¿El mal absoluto? En esa carta
Es raro encontrar el mal puro, absoluto y gratuito, no impregnado de esas reservas de humanidad que están presentes en casi todas las acciones de los hombres, incluso en las más terribles. El gesto del asesino más abyecto y cruel se mezcla a menudo con sentimientos, miedos, debilidades, contradicciones, coincidencias, casualidades que desde luego no disminuyen su culpa ni la apartan de la necesidad de la condena y del castigo, pero la entrecruzan con la incertidumbre, la ambigüedad de la condena humana. El Mal con mayúsculas ejerce a menudo una seducción chabacana: como un culebrón en tecnicolor, parece más interesante, pero en realidad es mucho más banal y retórico que el bien, que, en cambio, es más difícil y arriesgado, más complejo y sin prejuicios, y requiere valor, fantasía y originalidad.
La literatura rara vez ha sido capaz de representar adecuadamente el mal, excepto unos pocos escritores, en su mayoría clásicos, realmente despiadados y objetivos al representar la crueldad de la vida. La literatura que se las da de cínica y parece chapotear complacida en la sangre y el horror, deja correr a menudo, no sangre, sino salsa de tomate, y profesa buenos sentimientos bajo la carnicería que exhibe. El otro día topé, por casualidad, con un testimonio del mal absoluto. Es una carta que escribió a Himmler, el 13 de abril de 1942, la señora Nini Rascher, mujer del doctor Sigmund Rascher, hauptsturmfuhrer de las SS, el médico que en el Lager de Dachau sometía a los prisioneros -sobre todo judíos y rusos- a horribles experimentos mortales, especialmente de compresión y descompresión atmosférica y de congelación, seguida por intentos de "reviviscencia" por contacto con cuerpos desnudos de detenidas que Ravensbrück hacía llegar con ese fin y después eliminaba. Estas actividades y otras semejantes habían encontrado, por el celo con el que se desarrollaban, el especial aprecio de Himmler, que, con ocasión de la Pascua, envió chocolate al médico y a su familia. En su carta, la señora Nini Rascher agradece a Himmler el chocolate, que, según dice, a su marido le gusta mucho. No es raro, obviamente, que la mujer de un médico torturador agradezca al torturador jefe este dulce regalo, escaso y precioso en los duros tiempos de guerra, y nadie espera, desde luego, que la señora proteste por los experimentos. Sin embargo, habríamos esperado que la señora Nini se limitara a esto, que diera las gracias por el chocolate y presentara sus respetuosos saludos. Nadie, ni siquiera Himmler, pide más. En cambio, la señora Nini prosigue, alegrándose de los valiosos experimentos que realiza su marido torturando a seres humanos en la Semana Santa recién transcurrida, y trabajando él solo en estos "experimentos -escribe- que el doctor Ramberg, en cambio, habría realizado con demasiados límites y demasiada compasión".
Estas palabras son una epifanía del mal puro y gratuito. El doctor Ramberg también era, evidentemente, un médico nazi, dedicado a esos experimentos y a esas torturas atroces; según parece, sólo sentía pequeñas dudas respecto al asesinato, era algo menos desatado y decidido que el doctor Rascher, quizá sencillamente porque el suyo era un temperamento menos exuberante, igual que también entre los borrachos y los erotómanos los hay que se cansan un poco antes. La señora Nini escribe estas palabras con total libertad; nadie habría dudado de su fe nazi si no las hubiera dicho, si se hubiera limitado a dar las gracias por el chocolate.
En este momento ella destaca, en el mal, sobre todos los demás. Es más infame que su marido, que Himmler, que los otros verdugos del exterminio y de los asesinatos que, en los más diversos lugares de la Tierra y en los momentos más diversos de la historia, se ensañan con sus semejantes. El asesino, mientras comete su delito, está en los engranajes de una máquina monstruosa; esto, obviamente, no le justifica lo más mínimo, y es más que justo, por ejemplo, que el doctor Shilling, que en Dachau inoculaba la malaria a los prisioneros, terminara en la horca, pero la maldad del doctor Rascher es un misterium iniquitatis menos puro que el de su mujer. Toda una historia -desde luego miserable, criminal- llevó culpablemente al doctor Rascher a convertirse en un verdugo peor que el doctor Ramberg; las palabras de la señora Nini salen directa y libremente de su corazón, de su amor radical, total, por el mal. Alegrarse de un delito puede ser a veces aún peor, más vil y gratuito que cometerlo. Si alguien sinceramente, sencillamente, se alegrara de las torturas infligidas por Mengele a sus víctimas, sería incluso peor que él.
Misterio de iniquidad, dicen las Escrituras. Quizá el misterio más grande, cuando el mal alcanza estas cumbres, un absolutismo desinteresado, fin en sí mismo. Rascher y su mujer fueron eliminados providencialmente por los mismos nazis, no por sus delitos, sino por informales y estafadores. La cólera de Dios no es probablemente menos infinita que su misericordia. En Los hermanos Karamazov, al hablar de un general que ha hecho, intencionadamente, que unos perros descuarticen a un niño, Iván le pregunta a Alosha si Dios podrá perdonar semejante crueldad. No, responde sombrío Alosha, no puede.
Claudio Magris es escritor italiano.
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