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LECTURA

El 'Potemkin' y Rafael Alberti

Con la excepción de Azorín en su vejez, poco interés por el cine mostraron modernismo y 98, y menos aún la generación siguiente, la de Ortega, Azaña, Miró o Pérez de Ayala, con una excepción también: la de Ramón Gómez de la Serna. Hubo de llegar el 27, es decir, la eclosión de la vanguardia europea, para que poetas y prosistas se entusiasmaran por el nuevo arte de las salas oscuras, que apenas salía de su inicial destino como diversión de barraca de feria. Hoy disponemos de un valiosísimo volumen, Proyector de luna (1999), del historiador, crítico y erudito de la comunicación Román Gubern, donde el interesado podrá saciar toda su sed de información sobre el tema. No poco debe este trabajo a sus noticias y juicios.

El filme se estrenó en Madrid el 9 de mayo de 1931; a la salida se formó una manifestación tan caldeada que, por orden gubernativa, se prohibió hasta el triunfo del Frente Popular
Yo oí, con carácter de leyenda, que una copia permanecía bajo llave en el cajón de la mesa de Solís, ministro del Movimiento durante el franquismo. Y que era la única en España
El 'Potemkin' despertó admiración en su país de producción y fue, literalmente, una bomba de mano en los países occidentales. Se exhibió por primera vez en Moscú en 1925

El más valioso y perdurable cine de los veinte y los treinta interesó sobremanera a los escritores de esa promoción, pero con respecto al gran cine soviético de la época muda, tuvieron una actitud, si cabe, más receptiva, pues encarnaba para gran parte de ellos la conjunción soñada de estética y ideología de cuño progresista o avanzado, como entonces se decía. Conjunción que venía cifrada, más allá de largas y complejas teorizaciones, en algunas palabras sésamo del tiempo. Verbigracia, la palabra "insurrección" o "insurreccional". Por ejemplo, la palabra "simultaneísmo". El buque insignia del cine soviético fue, no podía ser otra cosa, un acorazado, el Potemkin.

La obra maestra de Eisenstein

Fue la obra maestra y segundo trabajo de un hombre de teatro, nacido en una familia acomodada, en parte judía. Homosexual, estudiante de arquitectura, ingeniería y artes plásticas, Serguéi Mijailovich (o Su Majestad, como prefieren sus admiradores) Eisenstein era un especimen escapado del Renacimiento italiano, que hubiera hecho excelentes migas, o sopas de col a la rusa, con Leonardo de Vinci.

El Acorazado Potemkin iba a integrar una pentalogía que, en conmemoración de las revueltas rusas de 1905 -preludio de la insurrección y toma del poder por los sóviets del 17-, se inscribía en el modelo griffithiano de Intolerancia. No se acabó más que la gesta del buque amotinado y presa de la marinería revolucionaria. La cinta consta de 1.300 tomas, montadas con un dinamismo nuevo, único e imantado por su director, con la colaboración inestimable y decisiva de uno de los más dotados operadores de la historia del séptimo arte: Édouard Tissé.

