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¿Es esta guerra inmoral?

La mayoría de los muchos que se oponen a la intervención armada de Estados Unidos e Inglaterra en Irak afirman que lo hacen porque es a la vez ilegal e inmoral. Tengo mis dudas sobre la ilegalidad, pero estoy convencido de que se trata de una acción profunda y esencialmente moral. Pues moral -o ético, o justo- es ayudar a los pueblos a librarse de los tiranos. Todo el mundo reconoce que Sadam Husein es un tirano de los más execrables, culpable de los mayores crímenes contra los iraquíes y contra sus vecinos. Tras lo cual añaden que, sin embargo, esto no es suficiente para atacarlo. ¿Por qué razones? Todas las que he leído o escuchado tras los consabidos peros son razones legales y políticas. Son razones muy respetables y dignas de consideración, pero no son razones morales.

Moralmente, la reciente invasión de Irak encaja perfectamente en la doctrina de la injerencia humanitaria, cuya prevalencia sobre el principio puramente político de la no intervención en asuntos internos fue saludada en los últimos años como un gran progreso moral y como el comienzo de una nueva era en las relaciones internacionales por gran parte de la intelectualidad progresista y cristiana, bien nutrida por juristas partidarios de los tribunales internacionales y la jurisdicción universal en asuntos de derechos humanos. En más de un sentido, incluso, la acción contra Sadam Husein representa un paso hacia la perfección de las acciones emprendidas en Bosnia, Serbia, Somalia o la región de los Lagos, tanto por el objeto al que se dirige como por los medios empleados. El objeto, Sadam Husein y su régimen, no tiene parangón, ni por la magnitud de su amenaza ni por la sistematicidad de su empeño ni por la crueldad de sus métodos, con ninguna de las situaciones anteriores. A su lado, el demonizado Milosevic, bombardeado primero, destituido después y puesto por fin a disposición de una corte penal especial con acordado aplauso, apenas cometió pecados veniales. De ninguno puede decirse que haya sido demócrata, pero Milosevic convocaba elecciones y respetaba sus resultados, mientras que en Irak rige oficialmente un partido único, el Baaz, cuyo programa es imponer en el mundo la supremacía de la raza árabe; ambos pueden ser llamados con razón corruptos, pero Milosevic nunca distribuyó un país entero entre sus familiares y clientes; a los dos se les ha llamado genocidas, pero a Husein, por atacar aldeas y ciudades iraquíes con armas químicas. En este sentido, resulta profundamente contradictorio haber atacado a Milosevic y estar defendiendo ahora a Husein, aplicando un severísimo rasero para los crímenes que se cometen en Europa con cobertura televisiva y otro lenientísimo para los que se cometen en Irak sin testigos.

Se me objetará que incluso si las consecuencias de la invasión fueran tan morales como yo digo, no lo son tanto las intenciones de los invasores. Cierto que la propaganda antibelicista les ha atribuido las peores, tanto a los países como a sus dirigentes, desde apropiarse el petróleo iraquí a planear el dominio del mundo, incluyendo la Patagonia (¿o acaso -oigo decir en la izquierda argentina- es coincidencia que los países invasores sean los mismos que controlan el petróleo del sur de Argentina? No parece sino que los buenos sentimientos eximieran del contraste con la realidad y hasta con la simple lógica). En cualquier caso, podría conceder que los motivos de los invasores fueran los del lobo. No importaría mucho a mi argumento, por dos razones. Una es que la arbitrariedad de la intervención -por qué Irak y no Corea del Norte o Irán, preguntan con razón los nuevos subjetivistas éticos- está ya asumida en la doctrina de la injerencia humanitaria. Pues por desgracia es connatural a tal doctrina que mientras no haya un poder supranacional que actúe de oficio y con medios propios, las intervenciones sólo tengan lugar cuando convengan a los particulares intereses de quienes se ofrecen como brazos armados de la justicia. Sin ese poder, el derecho de los débiles al socorro depende de la conveniencia de los poderosos, y se está siempre al borde de que lo humanitario degenere en pretexto (eso es precisamente lo que la doctrina de la no intervención, tan amoral, pretende prevenir). La segunda razón, que es la dirimente, es que en materias de tanta trascendencia como las que en esta invasión se juegan la moral exige dar a los motivos peso mucho menor que a las consecuencias. Hágase el milagro, aunque lo haga el diablo, podría decirse. O, como escribió un agudo comentarista sobre los motivos de los llamados jueces-estrella, a veces las mejores causas avanzan empujadas por las peores pasiones.

