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Columna
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Una de guantes

Los que venimos de fuera, y que día a día nos internamos en el laberinto de un idioma que inicialmente no fue nuestro, nos fijamos a veces en ciertos recurrentes usos léxicos que al indígena no le suelen llamar la atención, por lo del bosque y los árboles.

Estando el otro día unos cuantos amigos sentados frente a Sierra Nevada, salió a relucir el término "aguante" (utilizado aquí hace una semana con el deseo de que el lector lo tenga en abundancia durante 2003). ¿De dónde procede voz tan castiza, de tan diario uso entre el personal, preguntó alguien? Ninguno lo sabíamos. ¿De guante, quizá? Y si así resultara, ¿qué coño tenía que ver un guante con aguantar?

El DRAE y el Corominas pequeño confirman que, efectivamente, el asunto va de guantes, pero de guantes italianos, no españoles (primera sorpresa del año). El caso es que aguantar (primera constancia en 1587) viene de agguantare, y agguantare de guanto, guante en la acepción de "guantelete", la recia pieza de armadura, hecha con cuero recubierto de láminas de acero, que protegía las manos y las muñecas de los guerreros de antaño. Agguantare connotaba antiguamente, pues, oponer, asir o detener con la mano, debidamente protegida, el estorbo de turno. Hoy, sin que medie guante alguno, significa, sencillamente, coger o agarrar.

¿Y nunca aguantar en el sentido español? Parece ser, según unas rápidas consultas, que en absoluto. Con lo cual estamos ante un cambio semántico efectuado exclusivamente por el homo hispanicus, hay que suponer que en función de una profunda necesidad psíquica.

De todos los autores españoles más o menos contemporáneos que han incidido sobre la necesidad de aguantar el tipo, de tener aguante, de no ceder nunca, quizá el más destacado sea Camilo José Cela, cuyos personajes suelen aguantar con una feroz tenacidad, por lo menos los que uno conoce. Algunas de las citas dadas por el Manuel Seco lo vienen a confirmar. "El caso fue que a aguante nadie me hubiera aventajado", afirma el protagonista de Nuevas andanzas de Lazarillo de Tormes. En Cristo versus Arizona, el narrador nos asegura, lacónicamente, que "la costumbre es que cada cual aguante a flote lo que pueda y tampoco un minuto más". Claro, cuando la vida se hace insostenible, hay que decir basta. Así, en Mazurca para dos muertos, Dorotea, maltratada durante doce años por el cerdo de su marido, "harta de aguantar miserias, se sacó la vida cortándose las venas con un vidrio".

Todo ello me recuerda La muerte del lobo, el estremecedor poema de Alfred de Vigny, al final del cual el noble animal, abatido por los cazadores, contempla a sus verdugos con "estoica fiereza" y luego muere sin haber lanzado una sola queja. ¿Así son en su fuero interno los españoles? No seré yo quién lo diga, pero no olvido que Séneca era de Córdoba la romana ni que, según tanto el granadino Ganivet como el vasco Unamuno, tenía una raíz ibérica la filosofía estoica. Filosofía del aguante, del resistir hasta el último momento, sin recurso a los dioses. Filosofía, le parece a uno, admirable. La única, tal vez, que hoy los que perdimos la fe podemos decentemente agguantare.

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