El Potemkin despertó admiración en su país de producción y fue, casi literalmente, una bomba de mano en los países occidentales. Se exhibió por vez primera en Moscú, a finales de 1925. Casi un año después se mostró en París, para delirio de rojos y surrealistas. Buñuel tuvo el privilegio de asistir al evento y de él habla en sus memorias. La obra fue prohibida de inmediato y autorizada después, con supresiones. En la supuestamente permisiva y liberal Inglaterra, irían las cosas aún peor: con otros filmes incendiarios e igualmente geniales de la URSS, sería prohibido sin más en 1930. El impacto en Alemania fue tan hondo que, fuera de la izquierda, el cojo Goebbels, cuando llegó al poder su partido, se desvivió para que el cine nazi tuviera otro acorazado de fuego al menos igual de potente. Fue inútil. La nave bianca de Rossellini, en la Italia fascista, bebía del Potemkin. En Estados Unidos ocurrió lo esperable. Los grandes estudios tiraron de chequera y le pidieron al director un precio por sus servicios, servicios que, cosa curiosa por cierto, y en rigurosa inversión especular, Lenin intentó en vano conseguir de Griffith para que trabajara en Moscú. En primer lugar, United Artist contrató a Eisenstein, al cual jubiló casi al tiempo, antes siquiera de poner pie en el puerto de Nueva York, obligándole a una vida casi mendicante por diversos países de Europa. Repitió jugada la Paramount, al timón de la cual, en los primeros treinta y mucho antes, se encontraba Zukor, tan penetrantemente retratado en las páginas de Fábrica de sueños, la crónica del ruso Ilya Ehrenburg, que yo aconsejo siempre leer, alternando sus páginas, con las de Anita Loos en su, excelente también, Adios al Hollywood con un beso. Eisenstein logró llegar a la meca del cine, pero tan sólo llegar. Todos sus proyectos fueron rechazados y al final se le despidió. Lo debieron considerar irrecuperable, un extremista engorroso, cáustico y despectivo, cosas que evidentemente era. Pudiera pensarse que a su vuelta a casa, tras su fallida aventura cinematográfica mexicana, las cosas fueron mejor. Pero corrían los treinta y al máximo crítico de cine de la URSS, el camarada Stalin, el cine experimental, revolucionario y vertiginoso de los Eisenstein, Pudovkin, Dovjenko o Vertov le daba dolor de cabeza. Tomó su analgésico decretando que su cine debía aprender de los modelos ¿retóricos?, ¿temáticos? del cine... ¡de Hollywood! ¡Ah, perillán, ¿quién lo hubiera en ti sospechado, con aquellos bigotazos tan distintos y distantes de los de Menjou?! Daría algo por conocer qué autores o títulos tenía el padrecito en su fina cabeza: ¿Lubitsch, Chaplin, las películas con caballistas, los melodramas de Valentino? Nunca lo sabremos. Pero lo cierto es que Eisenstein, con sus colegas y otros artistas enormes como el músico Shostakovich, pasaron un calvario progresivamente ostracista que, literalmente, los remató en la flor de la vida y el talento.

Pero ya es hora de que vengamos a nuestro país. El Potemkin se estrenó antes en Barcelona que en Madrid. Allí asistió o pensaron hacerlo a un filme tan moderno pero también tan militante, un público ilustrado, burgués hasta la cepa y de esmoquin. Su vocero, el crítico Palau, encontró la película, brutal, primaria y sin refinamiento, cogiendo, claro está, el rábano por las hojas. Porque si hubo un realizador de cine sofisticado intelectualmente hasta la asfixia, ese fue don Sergio. De su dilatada labor teórica basta con leer un texto que publicó Cahiers en 1958, es decir, en su buena y amarilla época, donde el maestro desmonta ante nuestros ojos los mecanismos en que se sostiene el Potemkin y, fundamentalmente, su procedimiento mayor, el celéberrimo "montaje de atracciones". En ese enjundioso texto se habla con fundamento y sapiencia de la tragedia clásica, de la "regla áurea", de la dialéctica de Engels y de Lenin, incluyendo hilachas de la riquísima teorización que, respecto al cubofuturismo plástico y poético ruso, iban elaborando teóricos y artistas (Kandinsky, Malevitch, Maiakovski) que, hasta hoy mismo, pasman por su riesgo, novedad e invención, autores que, también, fueron reconocidos por el salivazo georgiano del blando y compasivo Hombre del Mostacho. En otra línea que el obtuso y desinformado Palau, hubo otro catalán famoso a quien tampoco gustaron las singladuras del navío bolchevique: Salvador Dalí, en contra de la prosaica burguesía progresista catalana -de su padre, en resumidas cuentas-, con las derivas, adhesiones y finales que todos sabemos del genio de Figueras, éste, para variar, de finos mostachos erguidos, altisonancia que intentaba tapar desmayos y decaimientos bastante más lúgubres.