Así pues, me siento moralmente obligado a apoyar la invasión de Irak, aun cuando sospeche de los motivos de Bush y Blair, porque su consecuencia es con toda probabilidad la eliminación de un mal mucho mayor que el daño que pueda provocar (por ahora reducido, salvo accidentes, a los palacios presidenciales del señor Husein). He de confesar, además, un punto de oportunismo en este apoyo. Como ser moral, estoy obligado a preguntarme qué hago yo para reducir la opresión y la injusticia en todo el mundo. En la mayor parte de los casos puedo ayudar particular y civilmente mediante protestas y donativos. Pero en otros, particularmente cuando los opresores son grandes potencias o tienen su apoyo, ni siquiera las más influyentes ONG parecen hacer mucho. Sucedieron los bombardeos de Chechenia y las sucesivas destrucciones de Grozni, y nadie me convocó a una manifestación, ni me solicitó firmar una carta y enviarla al Kremlin, ni me invitó a engrosar una cuenta corriente para socorrer a las víctimas; sobrevino la catástrofe de los grandes Lagos y ni siquiera logré enterarme bien de por qué Francia hizo todo lo posible por salvar a los hutus y toda la prensa fue después unánime en su apoyo a los tutsis; de lo acontecido en el Tíbet apenas si me ha llegado onda por la pesadez de las derechas exhibiendo al Dalai Lama; el silencio sobre los kurdos turcos resulta casi impenetrable; lo de Costa de Marfil, arcano. ¿Y qué decir de la atroz resistencia de los cristianos y animistas de Sudán contra los musulmanes del Norte? Por una razón o por otra he dejado pasar estas ocasiones y muchas más. Pues bien, al menos en un caso y muy claro, el de los iraquíes oprimidos por el Baaz y su líder, alguien está dispuesto a hacer ese trabajo tan difícil al que yo estoy moralmente obligado. ¿Sería moral estorbarlo porque sus motivos no son tan éticamente puros como los míos? ¿Exigiré dejar en paz todas las tiranías a quienes no demuestren completa ausencia de egoísmo a la par que una intervención igual y simultánea contra todas ellas? ¿De verdad soy responsable por las víctimas de la intervención que apoyo, pero no por las del régimen que mantengo si condeno la intervención? ¿Resulta ahora que se trata ante todo de mantener las manos limpias y el alma bella?

Mi apoyo moral al muy moral ataque de los Estados Unidos e Inglaterra al régimen de Irak no carece de límites. Por ejemplo, su moralidad sería mayor y más indudable si además de eliminar el peligro que dentro y fuera de Irak suponen el señor Husein y sus armas, arramblara también con el resto de obstáculos políticos que impiden la total libertad de los pueblos de la zona, entre los cuales ocupa un lugar destacado el principio de la intangibilidad de las fronteras. Pues sería profundamente moral que como resultado de la invasión, querido o no querido, desaparecieran caducos vestigios imperiales y pudiera constituirse un Estado nacional kurdo no sólo en Irak, sino también en Turquía, Irán y Siria. Se me reñirá como provocador y se me dirá que esto sería irresponsable por las graves consecuencias políticas que acarrearía en términos de inestabilidad de la región. Como ha mostrado la experiencia de la disolución de Yugoslavia, es posible que mis correctores tuvieran razón. Su argumento no es en principio ético, sino sólo político, pero no ignoro que la política linda a veces con la moral por el lado de la prudencia. Y no soy tan purista que quiera que se haga justicia aun si perece el mundo.

Mi apoyo moral al muy moral ataque contra el actual régimen de Bagdad no está exento tampoco de recelos e inquietudes. Me gustaría, en efecto, estar seguro de que, además de moral, la acción es legal y que cumpliera con todas las exigencias, requisitos y garantías del derecho internacional, la principal de las cuales es, como se sabe, el apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU. Ello habría sucedido de haber estado Francia, Alemania, Rusia y China más interesadas en la injerencia humanitaria y menos en mantener el actual status quo en Irak, Sadam Husein incluido. Pero sus cálculos políticos, no sé tampoco bien por qué, han arrojado este resultado y no han apoyado la invasión. Si la resolución 1.441 no fuera cobertura legal suficiente, es claro que tengo que elegir entre la moralidad y la legalidad. Dilema ante el cual no veo otra actitud ética que dejar de lado, como Antígona, la ley de la ciudad y ponerme del lado de los que pueden contribuir al progreso de la democracia, la libertad y el respeto de los derechos humanos.

Julio Carabaña es catedrático de Sociología de la Complutense.

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