y al no danés en el referéndum de Maastricht). La extensión a Grecia incorporó todos los problemas exteriores de este país sin la contrapartida, al menos hasta anteayer, de una aportación constructiva del nuevo socio.

La ampliación a España y Portugal supuso, por el contrario, la primera y exitosa gran refundación de la Comunidad. Impulsó un impresionante desarrollo de la misma, resolviendo a favor el dilema supuestamente irresoluble ampliación versus profundización. Los atrasados sureños obtuvieron enormes ventajas: la estabilidad de sus precarias democracias, un nuevo lugar en el mundo, y la trepidante recuperación de sus débiles economías y sus modestísimos niveles de bienestar social, al ritmo de un punto porcentual de sus PIB.

Pero también la hoy UE culminó una gran operación global de impulso hacia adelante. Cambió de naturaleza el contenido del presupuesto comunitario, al derivarlo del superproteccionista monocultivo agrícola hacia las políticas de desarrollo regional; duplicó los recursos dedicados a éstas, profundizando la filosofía de la cohesión (lo que resolvió además una asignatura pendiente de la ampliación atlántica, el retraso económico de Irlanda); y enriqueció su apertura al mundo, al añadirle unas culturas internacionalmente potentes y las dimensiones mediterránea y latinoamericana de las políticas exteriores acarreadas por los recién llegados.

Aunque en menor medida, también la ampliación nórdica (Suecia, Finlandia, Austria) renovó la Comunidad. Los ricos escandinavos aportaron su puntillosa transparencia calvinista, su sana pasión por el medio ambiente y su conservacionismo del modelo social del Estado de bienestar. A costa, sí, del reforzamiento de la visión anglosajona -énfasis en la perspectiva meramente comercial más que en una visión articulada de Europa- y de los peajes a un bello neutralismo ya desfasado. Pero incluso el manejo de éste enriqueció el flanco humanitario de las incipientes políticas exterior y de defensa de los Quince.

La conclusión es obvia. Pero recordarla quizá no sea inútil. Toda ampliación resulta un éxito, también en términos de profundización, si resuelve previamente los problemas que los nuevos socios plantean a los originarios. Y si los candidatos se empeñan no sólo en extraer, sino también en contribuir. Así sucedió con España y Portugal. Su ingreso sirvió para resolver ex ante el triple cuello de botella que atenazaba a la Comunidad, enfrentando entre sí a grandes países como Alemania, Francia y el Reino Unido: la bancarrota financiera por el agotamiento de los recursos propios que Bonn se resistía a incrementar, la reforma de la política agrícola que reclamaba París, el regateo del Londres thatcheriano (recuérdese el lema: "I want my money back") a cuenta de su "excesiva" contribución financiera. El triple nudo se disolvió en las cumbres de Sttutgart y Fontainebleau (1983 y 1984). Éstas dieron la luz verde a una ampliación que causaba tanta desazón a campesinos franceses y plutócratas bávaros como la de ahora a muchos españoles. Los polacos (y más, los turcos) aparecen a muchos comunitarios de hoy como los ibéricos de ayer a los socios de entonces.

La inminente cumbre de Copenhague decantará la ampliación al Este como peligro o como oportunidad. La desventaja respecto a la primera refundación de Europa es que ahora muchos de los grandes problemas no se habrán resuelto con anterioridad, sino solamente encauzado, para solucionarse en paralelo.

Geoestratégicamente, esta segunda refundación aportará a Europa más paz y estabilidad, reza la retórica oficial. Bien puede trasladarse a los hechos. El conflicto chipriota está cerca de resolverse gracias a su candidatura. Ello, junto a unos compromisos dignos y viables con Turquía, desmantelaría el último telón de acero europeo, el de Nicosia; disolvería las tensiones Atenas-Ankara en el Mediterráneo oriental; impulsaría la democratización del ex otomano enfermo de Europa; y mejoraría la plataforma de influencia de la Unión en el escenario de Oriente Próximo. Además, la cuestión turca reabre el debate identitario europeo, que no necesariamente debe resolverse por la introspección arqueológica consistente en rastrear componentes cultural-religiosos comunes y enarbolarlos desdeñosamente frente al mundo islámico, sino por la identidad de valores democráticos y de compromisos voluntarios de futuro, según la guía de las tareas que pretendemos realizar juntos. Asimismo, la nueva vecindad de los Quince con Rusia (amén de los problemas de control fronterizo), podría acelerar la modernización de este país y mejorar su anclaje continental.

Económicamente, los diez candidatos no sólo son una carga, sino también un mercado emergente que está aportando ya a los Quince buena parte de su crecimiento. Y las escandalosamente cicateras condiciones que se les impone a su entrada, que deberán revisarse en el futuro, entrañan también nuevas dinámicas. Al haberse decidido que el gasto agrícola de los Veinticinco tendrá un tope cuantitativo estricto, se pone presión a la necesaria disminución relati-

va del reaccionario proteccionismo agrícola -perjudicial para la imagen de la UE y para el desarrollo de los países en vías de desarrollo- y a la transformación de la naturaleza de esta política, desde las subvenciones a la producción hacia la mejora de la renta personal y del desarrollo rural.

Institucionalmente, la Convención para la nueva Constitución que se desarrolla simultáneamente al proceso de ampliación y en su virtud ha puesto ya sobre la mesa nuevos mimbres que deberían equilibrar la obsesión intergubernamentalista de las capitales con elementos de un federalismo indispensable para afrontar los nuevos retos. Se trata de elementos como las cláusulas de exclusión de los Estados miembros que fallen en sus compromisos democráticos o de solidaridad; la eventualidad de una aprobación de la Constitución por referéndum simultáneo de los Quince, que haría interiorizar a la ciudadanía el alcance de proximidad de la construcción comunitaria; un nuevo impulso a la toma de decisiones por mayoría, en detrimento de la unanimidad; las fórmulas en ciernes (como otorgar un doble sombrero a míster PESC) para que Consejo y Comisión mejoren la coherencia en la gestión de sus competencias concurrentes; o la necesidad de que el Ejecutivo comunitario se dote de mayor y más directa legitimidad democrático-electoral. Será, si llega, un federalismo, con perdón, asimétrico, en el que algunos avanzarán más rápido e intensamente que otros, pero que nunca debiera enquistar distintas e impermeables clases de socios con carácter permanente.

¿Carta a los Reyes Magos? Bien, es el momento de que cada cual escriba la suya. De lo contrario, prevalecerán los designios cortoplacistas de gobiernos ensimismados hacia miopes nacionalismos paleoestatales. Y en vez de refundarse, Europa acabará fundiéndose.

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