Memorias del castillo olvidado
El distrito de Barajas alberga la única fortificación medieval de la ciudad, que se encuentra en grave estado de abandono El Ayuntamiento es el propietario del recinto
El castillo de la Alameda de Osuna tiene dos historias: una, la oficial, arranca en el siglo XV, con su construcción, y llega hasta el día de hoy, en que se ha convertido en la única fortificación medieval que queda en pie en la ciudad de Madrid. La otra, la del día a día, es la de los jóvenes de este barrio del distrito de Barajas, dueños y señores de una construcción que se cae a pedazos. En su historia se entremezclan relatos de fantasmas, túneles secretos, peleas al atardecer y botellones multitudinarios.
El castillo se alza sobre un humilde promontorio, poco orgulloso, como si pidiera perdón por ser. El barrio vive de espaldas a él, y la mejor forma de comprobarlo es preguntar por su ubicación. "¿Qué? ¿Ése montón de piedras es un castillo?", exclama extrañada una vecina. "¿A quién le pueden interesar unas ruinas pintarrajeadas?", se pregunta otro. Cristina tiene la respuesta. Es una joven despierta de ojos grandes y aire hippy, que estudia en un colegio de los alrededores. Defiende el castillo como lugar de ocio: "Suelo ir allí para hacer juegos malabares con fuego, para estar con amigos... y también para hacer pellas...". ¿Y el botellón? "De acuerdo, también vamos allí para tomar copas de vez en cuando".
La fortaleza de la Alameda de Osuna es el castillo del botellón. Aunque está rodeado por una verja, no hay ningún problema para acceder a él a través de uno de los agujeros que hay en su perímetro. Los 200 metros cuadrados que ocupa están sembrados de minis [grandes vasos para bebidas] y botellas de diversas graduaciones alcohólicas. En la decoración destacan numerosos graffitis que se han adueñado de las piedras centenariasque forman sus muros.El punto culminante del abandono que sufre el castillo lo representa el interior del único torreón que queda en pie. A él se accede a través de una valla de construcción que hace las veces de escalera. Una gran pintada anarquista preside la estancia, que se ha convertido en un pozo de desperdicios. La cúpula de la torre proporciona al lugar un ambiente fresco y misterioso propicio para las reuniones juveniles de los fines de semanas.
Paco, Dani, Gustavo y Guillermo se arremolinan en torno a una hoguera mientras apuran unos tragos y se pasan un porro. No suelen venir mucho, pero forman parte de los 400.000 madrileños que al menos una vez al mes buscan su diversión en la práctica del botellón. "Aquí dentro se está muy bien, con mucha tranquilidad. La cuestión es no armar jaleo y no molestar a nadie, porque ésa es la mejor forma de que te dejen en paz", explica Dani.
Los chavales cuentan que los mejores días de la fortaleza como punto de encuentro han pasado, que ya no se retan en peleas al salir de clase, como aquella vez en que hicieron piedras de cartón para tirárselas los unos a los otros. Recuerdan también las historias sobre el túnel secreto que unía el castillo con la iglesia de Santa Catalina, "¿O era con El Capricho?", dicen. Y sobre el fantasma del duque de Osuna, que cuentan campaba a sus anchas asustando a los valientes que se atrevían a entrar en el castillo.
Bea también conoce esas historias, aunque a sus 19 años le traen más añoranza que otra cosa: "Éste es un barrio de gente bien en el que no se presta demasiada atención a los jóvenes. Es lógico que nos juntemos en uno de los pocos sitios en los que podemos hacerlo", reivindica.
"A mí me parece mal que una zona histórica se encuentre así, pero está bien que tengamos un espacio al aire libre para hacer lo que sea", añade Marcos, de 15 años.
Lo que probablemente Marcos no sabe, ni Bea, ni Dani, ni Cristina, es que muchos años atrás unos jóvenes como ellos ya aprovecharon para saltarse las clases y darse a la mala vida en los alrededores del castillo. Sus ilustres predecesores respondían a los nombres de Francisco de Quevedo y Pedro Girón, duque de Osuna. El genio de las letras españolas y su noble amigo, de quien era secretario, despistaban su andar hacia la Universidad de Alcalá de Henares en un tugurio de mala muerte pegado al castillo, frecuentado por prostitutas y malhechores. Años después, ambos acabaron presos en la fortificación, que vio morir al duque de Osuna en 1622.
Dejadez institucional
El castillo es propiedad del Ayuntamiento de Madrid por un decreto de 1949. Se encuentra situado en un parque próximo al de El Capricho, a menos de dos kilómetros del aeropuerto, y comparte emplazamiento con el panteón de Fernán Núñez y unos importantes restos arqueológicos que tienen más de 3.000 años. En 1988, la Consejería de Educación de la Comunidad inició trabajos de rehabilitación del castillo y de excavación arqueológica, pero desde entonces el deterioro de la zona es palpable.
Hace algo menos de dos años, en mayo de 2001, la Dirección General de Patrimonio de Madrid pidió al Ministerio de Fomento que recuperase el castillo en contraprestación por los daños arqueológicos que iba a acarrear la ampliación del aeropuerto de Barajas, pero hasta la fecha no ha habido novedades.
La asociación de vecinos Alameda de Osuna 2000 denuncia la situación del castillo, aunque su presidente, José Rico, muestra su esperanza de que, después de las elecciones, las instituciones se ocupen de él: "El castillo debería ser rehabilitado para que todos los vecinos del distrito tomen conciencia de su identidad y de sus orígenes". Al fin y al cabo, la fortaleza también recibe el nombre de castillo de Barajas y fueron los duques de este nombre quienes lo levantaron en 1476. Sin embargo, Rico sigue dando prioridad a otras reivindicaciones vecinales, como el llamado pasillo verde (enlazar Ciudad Pegaso con el aeropuerto de Barajas a través de una zona arbolada y peatonal) o la construcción de una estación de metro en la Alameda de Osuna. A diferencia de las dos últimas, los partidos políticos han hecho caso omiso a esta reclamación entre sus promesas electorales. Tan sólo unas cuantas aproximaciones tangenciales y compromisos indefinidos, como el de construir un hipotético museo arqueológico en las inmediaciones.
Hasta entonces, el castillo servirá poco más que de refugio para apresuradas declaraciones de amor pintadas en sus muros -"Ana, tócame la gaita"-, vestigios de juergas nocturnas, leyendas infantiles y de incineradora para documentos comprometedores. Junto a la hoguera en la que momentos antes se calentaban Dani, Gustavo, Paco y Guillermo, queda un papel semicalcinado en el que se acierta a leer "Ésta es la única copia del expediente académico de Gustavo...". El resto sólo lo sabe el castillo.
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