Resurrecciones
El Domingo de Resurrección los poblados marítimos se vestían con el primer aroma de la primavera y eran las calles un clamor de sol más alto restallando en el metal de los tambores y cornetas. Desde la Iglesia de los Ángeles salía la procesión a paso ligero y la abuela nos ponía la corbata con cierre de goma porque el Señor había vuelto a la vida. Era estupendo que Jesús muriera y resucitara cada año, porque eso nos sacaba del colegio y hacía que la gente se echara a la calle con cascos emplumados y preciosas espadas. El sable de los Granaderos, el espadón corto de los Pretorianos, el estoque de los Sayones... Hasta las mujeres llevaban dagas, y cabezas cortadas en la mano, cogidas de los pelos tal y como nosotros tomábamos la red con la pelota.
"Antes de sentarnos en el palco, el abuelo nos llevaba Calle de la Barraca abajo"
"Durante mucho tiempo nos pareció que las cosas siempre serían de aquella justa manera"
Antes de sentarnos en el palco, el abuelo nos llevaba Calle de la Barraca abajo, rumbo al Cabanyal, y allí nos compraba una peonza de cordel y una espada de madera. Y qué más hacía falta, si el mar respiraba al fondo y la promesa del verano andaba ya en los primeros puestos de clotxinas improvisados a la puerta de algunas casas. Faltaban las palmeras, y la traca, y un millón de palomas reventando el cielo cristalino de la infancia.
Y quién había alfombrado, mientras nosotros dormíamos, la calle entera de pétalos de rosa. Cómo era aquello tan reconcentrado y mío del aire ardiendo en el sofocante aroma de las flores pisoteadas. Pasaban los guardias a caballo, con su casaca roja y su alto sombrero plateado. Pasaban los penitentes, y unos ojos muy fieros nos miraban desde dentro de las capuchas. Pasaba la Magdalena con un ramo de lirios y su escote era sal en las ingles y extrañeza. Y los niños entonces soñaban rescatarla, con sus espadas de madera, de algún peligro, para ganarse un beso de sus labios tan rojos. Pero la Magdalena se iba a paso ligero, como todas las cosas. Y ya estaban allí los legionarios, que eran sueño de pólvora y puñales, con sus camisas arremangadas, con su raquítica gorra y con su cabra. Maltrataban el suelo con las botas y se golpeaban con el antebrazo sobre el pecho, para que a nadie le quedara ninguna duda de su hombría. Qué bien custodiada iba la Virgen entre aquellos hombretones con barbas de chivo siempre tan enfadados, y cómo lloraba entonces la abuela. Su llanto resplandecía de una manera que nos ponía contentos y nos daban ganas de abrazarla.
Y cada año era lo mismo, y ninguno pensamos jamás que las cosas no fueran a ser así eternamente, porque las cosas estaban bien, y no había ningún motivo para cambiarlas. Estaba bien que las chicas se pusieran tan guapas para desfilar, con sus peinados de tres pisos y sus pendientes de lágrima. Estaba bien colgarse un tambor de plástico del cuello y salir al aire de abril a reventar de alegría la mañana. Y si no hubiera sido por lo que había siempre que esperar a que por fin llegara la procesión y por lo insufribles que eran aquellas sillas de madera listada, mi hermano y yo hubiéramos dado en pensar que el mundo era un sitio hecho exactamente a la medida nuestra, que no cabíamos de gozo ya en la piel.
Durante mucho tiempo nos pareció que las cosas siempre serían de aquella justa manera. Hasta que algún día, no sé cuándo ni cómo, el niño cogió la mano del abuelo, cerró los ojos para dejarse arrebatar por el estruendo de los tambores y las cornetas y, cuando volvió a abrirlos, otro niño tomaba la suya. Papá -dice ese niño, mientras contempla a una muchacha que, ataviada de Virgen, sujeta un crucifijo y desfila de nuevo por las calles de otra primavera-, esa mujer lleva a dios en la mano. Y el sol sigue en lo alto para nadie y para todos, y da miedo verlo tan igual a sí mismo, tan rendido a su empresa, como si cada año fuera a ser todo idéntico, como si abril no fuera a dar en mayo, y mayo en junio. Como si no existiera el Miércoles de Ceniza.
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