De Budapest a los horizontes magiares
Hungría se acomoda entre la tradición oriental y el nuevo mapa europeo
Budapest y el lago Balatón. El recodo del Danubio. Pocos turistas españoles se aventuran más allá. Sin embargo, el país magiar despliega sus atractivos a lo largo de un territorio similar al de Andalucía. Pronto Hungría pasará al club europeo más selecto, el de la Unión. Se incrementarán las ayudas comunitarias, y con ellas, las autopistas que recorran el país arrancándolo de su relativo letargo. Todo quedará al alcance de la mano y se volverá más accesible. Por de pronto, hoy todavía conserva su carácter y esencia, forjados entre el calor de Oriente y el racionalismo de Occidente.
Recientemente se celebraban las votaciones para el ingreso en la Unión Europea y el abstencionismo alcanzó a más del 50% de la población; no obstante, los que votaron dijeron sí en más de un 80%. Hoy, Hungría respira cierta holgura, vive de lo que le proporciona el suelo (vino, cereal y ganadería), y afronta su entrada en la democracia desde hace 13 años sin complejos. La calidad de vida se palpa a lo largo de este país de no más de 10 millones de habitantes con un alto nivel cultural y de enseñanza. "Aquí vive muy bien el que quiere. Solamente tiene problemas el que sigue empeñado en que el Estado le resuelva todos los problemas", asegura Gabriella Sudár, licenciada en lenguas y experta en turismo. El paro alcanza el 8% y los precios están al alcance de la población, excepto los de la vivienda, que, como en el resto de la Europa neoliberal, se andan tirando hacia la estratosfera.
Mazapán en Szentendre, aguas termales en Eger, vinos regios en Tokjar y estepas inabarcables en la Puszta. La bulliciosa capital húngara es sólo la puerta de un país donde Oriente y Occidente se tocan.
Diversidad se llama la seña de identidad cultural de Hungría. Un país que a raíz del tratado de Trianón, de 1920, tuvo que renunciar a una salida al mar y cedió a Rumania una de sus tierras más queridas: Transilvania. Por todas partes se elevan hacia el cielo los campanarios orientales de las iglesias ortodoxas, los campanarios de madera de las iglesias protestantes, las agujas neogóticas de las iglesias católicas, los alminares otomanos y las cúpulas de bulbo de las sinagogas. Es como si la religión entera se hubiese conjurado para salir de su ostracismo tras el periodo comunista. Aunque, aseguran los habitantes de Budapest, los húngaros no son especialmente devotos. Nada que ver con la exuberancia mediterránea. La sobriedad es la nota dominante. El 75% de la población es católica romana; el 15%, protestante; el 1%, ortodoxa, y el 9%, judía.
Este país de la nueva Europa no es tan nuevo como lo pintan algunos. Por él pasaron romanos, ligures, magiares, tártaros, hunos, otomanos y muchos otros pueblos que dejaron su huella más o menos indeleble en los rasgos físicos de las personas, en la excelente cocina y en la arquitectura. También contribuye a su especificidad el lenguaje, de origen fino-hungrio, que nada tiene que ver con otras lenguas de origen eslavo.
Agua de río y baño turco
Huelga decir que no hay que perderse Budapest cuando se viaja a Hungría. La ciudad de la arquitectura más deslumbrante y ecléctica del siglo XIX. La ciudad de la simetría y las grandes avenidas. La ciudad de los baños turcos, de la música, del Danubio y de los tilos más olorosos del mundo. A principios de verano, junto con el olor a agua y a oxígeno del río (el río todavía huele a río) se entremezcla el aroma melífero y punzante de los tilos que se estremecen con la brisa de la tarde. La calle de Lizst estalla de noche en un colorido batiburrillo de terrazas frecuentadas por gente guapa, y el mercado central se llena de amas de casas, turistas y carteristas avispados. Un lugar, el mercado, apto para paladear sin disfraces la vida local. Lo mismo que sucede con los baños turcos. El Baño Real, en Buda, aún conserva su cúpula y su estructura otomana, y, como los demás, mantiene de forma rigurosa sus turnos de hombres y mujeres. Lástima que no figure en las listas de los monumentos más destacables de la ciudad y que aún no haya sido restaurado. Pero es que, al parecer, el pasado otomano, que duró más de 150 años, incomprensiblemente escuece, como escocía hasta hace poco aquí el pasado andalusí. Por lo demás, el Parlamento, la ópera y la iglesia de Matías son los monumentos que más atención reclaman. Todos del siglo XIX, todos neos más o menos fantasiosos y espectaculares. Son, sin embargo, el Instituto Geológico y el Museo de Artes Decorativas, del gran arquitecto modernista Ödön Lechner, los más innovadores y geniales de la época, con sus escamas cerámicas, sus curvas vegetales y sus alegorías magiares.
