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Tribuna:LAS RAZONES DEL CONFLICTO BÉLICO
Tribuna
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Irak y el nuevo (des)orden mundial

Los autores interpretan la invasión de Irak como un intento de Estados Unidos por imponer su hegemonía ante el creciente descontento internacional por sus políticas.

Corría el año 1971 cuando el presidente Nixon anunció al mundo el fin de la convertibilidad del dólar al oro. El sistema monetario internacional, acordado en la Conferencia de Bretton Woods y uno de los pilares del orden económico surgido de la Segunda Guerra Mundial, saltaba por los aires como consecuencia de una decisión unilateral del Gobierno de EE UU. Cuentan las crónicas de la época que el director del FMI -organismo encargado de regular dicho sistema monetario- se enteró de la noticia por televisión, lo que muestra hasta qué punto las llamadas organizaciones de Bretton Woods se forjaron a la medida de los intereses hegemónicos estadounidenses, pese a su puesta en escena como mecanismos de cooperación entre los gobiernos. La incertidumbre, el temor y la recesión del periodo de entreguerras habían aconsejado que, a diferencia de la hegemonía británica del siglo XIX -impuesta sin envoltorios por la fuerza del imperio y de la libra esterlina-, la nueva hegemonía de EE UU adoptara otros perfiles, formalmente más democráticos, capaces de aglutinar al mayor número posible de países en la tarea común de fortalecer el dañado sistema capitalista y de tratar de frenar la expansión del modelo soviético en el mundo.

Poco a poco, el poder de EE UU se ha apoyado en el dólar, pero sin la fortaleza de otros tiempos
Los atentados del 11-S representan la situación de EE UU como una superpotencia vulnerable

Aquella hegemonía norteamericana surgida tras la guerra tenía una triple componente. Era, sin duda, una supremacía de carácter militar, pero también lo era en los planos económico y político. Al terminar la guerra, la Reserva Federal de EE UU acaparaba el 80% de las reservas de oro del mundo, y tanto el PIB como el comercio exterior de ese país representaban prácticamente la mitad de los totales. Por otra parte, la importante contribución norteamericana a la derrota del nazismo fortaleció el liderazgo político de EE UU entre el resto de los países occidentales. En esas condiciones, no era extraño que las instituciones internacionales surgidas de Bretton Woods estuvieran fuertemente condicionadas por el peso de EE UU en las mismas. Otro tanto ocurrió en el plano militar, en el que la OTAN fue la mejor expresión de la hegemonía norteamericana.

Aquella ruptura de 1971 representó la primera quiebra del orden establecido al terminar la guerra, y también la primera señal de crisis de la total supremacía de EE UU. Desde mediados de los años sesenta, la balanza por cuenta corriente norteamericana empezó a experimentar déficit cada vez mayores, lo que se tradujo en un drenaje de sus reservas de oro hacia los bancos centrales de otros países, principalmente de Europa y Japón, hasta que el Gobierno de EE UU decidió cortar por lo sano, rompiendo con sus compromisos y decretando la defunción del SMI. Desde entonces, con el fin del sistema de paridades fijas, la inestabilidad monetaria sería una constante hasta nuestros días. Además, a la debilidad exterior de la economía estadounidense vendría a sumarse, a principios de los setenta, la crisis de productividad de las economías occidentales en general, lo que, unido al shock petrolífero de 1973, acabó con casi treinta años de expansión y bonanza continuadas, inaugurándose una nueva época llena de interrogantes.

Más allá de los distintos ciclos cortos vividos desde entonces por la economía mundial, y de los vaivenes experimentados en el debate sobre el nuevo papel otorgado a los organismos internacionales, lo cierto es que los acontecimientos de los años setenta marcaron el comienzo del fin del orden económico internacional de la posguerra. La desaparición del bloque soviético, a finales de los ochenta, supondría por su parte el fin del equilibrio geoestratégico mantenido durante décadas y la plasmación de la supremacía absoluta de los EE UU en el plano militar. Algunos, como Fukuyama, proclamaron el "fin de la historia".

Sin embargo, la historia entraba de lleno en una época plagada de incertidumbres. En lo económico, el fin de la expansión continuada de casi tres décadas fue aprovechado para enterrar la noción de bienestar, renegar del papel redistribuidor y regulador del Estado y mandar a Keynes a la galería de insignes economistas del pasado. Se abría paso a empujones la nueva doctrina neoliberal, que, además del tradicional rechazo a la intervención pública en el proceso económico, auspició la plena liberalización de los flujos internacionales de capital, creando un nuevo escenario totalmente desconocido en la historia del capitalismo e inaugurando un tiempo repleto de incógnitas. Quedaba así dibujado un nuevo panorama caracterizado, entre otras cosas, por: 1) La ausencia de mecanismos de control y regulación sobre unos mercados financieros desvinculados por completo de los ámbitos nacionales; 2) La dificultad de intervenir en los circuitos del ahorro y la inversión para favorecer su vinculación con las prioridades derivadas del progreso social y el bienestar de las personas, tanto a escala nacional como internacional; 3) La creciente ausencia de mecanismos -y de voluntades políticas- para poner los adelantos tecnológicos al servicio de la lucha contra la expansión de la pobreza, el hambre o el sida en el mundo; 4) La ausencia de instrumentos para controlar el avance de las crisis medioambientales; 5) Los conflictos comerciales entre bloques y países y la resistencia de los más fuertes a abrir sus fronteras a muchos productos de los países en desarrollo, pese a la retórica sobre el libre mercado; 6) El aumento de las migraciones internacionales como respuesta a los crecientes desequilibrios y desigualdades, y 7) El incremento de la inseguridad humana en el mundo, caracterizada por las Naciones Unidas como inseguridad económica, medioambiental, alimentaria, cultural, política y personal.