La crítica y la indagación hoy menos caediza, sabemos que fue por otros derroteros. La permanencia del Potemkin a la cabeza del palmarés mundial de la crítica en el 48 y el 58, fue remitiendo después, sin duda a causa de la lenta recepción de las concepciones bazinianas, a partir de praxis cinematográficas como la profundidad de campo, el movimiento de la cámara en el encuadre, es decir, la centralidad moderna del plano-secuencia y otros estilemas, que sustituían el cine "demostración" por el "mostración", lo cual abría un campo de elección moral en el espectador no constreñido por un uso de la dialéctica que, en demasiados casos, no pudo sustraerse a un bienintencionado mecanicismo reduccionista y, por lo mismo, falsificador y desechable. Lo que no ha relegado al Potemkin, ni creo que nadie lo consiga en el futuro, al trastero de las antiguallas fílmicas. En los sesenta y los ochenta, dos críticos tan atentos a [André] Bazin como poco sospechosos de izquierdismo dogmático, Guarner y Cabrera Infante, argumentaron su admiración por el gran clásico.

La pasión del poeta

Y, por fin, aquí sale a escena Rafael Alberti. Poeta el más completo de su generación, con Gerardo Diego, por la cantidad de formas que con fortuna utilizó y hasta inventó, su pasión por el cine quedó inmortalizada en un conjunto de poemas que glosaban o recreaban a grandes figuras del cine mudo, sobre todo del burlesque americano. Con los preciosos poemas de Alberti, y bajo el título Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, se pensó editar un librito ilustrado por Maruja Mallo, un puro proyecto. Pero el ramillete de poemas sí que nos ha quedado, para honor del idioma y gozo de las generaciones.

Y ahora es el momento de que comparezca también el fantasma o fantasmagoría del antetítulo que encabeza este trabajo.

Choque en el cineclub

La cosa fue así: en algún sitio indeterminable y hace desde luego mucho tiempo, leí -¿o lo inventé, o lo soñé?- que en una sesión del Cine-Club Español, que dirigió en Madrid Giménez Caballero a final de los veinte e inicios de los treinta, con motivo del estreno o proyección del Potemkin, Alberti, desde un palco del local, antes o tras el pase, leyó poemas o textos tan enfervorizados, que provocaron un choque con el propio Giménez Caballero, ya en deriva fatal hacia el fascismo. Ahora, gracias también a la exhaustiva monografía de Gubern, sabemos que la película soviética se puso por vez primera en Madrid el día 9 de mayo de 1931, ya proclamada la República. Que, a la salida de la proyección se formó Gran Vía abajo, hacia Alcalá, una manifestación tan caldeada que al día siguiente, por orden gubernativa, se prohibió el filme, prohibición que duró hasta el triunfo del Frente Popular en febrero del 36. Desde luego que durante la Guerra Civil, con todo el cine soviético, pero no sólo con él, se exhibió en la llamada España leal. Tras la victoria nacionalista, las copias disponibles, cuando no destruidas por los distribuidores y exhibidores, lo serían por los nuevos y bárbaros amos. Eso, a menos que alguno de ellos, cinéfilo, se guardara una copia que se cuidaría muy mucho de proyectar fuera de su casa y para sí mismo, en el rarísimo caso de que dispusiera de un proyector. Yo oí, con carácter de leyenda, que una copia del Potemkin permanecía custodiada y bajo llave en un cajón de la mesa de Solís Ruiz, ministro del Movimiento durante el franquismo. Y que era la única en España. El régimen de confiscación y cautividad tenía sus razones, que partían de la fecha de producción y exhibición, desembocando en la satanización dictatorial de todo lo soviético, que duró lo que el régimen de Franco, éste de mostacho ridículo sobre tardío. En fecha tan avanzada como 1960, el periódico Madrid volvió a exorcizar aquella convulsión fílmica, recordando que la sublevación en julio del 36 y el puerto de Cartagena, y la ejecución de la oficialidad, no se hubiera producido sin el nefando ejemplo del Potemkin.

