Magia del incienso
Nos equivocamos cuando decimos que el azar no existe. Porque cuando te ofreces una hora para vagabundear sin fijarte una meta concreta, creas ya un territorio en el que el azar puede manifestarse. Esa tarde de primavera de 2003 me desperté con ganas de vagabundear. A la puesta de sol, me escapé hasta el Mercado de las Flores de la plaza Pietri, donde me regalé tres orquídeas y una rama de jazmín blanco, y fue en ese momento cuando me di cuenta de que había una exposición al otro lado de la plaza. El nombre del pintor me era desconocido. Lo que era una ventaja, porque, ese día, tenía ganas de desconectar. La galería estaba llena y al principio me entró pánico, porque me horroriza, cuando busco la ensoñación, que me embarquen en saludos y abrazos interminables Moroccan-Style, inevitables en el centro de Rabat. Se produjo un milagro: nadie me saludó. ¡Evidentemente! Todo el mundo estaba absorto con las imágenes expuestas. "Hay magia en el aire", me murmuré justo antes de que mis ojos quedaran hipnotizados por un cuadro que me transportó fuera del tiempo.
Magia del incienso era su título y la escena me era conocida: era el harén familiar de Fez en 1958. Las tres adolescentes con los pies pintados con henna, cuyo sueño celebraba el cuadro, envueltas en una sábana cualquiera, sobre una alfombra, a un palmo del brasero donde expiraba el último trozo de incienso, eran mis primas después de la vigilia de 'Achoura. Efectivamente, eran Chama, Malika y Sakina, mis primas un año mayores que yo, adolescentes precoces que repetían clandestinamente las palabras mágicas del Qbul, ritual de seducción reservado en principio a las mujeres casadas. Estas últimas, es decir, mi madre y las mujeres de mis tíos, se engalanaban como princesas y volaban hacia la azotea antes de que apareciese la luna de la fiesta de 'Achoura, armadas con braseros incandescentes en los que echaban gri-gri disimulado con un poco de incienso, mientras salmodiaban públicamente la fórmula-poema (rubi) que embruja a los maridos para siempre. En cuanto mi madre terminaba de recitar el rubi (poema inventado por las mujeres) en la azotea, fijos sus ojos en la luna y sus manos tejiendo trampas imaginarias alrededor del jawi que ardía en el brasero, unos djinns poderosos se movilizaban para vigilar a mi pobre padre, ajeno a cuanto ocurría.
A causa de los ritos mágicos, nuestro vecino, el cadí Chaui, que impartía un curso en la prestigiosa Universidad de Kairuán, prohibía sencillamente a sus tres mujeres que celebrasen la 'Achoura. Y como sabía, como todos los maridos Fassies , que las esposas no obedecen nunca a su dueño, tomaba la precaución de cerrar él mismo la puerta de la azotea con doble llave unos días antes de la fiesta.
- "Y ¿cómo se puede practicar el sihr [magia] sin una azotea encalada donde una luna subversiva inunde con su luz turbia los sueños de las mujeres?", constataba mi abuela Yasmina escandalizada por la rigidez del cadí.
- "Uno de estos días" -le contestaban a coro Chama, Malika y Sakina, que contaban con la abuela para aprender las fórmulas mágicas-, "el cadí va a prohibir a sus dóciles mujeres que respiren".
Dos viernes antes de 'Achoura, unos vendedores a lomo de burro invadían el barrio y llamaban a las puertas cuando se habían marchado los hombres para vender a las mujeres bkhour, preciosa mezcla de inciensos para quemar, empezando por el jawi y el fasukh. Yo aborrecía el olor de este último, pero como estaba decidida a seducir al planeta, me pegaba al brasero para aprender 'al-Isti'dad, término Sufi que repetía Sidi Soussi, el Fquih favorito de la abuela Yasmina. "Isti'dad", explicaba a las mujeres que lo visitaban, "es la preparación que hay que recibir: tú no recibes nada de la vida si no aclaras primero tu deseo. Luego, debes concentrarte en la búsqueda". El deseo mío estaba clarísimo: el planeta a mis pies. Y voy a armarme de jawi y de fasukh para seducir a los profesores que deben darme los diplomas y al hombre con el que me quiero casar.
