La guerra, impredecible
Mientras los parlamentarios del PP votan en Madrid a favor de la posición de Aznar en la cuestión iraquí, los parlamentarios conservadores votan en Londres contra la posición de Blair, que es en sustancia la misma. ¿Tiene la derecha opinión distinta dependiendo de la latitud geográfica o simplemente votan para molestar al contrario? Claro que ello es aplicable en España y no en Gran Bretaña, en donde los laboristas, en este caso, han protagonizado una colosal rebelión contra su jefe de filas.
Por otra parte, los estudiosos escriben sobre el tema largas diatribas cuya sustancia es no sólo demostrar cuán profundo es su análisis, sino cómo es de primitivo el de las masas que se manifiestan. Comprendemos, vienen a decir, el sentimiento visceral del pueblo contra la guerra, pero es que el pueblo no entiende de razones meditadas. No les oigo decir lo mismo cuando el pueblo les vota en las urnas; sólo algunos antidemócratas sugieren que un pastor de Ávila no sabe de leyes presupuestarias y que su voto debería valer menos que el de un banquero. Los demás se lo callan.
Leo y oigo los análisis de estos intelectuales y echo en falta en su argumentación un elemento importante: lo impredecible que es una guerra. ¿Cuántos muertos? ¿Cuánta destrucción? ¿Cuánto efecto colateral? Les recuerdo que la paz con la que concluyó la I Guerra Mundial contenía, sin nadie quererlo, el germen de la segunda.
Los cálculos estratégicos, los imperativos políticos, son meras construcciones salidas del magín de un estudioso y la realidad suele empeñarse en desmentirlos. Toda la historia del Oriente Medio, incluyendo la trayectoria de Sadam Husein (de cuya maldad no dudo), lo avala. Entre una cosa y otra, me quedo con mi sentimiento visceral contrario a sacar los tanques a la calle y favorable a la presión de la ONU, que va dando resultados sin batallas.
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