De Alberti, de su presencia y actuación en la sesión madrileña del 31, las fuentes no dicen nada. Mejor dicho: cuentan que a aquel estreno el poeta del Puerto no acudió, tal vez porque no estaba en Madrid, supuesto que en sus memorias La Arboleda Perdida (II) relata, y por cierto muy bien, cómo la descubrió en sus correrías europeas para aprender técnicas teatrales. Sucedió hacia 1932, me parece, en un cine de Brujas. Describe cómo contrastaba aquel fogonazo disolvente y partidario con el carácter de la ciudad belga, bellísima, decadente y como fuera del tiempo, Brujas la muerta, según el famoso libro que le consagró Rodenbach. También aborda el poeta, en sus memorias, la visita al puerto de Odesa, ya en el 34, y su personal homenaje al filme, bajando las célebres escaleras que encuadran la secuencia cinematográfica más famosa, que acaso sólo pueda compartir su renombre con la del asesinato en la bañera de Marion Crane, personaje interpretado por Janet Leigh en Psicosis, de Hitchcock.

Y ahora viene la guinda del asunto, y, con ella, quiero cerrar este artículo. Mediando los setenta, mi amigo el escritor y editor José Esteban me propuso que, con [Ernesto] Giménez Caballero, asistiéramos en un cine madrileño a la proyección de su célebre corto de los veinte Esencia de verbena junto con otras joyitas como los noticiarios filmados del Cine-Club Español, donde aparecen artistas y escritores del tiempo, españoles y extranjeros. El antiguo director de la Gaceta Literaria y notorio fascista y franquista, cargado de años pero brioso, se situó entre Esteban y yo y la proyección transcurrió en silencio. A la salida del local y en el camino a la casa de Giménez, se me ocurrió pedirle que confirmara o no aquellas trifulca del pasado con Alberti que yo tenía por ciertas. Y entonces, no solamente dio por sentada la asistencia de Alberti y sus palabras o versos revolucionarios, sino que añadió: "Y, naturalmente, ante aquella provocación, comprenderá usted que no hubo más remedio que sacar la pistola".

Entorchados de valiente

Caso de darse tal situación, y a la vista de los testimonios constatados, o tuvo que producirse en otra sesión que la del estreno, años después, si es cierto que la prohibición del filme llegó hasta febrero de 1936. Tampoco es verosímil que entre ese febrero y el fatídico 18 de julio coincidieran, en un mismo local y para ver el Potemkin, los ya del todo incompatibles Caballero y Alberti. O, en fin, nos hallamos ante una verdadera fantasmagoría, inventada o aceptada la ajena invención, por el viejo escritor falangista, para ponerse entorchados de valiente. No he salido de las dudas hasta el día de hoy, pero no pierdo la esperanza de que alguien me saque un día de ellas. En mis fugaces coincidencias con Alberti no tuve oportunidad de sacar a cuento el episodio que, repito, yo tenía por cierto.

El Potemkin, calculada, movilizante y dinamitera metáfora de las revoluciones de matriz marxista-leninista, parodiado, y por lo tanto homenajeado en Bananas por un genio del cine de hoy como Woody Allen, es, a estas alturas, una película tan "políticamente incorrecta", pero también tan seminal como pueda serlo la racista y grandiosa El nacimiento de una nación, de Griffith. Y es que hay un momento en que, sin menospreciar los valores históricos, en arte nos importa más el placer, la perfección y la musicalidad de los tercetos encadenados de Dante, por ejemplo, que conocer su militancia güelfa o gibelina, en las luchas políticas de su siglo.

Serguéi Eisenstein (1898-1948), recostado en el auténtico trono de los zares durante el rodaje de <i>Octubre</i>, en 1927.
Serguéi Eisenstein (1898-1948), recostado en el auténtico trono de los zares durante el rodaje de Octubre, en 1927.

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