La incertidumbre y la creciente inseguridad generada durante las dos últimas décadas se han solapado con una cierta crisis de hegemonía, producto del fortalecimiento de Europa como potencia comercial, de las persistentes dificultades del sector exterior de la economía estadounidense y, a medio plazo, del incontenible avance de China como nuevo gigante económico. Poco a poco, la supremacía de Estados Unidos se ha ido apoyando de manera creciente en el papel del dólar en los mercados financieros, en el dinamismo de algunos sectores tecnológicos y, sobre todo, en su abrumadora superioridad militar, pero sin que ello reflejara la fortaleza y autoridad de otros tiempos.

En ese contexto de relativo desorden, durante los últimos años se han venido ensayando dos tipos de estrategias para restablecer unos mínimos niveles de estabilidad, y de expansión más o menos equilibrada para la economía mundial. Una, en el plano multilateral, basada en propiciar unas reglas de juego comunes para la liberalización de los mercados a través de una ambiciosa agenda de negociaciones en la OMC, capaz de abarcar aspectos comerciales, de inversión, de estándares laborales y medioambientales, de propiedad intelectual, etc. El intento se enfrenta a múltiples obstáculos, derivados de la oposición de los países más débiles a aceptar unas reglas que dificultarían más su posición y de la de numerosos movimientos y agentes sociales que reclaman una globalización gestionada desde los derechos de las personas y no desde los intereses de las empresas. También en una perspectiva multilateral se han intentado acuerdos específicos para acotar la incertidumbre y el desorden, como el caso del Protocolo de Kioto sobre el medio ambiente, expresamente boicoteado por EE UU. En esta misma línea, en el plano político habría que citar los fallidos intentos de reorganización de Naciones Unidas, o la creación de un Tribunal Penal Internacional, rechazado también por Washington.

La otra línea de actuación ha estado orientada a fortalecer amplios bloques regionales, capaces de responder a los intereses económicos de los países más fuertes en zonas de estabilidad supranacionales. En este sentido, los avances de la construcción europea han tratado de ser contrarrestados por EE UU a través de propuestas orientadas a crear grandes zonas de expansión. Pero tanto el ALCA (Acuerdo de Libre Comercio para las Américas) como la APEC (zona de Cooperación Económica de Asia y el Pacífico) han resultado proyectos demasiado complicados y necesitados de largos periodos de maduración, dada la gran diversidad de los países concernidos, así como la oposición de algunos de ellos (Brasil o algunos países asiáticos) a jugar un papel claramente subordinado a EE UU.

En este contexto, el Gobierno norteamericano ha encontrado cada vez más dificultades para establecer un orden internacional favorable a sus intereses, al tiempo que veía aumentar el descontento y la protesta hacia su política en amplios sectores de muchos países. A la vez, su persistente apoyo al Gobierno israelí en la cuestión de Palestina le ha granjeado la creciente enemistad de las poblaciones árabes y musulmanas en general. Los atentados del 11 de septiembre representarían dramáticamente la situación de EE UU en el mundo, como una superpotencia vulnerable a la vez que incapaz de establecer acuerdos sólidos de convivencia, económicos y políticos, con los demás países de la Tierra. De ahí que, como se ha señalado tantas veces, esa fecha marcaría un punto de inflexión en la percepción norteamericana de su papel en la escena internacional. La guerra desatada contra Irak ha sido el camino elegido para empezar a reafirmar sin ambages la hegemonía de EE UU. Se trata de un camino que debilita notablemente a la Unión Europea, condiciona el futuro de la economía china desde un mayor control de las reservas petrolíferas del mundo, asienta el poderío militar norteamericano en Asia y trata de poner firmes a los gobiernos árabes para imponer una solución al problema palestino. Desde esas bases, EE UU puede intentar combinar el unilateralismo en algunos temas con la búsqueda, desde una posición de fuerza, de acuerdos multilaterales en otros, para restablecer así un cierto orden internacional más acorde con sus intereses. La supremacía militar sería la base para imponer la hegemonía en todos los terrenos. O eso al menos es lo que algunos estrategas piensan. Sadam ha sido una buena excusa, e Irak reunía todas las condiciones para el asunto.

Otra cosa será lo que el futuro depare. Porque, más allá de la actual debilidad política europea, del agotamiento de la economía japonesa, de la maltrecha situación de Rusia o de la todavía insuficiente capacidad de China para actuar en el mundo, el actual modelo seguirá generando inestabilidad e inseguridad en la misma medida en que genere exclusión, violaciones de los derechos humanos, pobreza y rencor. Todo lo cual nos lleva a pensar que, más que en un nuevo orden, podemos adentrarnos en un escenario de creciente desorden, al que la bárbara ocupación de Irak habrá contribuido notablemente. Y es que los problemas del siglo XXI no pueden afrontarse con recetas del siglo XIX.

Carlos Berzosa es catedrático de Economía Internacional de la Universidad Complutense de Madrid y Koldo Unceta es profesor titular de Economía Internacional de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU).

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