Un debate guillotinado
TANTO LA FECHA ESCOGIDA como el formato impuesto a la sesión del Congreso celebrada el miércoles para que el Gobierno informase sobre la crisis de Irak y los grupos parlamentarios fijasen su posición al respecto condenaban el debate al fracaso. La programada intervención en paralelo del secretario de Estado, Colin Powell, ante el Consejo de Seguridad para mostrar pruebas fehacientes de las conculcaciones de la Resolución 1.441 por el régimen de Sadam Husein (referidas a la eliminación de los arsenales de armas de destrucción masiva) y de sus conexiones con Al Qaeda situaba fuera del alcance de los portavoces de la oposición el examen de unos datos conocidos previamente por Aznar en sus aspectos fundamentales y les castigaba a una situación inducida de desventaja en el terreno informativo. La empecinada negativa del PP a flexibilizar el desarrollo de la sesión -una posibilidad abierta por el Reglamento de la Cámara incluso para el rígido formato del artículo 203- y la prepotente utilización por el presidente del Gobierno de sus privilegios parlamentarios guillotinaron de mala manera un debate largamente esperado y deseado por la opinión pública española.
La negativa del PP a permitir a los portavoces de los grupos de la oposición un segundo turno de réplica regaló al presidente del Gobierno la oportunidad ventajista de caricaturizar sus planteamientos
Aznar dio por descontado que el rompecabezas de indicios, sospechas y conjeturas construido por los servicios de inteligencia estadounidenses para ser leído por Colin Powell ante el Consejo de Seguridad es una prueba irrefutable; aun dando por supuestas las diferencias que separan a cualquier procedimiento penal interno del ordenamiento jurídico internacional, resulta difícil imaginar que el tribunal de un Estado de derecho pudiera dictar una pena colectiva tan brutal como una guerra sobre la base de escuchas policiales o tomas fotográficas. El presidente del Gobierno hizo suyo el inquietante trabalenguas cuasi metafísico con sabor a coartada y olor a pólvora de Colin Powell; según ese acertijo, los inspectores de Naciones Unidas en Irak no tendrían la tarea detectivesca de localizar en Irak armas de destrucción masiva (de forma que el fracaso para descubrir -como hasta ahora ha ocurrido- esos hipotéticos arsenales resultaría un dato irrelevante), sino la misión notarial de excluir la posibilidad de su teórica existencia, un objetivo inadecuado para los certificados de fe pública y típico de la probatio diabolica.
El aplazamiento de las operaciones bélicas sobre Irak acordado por la Administración de Bush, resuelta a presionar coactivamente al Consejo de Seguridad para conseguir un mandato habilitador del uso de la fuerza como fórmula alternativa a una intervención unilateral (mantenida en reserva como segunda opción), explica el tono prudente de la comparecencia parlamentaria del presidente del Gobierno. Si cundiese el ejemplo dado por Aznar al aplicar el vocabulario de la zoología al mundo de la política, cabría enriquecer la fauna fantástica de Borges con una descripción de su intervención en el Congreso como la figura híbrida de un halcón de la guerra unilateral con la apariencia de una pacífica paloma. Hay razones para temer, sin embargo, que Aznar (otro político que no hizo el servicio militar) estaría dispuesto a implicar a España en cualquier guerra contra cualquier país emprendida de cualquier manera por la Administración de Bush.
Hacinando descortésmente las respuestas a todos los grupos parlamentarios en una desordenada contestación única, la segunda intervención de Aznar echó el cierre al debate después de dirigir golpes bajos y pellizcos de monja a unos portavoces despojados del derecho a replicar sus bajunas insidias. Aunque la tosca maquinaria presidencial de inferencias no fabricó esta vez la infamia de que cualquier discrepancia con la Administración de Bush implica oscuras complicidades con Sadam Husein, el jefe del Gobierno caricaturizó groseramente los planteamientos de sus interlocutores, acusándoles de todo tipo de pecados, desde la cobarde seguridad de quien sabía que la disciplinada presidenta de la Cámara no les permitiría tomar la palabra.
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