A pocos kilómetros de Budapest está una de las mecas del turismo de un día: San Andrés (Szentendre). Una pequeña localidad fundada en el siglo XVIII por habitantes originarios de los balcanes y que guarda cierto aire meridional y colorido. Allí vive Szabó Károly, propietario de una deliciosa pastelería y de un genuino museo del mazapán. Un tesoro kitsch en el que se exponen toda clase de complejísimas piezas hechas enteramente con la dulce masa. En un perfecto francés (vivió durante largos años en Líbano), este abuelo de expresión entrañable recibe al visitante con toda la hospitalidad oriental y los más exquisitos modos occidentales. La discusión acerca del origen del mazapán está servida: "Según los archivos nacionales de Viena, al parecer lo introdujo en la corte Beatriz de Aragón, casada con el rey Matías, procedente de un pastelero italiano", asevera con convicción.
Una iglesia de quita y pon
No lejos de allí está el Museo Etnográfico al aire libre. Inexcusable para un primer sondeo del alma húngara. En un espacio de más de 60 hectáreas se están reconstruyendo distintos poblados tradicionales con una variada muestra de arquitectura popular entre la que encuentran molinos de agua y de tracción, viviendas y granjas. Destaca una fabulosa iglesia rural protestante del siglo XVI traída desde Felsó Tiszavidek, junto a la frontera con Transilvania. Como a los protestantes les estaba prohibida la construcción de campanarios, los levantaban exentos y enteramente en madera con el fin de poder desmontarlos. Además, el interior, sencillo y sumamente acogedor, alberga cruces y otros signos de la cristiandad entrelazados con arabescos, lunas y estrellas propias de la más pura iconografía musulmana. Ello salvó a la iglesia de la destrucción otomana.
Y ahora habrá que salirse de los circuitos trillados para adentrarse en el país magiar, beberse el paisaje y los mejores vinos y confortarse con las aguas más terapéuticas en una tradición que se remonta a tiempos romanos. A unos 200 kilómetros de Budapest, en dirección al noreste, se impone una parada en Eger. Una ciudad balneario donde el vino corre a raudales. No hay más que darse una vuelta por el llamado Valle de las Mujeres Bonitas, que alude al estado de percepción que se tiene después de haber recalado por cada una de sus bodegas. Este valle encajonado forma todo un itinerario de tabernas pertenecientes a pequeñas bodegas privadas con galerías de envejecimiento excavadas en el monte. Al atardecer la alegría es manifiesta y el vino tinto se sirve en las mesas compartidas al aire libre, acompañado de queso de cabra, salami y chorizo picante.
Eger es una pequeña ciudad de lo más sugerente. Sede del arzobispado hasta 1804 y orgullosa hasta la médula de haber sido protagonista de una sonada victoria contra los turcos. Con un casco histórico peatonal de corte simétrico y dieciochesco (toda una rareza en Hungría), y un par de iglesias barrocas contundentes. El toque de distinción de esta ciudad por la que sólo recalan turistas locales lo aportan los numerosos jardines, cafés y tiendas elegantes, y algunos edificios solemnes, como el Museo Eclesiástico, precedido de un bello patio adoquinado. El monumento más presente desde todos los ángulos, la basílica, es, en cambio, un pesado edificio del siglo XIX de reminiscencias neoclásicas, característico de la pompa austrohúngara, de estética un tanto pastiche. Lo más impresionante es el alminar otomano del siglo XVI y de 40 metros de altura que, en solitario (desapareció la mezquita mayor a la que pertenecía) taladra el atardecer con su perfil afilado desde una de las plazuelas del centro.
