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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La Torre Agbar y el Monopoly

A finales de los años setenta, mi abuela y sus amigas aprovecharon uno de los primeros viajes que organizaba el Inserso y recorrieron toda Italia en un autocar repleto que se paraba en cada área de servicio (la próstata) y evitaba las autopistas porque eran demasiado caras. A la vuelta, nos resumió el largo periplo en unas cuantas frases -en Italia se come bien, Roma es muy sucia, contar en liras es muy fácil, Venecia huele mal, la guía era muy simpática y atenta- y repartió unos recuerdos a la familia. Entre davides de yeso y coliseos pintados a pistola, a mí me tocó un regalo singular: mi abuela me trajo un juego del Monopoly italiano, con la particularidad de que las calles que aparecían en el tablero seguían todavía el nomenclátor fascista. Durante largo tiempo, pues, jugué con mis amigos al Monopoly en italiano, contando en liras y edificando casas y hoteles en calles como el Viale Vesuvio, la Via Vittorio Emmanuelle, la Piazza Dante o la Via del Fascio. Años después, en una visita a Milán, descubrí que muchas de esas calles seguían existiendo, y alguien me contó que el Monopoly italiano se basaba precisamente en Milán y no en Roma, algo que los lúdicos romanos siempre han lamentado.

Un turista que hoy comprara el Monopoly de Barcelona tendría un recuerdo de la ciudad preolímpica, anterior a las plazas duras y las rondas

Me acordé precisamente del juego del Monopoly hace unas semanas, cuando al pasar junto a la sección de economía de una librería me llamó la atención un título cuando menos inquietante: Todo lo que sé de los negocios lo aprendí jugando al Monopoly. La obra se divide en capítulos del estilo de 'Hacer frente a la realidad y pagar las deudas' y 'Si te duermes, pierdes (en el Monopoly y en la vida)', y tras hojearlo unos minutos comprendí que el autor, un economista llamado Alan Axelrod, sostiene que las estrategias de juego en el Monopoly pueden ser un vademécum en la selva de los negocios. ¿Será cierto?, pensé entonces, ¿es posible que el secreto del éxito se encuentre en algo tan sencillo como una partida de Monopoly? Y si es así, ¿juegan nuestros empresarios catalanes al Monopoly con las calles de Barcelona? Lo dudo. Además, pensé entonces, un turista que hoy en día comprara el Monopoly con el callejero de Barcelona se llevaría un recuerdo de la ciudad preolímpica, anterior a las plazas duras e incluso a las rondas. Lo mejor para comprobar dichas sospechas, me dije, es hacer un recorrido por el tablero.

En primer lugar, la mayoría de las calles que aparecen en el juego forman parte del barrio del Eixample, y para ser más exactos de la parte derecha y su Quadrat d'Or. No es menos cierto que el suelo urbanizable va muy escaso en el centro y que los nuevos hoteles proliferan cada vez más a la búsqueda de turistas. Nada tenemos en contra de calles como las de Rosselló, Urgell y Aribau, la plaza de Urquinaona o la avenida Josep Tarradellas, pero hoy en día un juego tan trascendental debería empezar a reflejar algunos cambios. La rehabilitación del Raval, por ejemplo. Nou Barris. El futuro tranvía del Baix Llobregat. De acuerdo en que el paseo de Gràcia siga siendo la calle más cara -aunque Vuitton comparta acera con La Baguetina Catalana-, pero si entre cuatro amigos montáramos una campaña para la renovacióm del Monopoly, cualquier agente de la propiedad inmobiliaria nos ayudaría a recoger firmas para que la calle de Balmes abandone su puesto en el carísimo color azul cielo. ¿Quién ocuparía ese espacio libre? Cientos de candidatos: desde las plácidas calles de Pedralbes al diseño de la Vila Olímpica, o quizá el lado más Gaixample de la calle de Enric Granados, o las anchas avenidas de Diagonal Mar, tan próximas al Fòrum y con ese aire de cosmópolis futura... Otra calle que merecería ser recalificada en el tablero es Marina: ese color gris rata no hace justicia a las dos torres olímpicas que la escoltan junto al mar.

El sector de los servicios también necesitaría un repaso para futuros Monopolys. En cuanto llegue el AVE, si es que llega algún día, el apeadero del paseo de Gràcia debería aumentar su cuota, aunque sólo sea para justificar el dinero invertido en el tren. No puede ser que uno pague lo mismo por caer en ella que por caer en la estación de Sants o en la casi extinta estación de Francia -aunque otro gallo cantará cuando sitúen allí la esperada biblioteca provincial-. El aparcamiento gratuito debería ser eliminado sin contemplaciones -en el centro de Barcelona son una pura ilusión óptica- y la Compañía de Aguas, en cuanto esté terminada la Torre Agbar de Jean Nouvel, merecería estatus de calle, como mínimo con el color violeta de la actual de Aribau. Quedaría, finalmente, la cárcel, a la espera de lo que ocurra con la Modelo.

Ya sé que la tradición es la tradición, pero la trayectoria de Monopoly demuestra que han sabido renovarse cuando ha sido necesario. Creado en 1933 por Charles Darrow, un americano que quería hacer frente a la Gran Depresión, su historia está llena de datos curiosos: el Monopoly se comercializa en 26 lenguas, incluido el braille, y en 80 países. El juego más largo del que se tiene constancia se prolongó durante 1.680 horas (70 días), y sus creadores cuentan con orgullo que una tripulación de astronautas norteamericanos jugó en el espacio y sin gravedad. Incluso existe una facción de fanáticos del juego que creen que se trata de un plagio robado a los cuáqueros que en los años veinte vivían en la zona de Atlantic City. Sea como fuere, nada debería impedir que en futuro uno pueda hacerse de oro construyendo hoteles de plástico frente a la Vila Olímpica o en las laderas de Montjuïc, o convirtiendo la Torre Agbar en un complejo de suntuosos dúplex de lujo y soñar que vive en el ático contando el dinero.

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