De lo necesario y lo posible
Un antiguo proverbio dice que si a alguien le das un pescado le aseguras como mucho una comida; pero que si le das una caña y le enseñas a pescar, podrá comer toda su vida y por su cuenta. Quiero ponerlo ahora en relación con esta frase que acabo de leer en la novela Anna (yo) Anna del escritor danés Klaus Rifbjerg: "No hablan más que de los problemas de los países subdesarrollados, pero ¿qué saben de ellos? Quieren dar limosnas, pero no comprenden que lo que hacen falta son inversiones". Estas palabras, aunque se acaban de editar en castellano, fueron escritas a finales de los años 60. Sin embargo su mensaje -igual que el de todos los proverbios que aún se citan- sigue siendo válido hoy, y valioso para abordar las políticas de cooperación y de intercambio internacionales.
Hay países que siguen viviendo en la pobreza más extrema -es el caso sangrante de la mayor parte de África-, que necesitan por lo tanto ayudas directas, peces urgentes, venidos de los países ricos. Pero los países en vías de desarrollo no están afortunadamente en esa situación, no necesitan peces para consolidar su evolución económica y social. Poseen cañas y artes, y pescan ya, divinamente, solos. La clave de su desarrollo está en la posibilidad de sacar al exterior sus productos, de comercializar en condiciones favorables sus "pescados". Unos pescados que por ser condición de progreso y bienestar para las poblaciones que los producen, me represento ahora como hechos de oro, igual que los que Melquíades fabrica en Cien años de soledad.
Nos lo recordaba el presidente Lula en su última visita: lo que Brasil y todos los países en vías desarrollo necesitan es más comercio leal por parte de los países ricos. O lo que es lo mismo, que el primer mundo supere esa contradicción ideológica que consiste en predicar la libertad de comercio con el ejemplo de un proteccionismo tupido, apretado, de sus propios productos. Y no me parece superfluo recoger aquí el dato que vale más que mil palabras de que, mientras el 40% de la población africana vive con menos de un dólar al día, cada vaca europea recibe a diario un subsidio de tres.
Pero esta exigencia de menos ayudas y más equilibrio en el intercambio comercial tampoco es una novedad. Tiene al menos tantos años como la denuncia de las "preocupaciones limosneras" de Klaus Rifbjerg. Lo que demuestra que es muy difícil empezar a construir la casa del comercio justo por arriba, por el tejado de la mentalidad del poder. Es más seguro consolidarla desde la base, desde la sensibilización y la participación de los ciudadanos-consumidores del primer mundo.
Es lo que pretende la organización internacional de Comercio Justo, nacida también en los años 60, implantada en España desde 1996, y cuya coordinadora estatal se encuentra precisamente en San Sebastián. Entre sus objetivos está mejorar la situación de los productores de los países en desarrollo, pagándoles un precio justo y estableciendo con ellos relaciones comerciales durables. Asegurar la distribución de sus productos en nuestros países mediante una red de establecimientos colaboradores (en España existen cerca de 80 puntos de ventas). Garantizar el respeto de los criterios del comercio justo, a saber: condiciones laborales y salarios dignos; ausencia de explotación infantil; igualdad de género, respeto del medio ambiente y calidad de los productos. Y contribuir al "contagio" de una práctica comercial y de consumo que es, hoy por hoy, la única esperanza de desarrollo para millones de familias y pequeñas comunidades en todo el mundo.
Acabo con el recordatorio de estas palabras, que cito de memoria, del presidente Lula: "haré primero lo necesario, luego lo posible; y cuando menos os lo esperéis estaré haciendo lo imposible". El comercio justo es necesario y posible (para más información acudir a www.comerciojusto.org). Y es, con toda seguridad, un paso firme hacia lo irrealizado. Aún.
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