Tiempo de bilis y bemoles
Casi todo lo que hoy en día está pasando responde a la lógica del miedo. Casi todos los gestos políticos, las reacciones sociales, los conflictos mundiales responden a una acentuada percepción de inseguridad, a un gran nerviosismo generosamente enfatizado por los medios. Esta inquietud es visible en nuestros barrios humildes, cada vez más llenos de gentes nuevas y pobres. En el corazón de Norteamérica, todavía bajo el choque de aquel imprevisto ataque a las torres gemelas. Entre las encolerizadas masas de cualquier ciudad islámica que han encontrado en los estadounidenses el Satán que buscaban. Entre los suecos que han votado no al euro para no arriesgar lo que tienen. Es visible entre los que creen en cualquier sistema de valores (católico, progresista, tradicional) en un mundo dominado por el supremo poder de la avidez (la rentabilidad, la audiencia). Entre los artistas vanguardistas, aplastados bajo la ola kitsch. Entre los moralistas de todas las tendencias, enfrentados a la muy verosímil posibilidad de que sólo el dinero decida cómo y cuándo va a recrearse, gracias a la genética, el ser humano. Es visible entre los hablantes de lenguas de pequeña demografía, ante la evidencia del final. Entre las partes cada vez más enconadas que se disputan el minúsculo tapiz vasco. En esta España que Aznar recupera a la medida de sus recuerdos infantiles (en la que el falangista Onésimo Redondo tiene reservado un entrañable lugar simbólico, mientras que Vicent Andrés Estellés, aquel poeta vitalista que con tanta dignidad escribió en el catalán de Valencia, puede ser mandado con desdén a la basura). Entre los independentistas que pintan "canya a Espanya!". Entre los jóvenes de chándal con rojigualda que revientan conciertos en Castellar del Vallès.
"La agresiva negación del otro no es ya exclusiva fundamentalista: se refuerza por doquier la tendencia a romper la baraja, a derribar puentes"
En todas partes, el miedo a perder, a ser engullido, barrido por el huracán que está centrifugando el mundo, genera reacciones defensivas o agresivas cada vez más entusiastas: replegamiento tribal, instinto negativo, odio al adversario. Maniqueísmo. La agresiva negación del otro no es ya exclusiva de los fundamentalistas: con mayor o menor intensidad, se refuerza por doquier la tendencia a romper la baraja, a derribar puentes. Incluso en los países democráticos, como vemos en los debates de la política estadounidense y en los de la española, las propuestas que triunfan son las de "conmigo o contra mí", "con la patria o con el terrorismo". Más dramáticamente, todos los actores del drama vasco (políticos e intelectuales) defienden propuestas excluyentes y fundamentalistas del tipo "o democracia o nacionalismo", "o patria o muerte", que no dejan más salida que la demonización del contrario, es decir, la necesidad objetiva de su eliminación. En este contexto, declinan los espacios políticos o culturales partidarios de aguar el vino de las definiciones fundamentalistas, de trabajar la ambigüedad para poder integrar, sumar, matizar, incluir, abrazar. Declinan para dejar paso a los discursos que defienden (con la voz tonante) severidad, claridad, contundencia, bemoles. Sin duda, el primer ejemplar exitoso de esta corriente en la política española ha sido Aznar, quien, con gran desparpajo, patentó la expresión "sin complejos", que muchos se aprestan, desde sus antípodas, a imitar. En el cruce histórico de este otoño está en juego, precisamente, en Cataluña el territorio de la inclusión, que hasta el momento ha sido mayoritario. A tenor de lo que indican las encuestas, un número muy importante (puede que "determinante") de catalanes va a apostar por la "autonomía de Portugal". Una respuesta perfectamente coherente, per negationem, con el trágala aznariano. Ante la exclusión, la excursión: la aventura catalana. Si los resultados ofrecen un papel determinante a los que se sienten fatigados, hartos y molestos con la idea de España, el escenario puede cambiar en dos sentidos.
Uno de ellos sería frentista: un bloque nacionalista a la vasca, que entraría en la lógica de la bilis. Dejando a un lado el fenomenal choque de trenes que iba a producirse con el Gobierno de Madrid y el formidable espectáculo que daría el país del seny travestido en país de la rauxa, es el choque interno el que me parece preocupante. Derrotada, en este supuesto, la generación de catalanistas integradores, acabaría consolidándose en la vera política opuesta, inevitablemente, por la lógica de las cosas, un bloque nacional contrario, también a la vasca. No hace falta desarrollar la hipótesis para deducir que la caja de Pandora quedaría abierta (tiene más razón que un santo el sabio Manuel Delgado cuando afirma que los hechos de Castellar del Vallès expresan mucho más que un episodio marginal, que son la espuma de un emergente y joven nacionalismo identitario español en Cataluña; para detectarlo sin oropel skin no hay más que visitar las aulas de los institutos periféricos). La prudencia indica que sería mejor no tentar la suerte del choque interno, pero muchos parecen desearlo, incluso con voracidad: claridad, muchos ahora quieren claridad. O caixa o faixa.
Existe, felizmente, una hipótesis positiva, aunque compleja: el desarrollo a alto nivel de una izquierda plural que debería desenvolverse con una gran flexibilidad para, desde las enormes diferencias de partida, encontrar puntos de acuerdo creativos. Como consecuencia de la acción de un gobierno de este tipo, las dos grandes comunidades culturales catalanas (que viven ahora en respetuosa pero fría distancia) se verían obligadas a encontrarse en un espacio más que político y cultural: vital. Habría que empezar a construir, de una vez por todas, una verdadera comunidad política. No sólo con amable indiferencia, como sucede ahora, sino piel contra piel: construir (con memorias distintas, con distintos sentimientos de pertenencia) una franca síntesis es una tarea más que ardua: histórica. Es la difícil, aunque finalmente placentera, tarea de construir un abrazo. ¿Será posible el abrazo en los tiempos de la bilis?
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