La magia del retrato
Exposición de fotografías y dibujos del cubano Jesse Fernández en el Reina Sofía
Desde ayer y hasta el 22 de septiembre se exhibe en el Reina Sofía una amplia selección de fotografías, pero también de grabados, dibujos, pinturas y cajas-collages, hasta un total de 260 obras, del cubano Jesse A. Fernández (La Habana, 1925-París, 1986), probablemente uno de los retratistas fotográficos de mayor calidad del pasado siglo. Ante su cámara pasaron y posaron nombres como Dalí, Borges, Hemingway, Lezama Lima, Miró, Juan Benet, Cortázar, Francis Bacon, Marcel Duchamp o Marlene Dietrich, entre otros muchos. Lo peculiar de Jesse Fernández es que su relación con la fotografía fue totalmente imprevista. Trabajaba en Colombia para una agencia de publicidad, y al no encontrar ningún fotógrafo de su gusto decidió hacer él mismo las fotografías. Fue el comienzo de una larga relación con las Leica. Artista nómada por excelencia, La Habana, Nueva York, Madrid y París son, básicamente, sus referencias más constantes en un continuo deambular en el que se mezclan las razones laborales y los reportajes con las razones políticas de quienes nacieron y vivieron un tiempo en Cuba.
"Un individuo vulnerable que detrás de la cámara se convertía en un héroe"
Jesse A. Fernández colaboró con Guillermo Cabrera Infante en diversas publicaciones, desde Carteles y Life a Lunes de Revolución, como recuerda en su excelente texto para el catálogo el autor de Tres tristes tigres, obra esencial de La Habana nocturna previa a la revolución. Trabajó también para Squire, Pagent, Time, The New York Times, Herald Tribune y Architecture, entre otras publicaciones. En 1980 publica Les momies de Palerme (Editions de Chene, París), y en 1984 el entonces Instituto de Cooperación Iberoamericana edita un extraordinario libro, Retratos, que alguna editorial, institucional o privada, debería volver a situar en el mercado.
Cabrera Infante recuerda en su texto El ojo que no ceja. Visiones de Jesse Fernández cómo le conoció y sus primeros trabajos con él en Nueva York. Conviene advertir que con Cabrera Infante y, sobre todo, con su inseparable Miriam Gómez -aunque no fue así en este caso-, antes o después surge lo extraordinario, lo infrecuente, y más bien antes que después. Estamos en Nueva York, en 1957, y el periodista cinéfilo está realizando algunos reportajes para la revista cubana Carteles en compañía de Jesse Fernández: "Había entrevistado yo y Jesse fotografiado al hoy olvidado Helmut Kautner, entonces en su media hora de fama y cuando caminando por Central Park tuve un ataque incoercible de orina retenida: en dos palabras, me meaba. Iba a buscar un urinario público en el parque cuando Jesse sugirió que era más fácil entrar a un hotel y preguntar por los baños, lavatories o toilets. Estaba preguntando a un recepcionista dispéptico cuando oí los disparos. Fueron dos. Pronto hubo gente corriendo a través del lobby hacia uno de los pasillos y corrimos tras ellos para llegar a la barbería. Allí, tumbado en el suelo, había un hombre evidentemente muerto. La barbería apenas había sido tocada, los asesinos obviamente expertos. Alrededor del cadáver estaban varios barberos, vivos pero muertos de miedo. Durante un momento tuvimos vía libre, la escena despejada, los curiosos del hotel reculando ante la muerte súbita. Jesse tomó fotos a los testigos tardíos y a algunos de los barberos: sabían quién era el muerto. El asesinado era un muerto grande, Albert Anastasia, y estuvimos a punto de presenciar su asesinato: los baños quedaban frente a la barbería. Jesse sólo hacía retratos. (Esto no es exacto, pero suena bien en esta parte del relato)".
Años después, en 1959, Cabrera dirigía Lunes, el suplemento cultural del diario Revolución. Jesse visitaba cuando menos una vez al año la isla. Su amistad con el escritor le animó a colaborar en dicho suplemento y a participar activamente con él en un recorrido por toda la isla, viaje que tenía título: A Cuba con amor, un suplemento monográfico de la isla. El autor de La Habana para un Infante difunto, cuya foto de portada no podía ser de otro que de Jesse Fernández, lo recuerda así: "En ese tiempo en Cuba conocí a los diversos Jesses: el ojo incansable que lo ve todo, la máquina que atrapa cada instante en una foto para hacerlo eterno, un hombre apocado y audaz, un individuo vulnerable que detrás de la cámara se convertía en un héroe que no conocía el miedo, capaz de ser un mártir que nos mira, un americano de atuendo que conocía dónde estaba lo cubano (su presencia, su esencia), un dandi delicado que nos influyó a todos con su disfraz diario: camisas azules de obrero que trabaja, pantalones de caqui curtido, zapatos de cuero virado y un cigarrillo Player entre los labios siempre. Había otro aspecto singular de Jesse que era inquietante: era capaz de llevar al viaje que hicimos por todo el territorio cubano tomando fotos para A Cuba con amor (cuando creíamos en el espejismo que fue sólo una ilusión óptica) cargando un inusitado volumen de las poesías completas de Rimbaud ¡en su francés original!, que leía cada noche del viaje al fin de la isla, en su cuarto de hotel, solo. Jesse era un hombre culto oculto. Lo que no podían ser sus imitadores del patio. Jesse se escapó de Cuba mediante un subterfugio que fue su refugio: regresó a Nueva York casi de incógnito. No nos volvimos a ver hasta el viaje que hice de Londres a Hollywood en 1970. A mi regreso me detuve en Nueva York para encontrarme un Jesse dejado de la mano de la suerte: sin dientes, viviendo en un cuarto lleno de gatos y fotos viejas cubriendo las pobres paredes. Lo había perdido todo menos su ojo y su Leica. Con ella me hizo un retrato como si estuviéramos en 1957: un memorable retrato neoyorquino en que yo aparecía petulante y confiado. En el triunfo o en la derrota Jesse era un retratista consumado, no un artista consumido. No hay más que ver ahora sus obras maestras en las paredes".
Como acertadamente señala el comisario de la muestra, Osbel Suárez, "para Jesse la fotografía entrañaba una ética que vinculaba directamente al retratado con la circunstancia específica en la que lo había conocido. No hay en sus retratos más dramatismo o espontaneidad que la provocada por el personaje y su entorno, como en la foto en la que aparece Marlene Dietrich bailando mientras todo a su alrededor parece que no existe, el destello de su pendiente ilumina sólo su perfil y su compañero de baile, Joseph von Sternberg, apenas se vislumbra entre las sombras".
Tanto el comisario de la exposición como el director del Reina Sofía, Juan Manuel Bonet, destacan en sus textos la calidad de los retratos de Jesse Fernández. En el mencionado libro Retratos, el propio fotógrafo explica en unas líneas su concepto y relación con la fotografía: "No me es ajeno el riesgo que corre un libro como éste. Por eso me apresuro a definirlo como una simple colección de retratos debidos al azar y la amistad. Con ello no pretendo jerarquizar la vida artística, ni cualificar a los personajes, ni postular una selección de los profesionales del arte. Lejos de mí la presunción de crear un parnaso familiar a gusto de cofradías y capillas".
Babelia
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