Censo y voto
Más de 3,3 millones de valencianos están convocados a unos comicios de incierto pronóstico. La sucesión de fracasos gubernamentales en el último año (Gescartera, huelga general, aumento de la delincuencia, el chapapote, la guerra...) abre un interrogante acerca de sus resultados. Oportunidad, pues, para reflexionar en torno a las bases sociológicas que han dado soporte a anteriores mayorías electorales. Porque la explicación clasista del voto es, pese a sus límites, una sólida base interpretativa de los cambios habidos en la composición de las mayorías electorales, tanto en su vertiente estructural (la desaparición del proletariado agrario, el estancamiento del industrial, el crecimiento de las clases medias), como en la de las pautas de comportamiento (fatiga fiscal de las clases medias, derechización del voto joven..., etc.). A tal fin, resulta conveniente contrastar con los datos de la EPA que, a grandes trazos, se aproximan bastante al conjunto del censo electoral. Según esos datos, las bases sociales que sustentaron las mayorías progresistas durante la transición y las del centro-derecha al final del siglo, serían las que se recogen en el cuadro:
Entre la sociedad que forjó la 'mayoría de progreso' y la que apoyó al centro derecha hay profundas diferencias
Como se ve, entre aquella sociedad donde se forjó la "mayoría de progreso" y la que luego dio soporte al sedicente centrismo, hay profundas diferencias. Destaca por su dimensión (hoy son la quinta parte del electorado) el incremento de pensionistas y jubilados, derivado de una esperanza de vida más alta, pero también de la extensión del Estado del Bienestar y de los procesos de ajuste o reconversión empresariales con sus jubilaciones anticipadas. No menos importante, el descenso del número de amas de casa, vinculado a la incorporación de las mujeres al mercado laboral. Y también, claro, el aumento del de estudiantes, fruto de los esfuerzos de la democracia por la educación. Es arriesgado adjudicar comportamientos homogéneos a grupos tan heterogéneos e interclasistas, pero cabe apuntar algún perfil de trazo grueso. Así el lento viraje conservador de los jubilados cuyo sesgo progubernamental acaba imponiéndose en aras de la estabilidad. O al contrario, la tendencia constatada entre los jóvenes, de nuevo proclives a opciones progresistas. Más difícil, el perfil del voto femenino algo más progresista entre las mujeres trabajadoras y levemente conservador entre las amas de casa, éstas a su vez muy dependientes del contexto familiar.
Pero es en el ámbito de los activos donde se reflejan las transformaciones de clase. Así, no es irrelevante para la izquierda que clases antaño centrales en sus proyectos retrocedan en términos absolutos (caso de los jornaleros y los campesinos sin tierras) o en relativos (el proletariado industrial). Cierto que es compensado por el auge del proletariado en los servicios, pero se trata de trabajadores que por origen y condiciones de trabajo son más permeables a ideologías burguesas y ya no mantienen el nivel de conciencia de clase ni las solidaridades tradicionales del obrero industrial. El cambio en la clase trabajadora se completa con la existencia de un elevado paro con el que la sociedad ha aprendido a convivir en parte por los subsidios, en parte por el apoyo familiar, pero que abundan en la segmentación y heterogeneidad de la clase trabajadora.
Con todo, el aspecto que más caracteriza la modernización reside en el aumento de las clases y capas intermedias, no sólo las de viejo cuño gremial, sino las llamadas "emergentes", vinculadas al desarrollo de un capitalismo global que demanda más altas cualificaciones. Véase si no, ese espectacular aumento de la categoría de ejecutivos o en un segundo escalón, el de comerciales, funcionarios..., etc. Espacio, además, donde encuentra lugar propio el peso adquirido por la mujer en estos tiempos. En conjunto, pues, una sociedad progresivamente envejecida con protagonismo creciente de la mujer, en la que se amplían las capas intermedias y se segmenta la clase trabajadora, una sociedad además, muy dependiente del Estado pese al avance del mercado y los valores individualistas.
Que fuese sobre esta nueva realidad social que el PP asentase su éxito electoral en el 2000 no significa que lo fuese de manera mecánica. La política funciona con autonomía y pueden darse variables que cambien estados de opinión y comportamiento. Así ocurrió con la "corrupción" o así lo detectan hoy las encuestas. ¿Tanto como para provocar vuelcos políticos? Las encuestas postelectorales del CIS dan pistas acerca de lo poco previsible que es esperar de algunos colectivos, cambios de gran calado. Por ejemplo, entre los jubilados y pensionistas que en el 2000 votaron, según esa fuente, entre un 36 y un 39% al PP y entre un 21 y 25% al PSOE. Su recorrido desde los 80 fue tan lento que hace poco previsible virajes bruscos. O entre los empresarios que desde el 82 no han dejado de mostrar sus preferencias conservadoras. En cambio sí cabe esperar que se afiance aún más el voto de los trabajadores a la izquierda, especialmente tras el triunfo de clase en la huelga del 20-J, ratificado por la insólita retirada del decretazo. Y desde luego, que se consolide la tendencia apuntada ya entre la juventud que vuelve a preferir opciones progresistas y que ha sido agredida por la actitud gubernamental en temas sensibles como los medioambientales, los del voluntariado o en lo que afecta al pacifismo. ¿Suficiente como para propiciar el citado vuelco? No lo parece. En realidad todo apunta a que de nuevo las clases medias y especialmente las urbanas, por su amplitud y por su ubicación en el mapa político, tienen la clave. Sin duda, subsiste en ellas cierta prevención frente al modelo de solidaridad fiscal socialdemócrata, pero en este tiempo han sido afectadas en sus valores progresistas con ocasión de la guerra y también por aspectos de la gestión del PP en temas como el hundimiento del Prestige, la vivienda, la seguridad ciudadana, el endeudamiento público y otros que cuestionan la transparencia y eficiencia gestora.
Quizás porque ese es el escenario de la batalla electoral, sorprende que Aznar esté mostrando su faceta más hosca, con apelaciones a inverosímiles riesgos de fractura social. Pueden calar entre las capas altas de esas clases medias, pero dudo que lo hagan en su conjunto. Más bien pudiera ocurrir lo contrario, que amplios sectores reconociesen en el modo tranquilo de Zapatero, un factor de integración y de estabilidad. A fin de cuentas, la democracia es un invento del sistema capitalista y su consistencia está en relación directa con su capacidad de integración social. Algo que resulta difícil de conseguir con descalificaciones excluyentes.
Joaquín Azagra es profesor de Historia Económica de la Universidad de Valencia
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