Dulce podredumbre de la uva
Puestos a probar vinos, no hay que perderse el Tokaj. "Un vino de reyes, y el rey de los vinos". Louis XIV dixit. El valle del Tokaj fue declarado recientemente patrimonio de la Humanidad por la Unesco y es una de las regiones con más carácter de Hungría. La población homónima se sitúa en la confluencia de los ríos Bodrog y Tisza, que con sus brumas matinales proporcionan a las vides la necesaria botritis (el hongo que produce la "podredrumbre noble" que pasa las uvas) para la perfecta vinificación del vino dulce de la región, ensalzado nada menos que por Pedro el Grande, Voltaire, Goethe y Schubert, entre otros. En torno a los ríos se extiende una campiña dulce y muy dilatada, y hacia los montes trepan las vides podadas en espaldera para acabar en un bosque de caducifolios frecuentado por ciervos y jabalíes.
Son numerosos los inversores extranjeros que han levantado una bodega en el valle. Entre ellos, Vega Sicilia, que con su incomparable Oremus se instaló en Tolcsva en 1993. En mitad de una loma aparece la bodega que tras su rostro tecnológico esconde en la entrañas de la tierra de origen volcánico 5 kilómetros de bodegas subterráneas de envejecimiento, donde el moho Claposdorium cellare recubre las botellas centenarias y la temperatura no supera los 12 grados. El más excelso es el aszú, o vino de lágrima, cuya historia se remonta al siglo XVI, y cuyas simientes se seleccionan en el racimo de una en una.
Hay que escuchar a András Bascó, enólogo y director de Oremus, describir las cualidades de su gran vino mientras sumerge los sentidos en la copa. Los vinos ofrecen notas que recuerdan los perfumes de Guerlain: membrillo, tilo, acacia, melocotón, pomelo y miel, pero también tabaco y chocolate para los más curtidos. Orgulloso de sus viñedos dispersos por varios puntos de la geografía tokaji, Bascó describe con delectación las características de las cuatro variedades con que se elabora el vino: "El furmint aporta estructura, frescor y equilibrio; el zéta, fuego y carácter; el hárslevelu, aromas afrutados y elegancia, y el sárga muskotály, fineza".
Algo más hacia el sureste, en la zona fronteriza con Rumania, se extiende por fin la Puszta, la gran planicie o estepa que abarca el 60% del país. Una región "plana como el mar" que inspiró al gran poeta húngaro Sándor Petófi y a muchos otros soñadores de la pluma y el pincel. Aunque ya muy humanizada por la agricultura, aún conserva la mayor extensión virgen de Europa, como un inmenso mantel de gramíneas y hierbas ocres y verde tierno, y toda una red de marjales repletos de vida animal. Es en el parque nacional de Hortobagy, de unas 80.000 hectáreas, donde mejor se puede disfrutar de la vida en las estepas, el relincho nervioso de los caballos nonius, las manchas grises de las ovejas merinas azuzadas por perros negros y malcarados, y la silueta impasible y enorme de los bueyes grises, szürkemarha, cuyos cuernos invitan a no intimar demasiado con ellos. La Puszta es también la tierra del gulash humeante y de las crepes rellenas de guindas y semillas de amapolas. Y de la cestería y la cerámica negra más delicada.
Entre sus humedales se cobija una interesantísima avifauna que se puede contemplar cómodamente desde los observatorios. Se han censado hasta 342 especies, 152 de ellas nidificantes. Las garzas son las estrellas indiscutibles. Aunque la época no es la mejor, por estas fechas se contemplan avetorillos, garcetas grandes, garzas imperiales y cangrejeras, y martinetes. Pero también se ven cormoranes pigmeos, espátulas y porrones pardos, y son muchas las rarezas con las que un aficionado puede llenarse el cuaderno de notas exóticas: ánsares de careto chico y de careto grande, águilas imperiales orientales, pigardos europeos, ratoneros moros y calzados, moritos y todo un elenco de bellezas aladas que rasgan la monotonía de la planicie con su vuelo.
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