Eufórica o ruidosa
En el suplemento dominical EPS puede leerse que Javier Marías se siente aturdido por el ruido que nos circunda, y se admira por la locura de que en España, con los calores estivales y las viviendas entreabiertas para combatirlos, se haya podido superar a Japón en el primer lugar de la clasificación por países en ruido ambiente. Entiende que el principal culpable del tormento auditivo son las autoridades, y pide que controlemos a los ayuntamientos e impidamos que se machaquen los oídos a los ciudadanos. Aquí llevamos padeciéndolo desde hace tiempo, pues Valencia figura la primera en el ranking de ciudades ruidosas entre las españolas, según el estudio sobre La contaminación acústica en nuestras ciudades.
Hace ya unos meses suscribimos un manifiesto redactado como damnificados por el abrumador ruido que nos rodea, concibiendo cierta esperanza en la movilización social en favor del final definitivo del abuso. Cabe incluir además el apoyo del colectivo de afectados por alguna modalidad de sordera que, sufriendo en cuerpo propio las consecuencias de tamaño despropósito, anima en la misma línea a rebelarse sin tardanza ante una situación que nos acosa en todos los ambientes.
Los niveles de ruido de las ciudades españolas son consecuentemente más altos que la media europea y muy superiores a los límites que marca la normativa internacional. Valencia, según el estudio citado, es la ciudad que ofrece peores resultados. Y lo que es peor, con el beneplácito, casi siempre, de la mayor parte de las autoridades, pero también de los ciudadanos. Así en ámbitos públicos y privados, restaurantes y tertulias, comunidades de vecinos y zonas residenciales, o fiestas populares y deportivas.
El fútbol, como el baloncesto hoy, no se comprende sin el acompañamiento de una charanga con altavoz, que distorsiona el espectáculo en aras de una pretendida espectacularidad, alterando su significado. En bares, incluso en restaurantes de postín, el ruido ambiente impide escuchar al comensal próximo. En reuniones privadas, las opiniones se lanzan contra quien nos rebate, con voz cada vez más elevada, sin escucharse apenas. Repaso a Machado advirtiendo, para dialogar, primero escuchar después pensar: "¿Tu verdad? No, la Verdad, vente conmigo a buscarla".
En la calle el ruido es ensordecedor. Nuestros antecedentes árabes avalan tal algarabía. Como en el callejón de los milagros de Mahfuz en El Cairo, sorprende comprobar el rumor constante de las calles, el continuo sonar de las bocinas de los coches, y el trajinar quejumbroso de los camiones que recogen basura, allí bombean cemento, durante las noches. Con el abuso añadido de las alarmas en los inmuebles o en los vehículos, particulares o públicos, sean de ambulancia, policía o bomberos, que en ocasiones ignoran que sólo deben utilizarse cuando la ocasión lo requiere y con la prudencia debida.
En las comunidades de vecinos los ruidos se suceden mientras los ligeros materiales utilizados en la construcción no pueden resistir, la mayoría de las veces, el volumen de las voces, tal vez gritos, de las conversaciones; el transcurrir de las pisadas, en ocasiones carreras, las más con zapato de calle; el ajetreo de los muebles, al carecer de la prudencia necesaria para haber situado unos amortiguadores de fieltro en pies de sillas y mesas; o lo que es peor, el ladrar impenitente de los perros, en el exterior, que advierten de la ausencia de sus dueños. Sus mejores amigos, según dicen.
El ladrar canino es circunstancial en las urbanizaciones residenciales, donde sólo se les antoja cuando cualquier viandante circula por la puerta de la residencia, esté aislada o adosada, y el can advierte de su presencia ante el pacífico paseante, que a su vez debe ir esquivando los vehículos motorizados que traen prisa o que, en aluvión desenfrenado, cuestionan sobre la soberanía del territorio. Territorio que para las motos se amplía al circuito urbano de Valencia con motivo de las fallas, donde el ruido resulta ya proverbial, como recordaba recientemente Manuel Lloris.
No se pueden entender las fiestas sin cohetes, ni las fallas sin ruido. Pero no me estoy refiriendo a los consustanciales, a los de mascletaes y castillos, y mucho menos a los coloridos pasacalles que amenizados por ejemplares bandas de música acompañan a nuestra fiesta. Quiero referirme a los sin ton ni son, a los que no tienen ingenio ni arte. A los que no dejan dormir, despiertan y asustan a los vecinos a cualquier hora, y dejan sin sentido precisamente a los propios de las despertaes.
En cualquier caso, las fallas son tiempo especial y pasan con la entrada de la primavera. Lo que queda es lo preocupante, lo que se acrecienta en verano como hemos visto, y simboliza el desinterés por el ámbito privado de los demás. De quienes reivindican el silencio y fomentan la escucha. De quienes manifiestan que mediante el respeto al silencio, se hace razón de progreso, de civismo y solidaridad. No convirtamos incluso la música en un molesto ruido, aun cuando fuera el menos molesto de ellos, que dijera Napoleón.
No lleguemos a tener que taparnos los oídos para no escuchar la palabra alzada, o por no poder escucharla bajo el estruendo. No tengamos que ponernos tapones en los oídos para poder dormir. No pensemos en huir antes que en poder vivir en las ciudades. De lo contrario la ciudad ideal, que preconiza Luigi Settembrini, aquella de la euforia, que alienta Irene Papas, no dejará de ser la ciudad ruidosa. Es una necesidad no sólo de nuestra calidad de vida, sino también del devenir de la economía. El turismo y el trabajo requieren tranquilidad, y el silencio es una necesidad para el desarrollo individual, y para el progreso económico, para el bienestar social, incluso para la salud pública.
Alejandro Mañes es licenciado en Ciencias Económicas y Derecho.
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