¿Por qué decimos no a la OMC en la agricultura?
Estamos en vísperas de la quinta cita de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que, en esta ocasión, se celebrará en Cancún (México). Como viene siendo habitual desde las importantes movilizaciones de Seattle en 1999, que lograron que la ciudadanía y las organizaciones sociales constatáramos la importancia del tema para nuestro futuro, volveremos a presenciar el intento de legitimación de estas convocatorias por parte de la propia OMC y de los Estados participantes mediante fórmulas que presenten el efecto de la liberalización propugnada como un beneficio también para los sectores excluidos. Frente a este discurso, de nuevo oiremos los argumentos de los movimientos sociales de todo el mundo que, junto a ONG, sindicatos y otros grupos, demandamos un modelo alternativo de globalización. La presión social y la movilización ciudadana cada vez más firme, profunda e imaginativa generadas desde estos sectores está obligando a revisar los mensajes que se lanzan desde la OMC, aunque, como comprobamos cotidianamente, sean sólo meros lavados de cara que, en absoluto, llegan a asumir las alternativas planteadas por las organizaciones sociales.
Defendemos el derecho de los Estados a promover y apoyar su propio sector agropecuario
El discurso oficial en el seno de la OMC propugna con tesón "las enormes posibilidades de la liberalización del comercio internacional para favorecer a los países en desarrollo". Detrás de esta frase, acuñada en la Conferencia de Doha celebrada en 1999, se ocultan no pocos elementos cuestionables, pues cada vez que la OMC y los Estados presentan este planteamiento en toda su crudeza acabamos oyendo que el liberalismo absoluto es el único camino para que el comercio beneficie a los pobres del mundo. Pero cada vez que se defiende esta aserción se olvida que los países están formados por personas, que en los países en desarrollo se repite el mismo esquema injusto de reparto de la riqueza que existe a nivel global y que favorecer a los países en vías de desarrollo no implica, por tanto, mejorar las condiciones de vida de la población excluida. Al dar por sentada esta afirmación, los debates se ciñen a dilucidar cuestiones técnicas sobre cómo eliminar o no aranceles, qué tipo de apoyos internos o subvenciones son las permitidas, o cómo dar un trato especial y diferenciado a los países empobrecidos... En ocasiones, las organizaciones sociales podemos caer en la misma dinámica, discutiendo y asumiendo planteamientos sobre unas cuestiones que, en este momento, ya están alejadas de la lista de prioridades de las organizaciones sociales más directamente afectadas por los efectos de estas políticas.
Este planteamiento es, a nuestro entender, completamente desacertado cuando las discusiones se centran en la agricultura, uno de los aspectos clave de las negociaciones en el marco de la OMC y de trascendental importancia para los pobres del Sur. Las cifras cantan: el 60% de la población mundial vive en el medio rural, más de 840 millones de personas pasan hambre, el 75% de las personas pobres y hambrientas del mundo, según datos de la FAO, viven de la agricultura, de la ganadería, del pastoreo o de la pesca, y más de la mitad del PIB de más de un centenar procede de la producción agropecuaria. En este contexto, el comercio y el mercadeo son elementos importantes para las economías, pero no pueden ser la prioridad en todos aquellos países que, ante todo, necesitan asegurar la soberanía alimentaria de sus poblaciones. Asimismo, la prioridad de los Estados no puede consistir en aplicar mecanismos para la liberalización del comercio agrario cuando los datos que se desprenden de la propia OMC nos dicen que sólo el 10% de la producción mundial de alimentos es la que se comercia en los mercados internacionales y que un 74% de la misma está concentrada en sólo 14 países. En un contexto internacional en el que los precios de los productos básicos siguen bajando y en que los productos más dinámicos en el mercado internacional son, de nuevo según datos de la propia OMC, la seda, las bebidas no alcohólicas (refrescos) o los preparados de cereales, una acción política responsable de los Gobiernos no puede dar prioridad a la promoción de una agricultura exportadora centrada en monocultivos dirigidos al mercado exterior sin afianzar previamente las bases de un tejido productivo sostenido por la población del medio rural y caracterizado por la diversificación de cultivos capaz de cubrir la mayoría de las necesidades del país, y sin potenciar la transformación alimentaria y sus propios mercados internos. Sería tal vez necesario preguntar al campesino hondureño o senegalés, o también al pequeño ganadero que tiene 20 vacas en un pueblo de la montaña gallega, que nos diga cuál de las opciones prefiere.
Las propuestas de mercado preconizadas por la OMC con todos sus intentos de maquillaje son, en pocas palabras, desregulación, privatización y liberalización. Los ejemplos de una Argentina orientada a la agroexportación de soja o carne de vacuno, pero con una población rural hambrienta, o la situación de los millares de campesinos mexicanos después del Tratado de Libre Comercio con Canadá y EE UU, ilustran perfectamente las consecuencias sociales y ecológicas de este modelo. Asistimos a la imposición de un modelo agrario de producción, tanto para el Norte como para el Sur, cuya receta única es la transformación de los sistemas agropecuarios familiares, de orientación comunitaria y autodependientes, a sistemas de producción y distribución comerciales subordinados a las grandes corporaciones. Donde antes se sembraba comida ahora se cultivan flores, cacahuetes o café destinados al consumo en el Norte. La comercialización de la agricultura genera, además, la concentración de la tierra en manos de empresas privadas, con lo que se expulsa del campo a miles de familias que deben buscar su subsistencia en las ciudades o como trabajadores jornaleros.
Son realidades como éstas las que llevan a los movimientos campesinos, indígenas y ecologistas, y a un número cada vez mayor de ONG de desarrollo a reclamar una y otra vez que las cuestiones agrícolas queden excluidas del mandato de la OMC. En este sentido, frente a la propuesta política que se propugnará en estos días en la cita de la OMC en Cancún, los movimientos sociales a los que representamos planteamos unas alternativas orientadas a resituar cada uno de los objetivos y prioridades expresados a lo largo de estas líneas.
Defendemos, por ello, el derecho y el deber de los Estados de defender, apoyar y promover su propio sector de producción agropecuaria, porque de ello dependen cuestiones como la soberanía alimentaria, la calidad de vida de amplios sectores de la población o el equilibrio territorial y medioambiental, para lo cual deben tener capacidad de definir sus propias prioridades y estrategias comerciales. Proponemos, también, un modelo de producción orientado hacia el abastecimiento de los mercados interiores que permita el crecimiento y la transformación de los mismos en productos alimentarios. Este modelo de producción agrario debe apoyarse en el marco de la explotación familiar que garantice el tejido rural, que cuide el medio ambiente y que sea solidario con los sectores agrarios de otros países. Por todo ello, y porque entendemos que el actual marco de regulación del comercio internacional no permite ningún avance hacia este sistema, demandamos que la agricultura y la alimentación salgan de las negociaciones comerciales.
Paul Nicholson es miembro de Vía Campesina; Fernando Fernández, de Cáritas España; Gustavo Duch es director de Veterinarios Sin Fronteras; Jerónimo Aguado, de Plataforma Rural, y Miguel Ángel López es secretario general de la COAG.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.