Décadas más tarde, cuando vine a Rabat oficialmente para estudiar Derecho en la Universidad Mohammed V, descubrí los secretos del jawi y del fasukh al encontrar una maravilla que fue mi libro de cabecera: La farmacopea marroquí tradicional: medicina árabe antigua y saberes populares, de Jamal Ballakhdar. Fasukh, explicaba el libro, quiere decir literalmente el que deshace los sortilegios, y añadía que "es el nombre dado a la goma-resina que segrega la planta" que tiene por nombre latino Ferula communis o férula, o también falso hinojo. Bellakhdar afirma que Marruecos está mundialmente reconocido como productor de esta sustancia mágica: "Fasukh... es el producto comercial más conocido bajo el nombre de goma amoniaco de Marruecos. Esta antigua sustancia es conocida en todas partes, hasta en la India, y sirve para designar la droga que viene de Marruecos". En cuanto a jawi o benjuí, está lejos de ser made in Morocco, explica Bellakhdar: "Es una abreviación de al-luban al Jawi..., incienso, perfume de Jawa". Y termina recordando que es el nombre que lleva esta resina aromática en todo el mundo musulmán. Leyendo el libro de Jamal Bellakhdar, me di cuenta de que estaba lejos de ser la única fan de estos productos y que sus consumidores se contaban, desde hace siglos, por millones a través del mundo musulmán.
Pero volviendo a la fiesta de 'Achoura que traían a mi memoria los cuadros de la exposición, y sobre todo los que invocaban el trance y las danzas espontáneas, el cadí Chaoui, que era un fino psicólogo, no dejaba de recordar a todas las mujeres de la calle de Salaj, en cuanto aparecía el primer vendedor de incienso, que la definición de la palabra sihr dada en el siglo XIII por Ibn Manzhur, el autor del diccionario Lissan al arab (La lengua de los árabes), está muy clara en cuanto a su naturaleza criminal: "El sihr transforma el odio en amor... y, en ese sentido, es una traición...". El sihr es una actividad peligrosa, según Ibn Manzhur, "porque pervierte la naturaleza propia de las cosas... Transforma la mentira en su realidad. Os hace imaginar cosas que no existen".
Inútil decirles que yo bebía las palabras del cadí Chaoui y aprendía de memoría a Ibn Manzhur porque sólo soñaba con una cosa: dominar los sortilegios durante la luna llena de 'Achoura. Semanas antes de que llegara, yo trepaba detrás de Chama, Malika y Sakina por las escaleras de azulejos verdes de la gran casa familiar, para evitar que se me escapasen echando el cerrojo de la puerta de la azotea. Porque yo sabía que habían escamoteado algo de jawi y de fasukh, cuando Yasmina declaró que le habían robado su reserva. ¡Ser la sehara de la calle Salaj era mi sueño! Y ¿por qué no?, me decía, con la ayuda de los estudios puedo concursar para el puesto de la sehara más poderosa del reino.
¡Qué magnífica profesión, me repetía secretamente, una vez en la Facultad de Mohammed V en Rabat, observando atentamente los ciclos de la luna: transformar a todos los que me detestan, o, peor aún, a los indiferentes para los que ni siquiera existo, en enamorados perdidos, quemando un poco de jawi y de fasukh en una azotea inundada de luna! La idea de seducir al mundo y a los seres, teniendo a la luna por cómplice, no me abandonó nunca; de ahí el delicioso viaje en el tiempo hacia el harén de mi infancia, provocado por los cuadros de la exposición de Rachid Sebti.
En el siglo X, el historiador Mas'udi, que había prometido al principio de su libro Muruj ad-Dahab hablarnos de cuanto había visto con sus propios ojos a lo largo de sus viajes, estaba maravillado, después de su visita a China, por la importancia dada a los artistas. "Los habitantes de ese imperio son, de entre las criaturas de Dios, los más hábiles con sus manos en la pintura y en las demás artes. Ninguna otra nación podría superarlos cualquiera que fuese la tarea. Cuando un chino ha hecho con sus manos un trabajo que él cree inimitable, lo lleva al palacio del rey con la esperanza de recibir una recompensa por su obra maestra. El rey ordena de inmediato que esa obra quede expuesta en palacio durante un año, y si durante ese tiempo nadie le encuentra ningún defecto, el rey concede al autor una recompensa y lo admite entre sus artistas. Pero si descubren un defecto en la obra, el autor queda despedido sin gratificación".
Según el consejo de Mas'udi, propongo lo siguiente: si de aquí a mayo de 2004 nadie se queja de las pinturas de Rachid Sebti, que se envíe una delegación diplomática al Reino de Bélgica, porque allí vive el artista, para intentar seducir al rey con un poco de jawi y de fasukh si fuese necesario, y que acepte restituirnos a nuestro artista, aunque sólo fuese a tiempo parcial durante el verano, para que ayude a las señoras de cierta edad, como yo, que viven en el Reino de Marruecos a reencontrar su adolescencia.
Fátima Mernissi, escritora marroquí, es premio Príncipe de Asturias de las Letras 2003. Traducción de Carmen Martí Fabra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.