Jacques Brel, de pie
En la vida de un hombre hay dos fechas importantes, la de su nacimiento y la de su muerte. Todo lo hecho entre esas dos fechas carece de importancia". De haber creído a pies juntillas las palabras de Jacques Brel, ahora estaríamos haciendo cualquier otra cosa menos recordar los primeros veinticinco años de su muerte. Por suerte, durante su estancia entre nosotros aprendimos a no creer demasiado en las cosas que afirmaba cuando no cantaba o escribía lo que después cantaría. Brel, cínico maestro del juego de los equívocos y elegante mentiroso, adoraba contradecirse y cambiar de opinión. "Sólo los imbéciles no cambian nunca de opinión".
Razón tenía: los que opinaban en superlativos sobre su obra han tenido tiempo de meditar y llegar a conclusiones mayores. La belleza cercana, provocadora, que entonces estremecía se ha mostrado, con el paso del tiempo, como una de las visiones más lúcidas y perturbadoras de la esencia humana, con sus contradicciones y temores, incluso con sus maldades pero siempre con toda su ternura. Ese ser humano a veces ridículo y depresivo, a veces cordial, tierno o seductor, siempre desconcertante, que llevamos dentro y que supo sacar a relucir para nuestro solaz y sonrojo con la facilidad que sólo algunos genios han poseído.
Brel murió hace 25 años, el 9 de octubre de 1978, en el hospital franco-musulmán de Bobigny, cerca de París. El cáncer pudo más que su pasión por la vida. Su cuerpo regresó a las islas Marquesas, su último refugio en esta tierra, y ahora descansa en la isla de Hiva Oa, a pocos metros de la tumba de Gauguin.
Jacques Romain Georges
Brel había nacido en abril de 1929 en un arrabal de una Bruselas que ya no bruseleaba como en la canción. Moviéndose en la bruma que lleva de la nada a la poca cosa fue aprendiendo, según sus recuerdos, "todo aquello que después no le serviría para nada". Para salir de la adolescencia sólo había una puerta y llevaba directamente a la fábrica de cartones de su padre. El futuro estaba trazado pero no para un Brel dispuesto a no dejarse atrapar. La huida hacia adelante fue la canción que, además, aunaba sus ansias literarias y musicales. El cabaret La Rose Noir sustituyó a las oficinas de la fábrica paterna y un trozo de camembert por única comida a la pobre pero tranquila seguridad familiar.
A partir de ahí, las cosas no sucedieron como en los cuentos de hadas (Brel no creía en las hadas), pero hubo un hado llamado Jacques Canetti (descubridor y defensor, entre otros, de Brassens, Vian, Regianni...) que se llevó al prometedor cantante a París para presentarlo en su propio cabaret: Les Trois Baudets. Canetti, incluso, promovió sus primeras grabaciones serias, pero la aceptación no llegó de la noche a la mañana. Hasta 1957, el hambre llevaba ahora apellido parisiense, pero en ese año la valía de Brel y la tozudez de Canetti se vieron compensadas cuando su segundo 25 centímetros (viejo formato a medio camino entre el single y el elepé) recibió el premio de la academia Charles Cros (el mayor galardón discográfico francés). Con ese trampolín, el disco vendió casi 40.000 ejemplares y le abrió las puertas del Olympia parisiense, mítica sala con la que entablaría una larga y productiva relación amorosa.
Mil novecientos cincuenta y ocho es el año a recordar: La Valse a mille temps supera el medio millón de ventas y Ne me quitte pas resquebraja los cimientos de la chanson hasta el punto de que Edith Piaf se atrevería a afirmar, el mejor piropo: "Un hombre no debería cantar esas cosas". Los siguientes años son vividos a ritmo frenético, casi enloquecido. Giras interminables elevan al intérprete a los altares pero cortan las alas al creador. La necesidad de tiempo para escribir lleva a Brel a dejar los escenarios: el 17 de mayo de 1967 dará su último concierto en un pequeño cine de Roubaix.
Lejos de su público sigue componiendo y grabando y diversifica sus actividades entre la navegación a vela, el cine (diez películas, incluyendo dos dirigidas por él) y el teatro (El Hombre de La Mancha). Finalmente, su búsqueda de la soledad, la verdad, se impone y Brel se encuentra a sí mismo en las islas Marquesas. Sólo volverá a Europa para diversos tratamientos médicos y, sorpresa, para grabar en 1977 el que sería su último disco. El solo rumor creó tal expectación que la discográfica recibió más de un millón de pedidos antes de que el disco saliera a la venta. Después, las colas ante las tiendas superaban a las rebajas de fin de temporada.
La felicidad, duró poco . El
9 de octubre de 1978 Jacques Brel respiró por última vez. Posiblemente por su mente volvieron a pasar las palabras que ya cantara en 1964: "En mi última cena quiero que se beba, además del vino de misa, el buen vino que bebíamos en Arbois. Y se devore, después de algunas sotanas, un faisán del Perigord (...
) Después aún quiero lanzar piedras al cielo gritando 'Dios ha muerto' por última vez (...) Cantaré a gritos a la muerte que avanza las cancioncillas verdes que asustan a las monjas. Después que me lleven a lo alto de mi colina a ver el sol que lentamente camina hacia la llanura y ahí, todavía en pie, insultaré a los burgueses sin miedo y sin remordimiento, por última vez (...) Y entre el olor de las flores que pronto se extinguirá, sé que tendré miedo por última vez". Han pasado 25 años de esa última cena, pero no fue la última: Brel sigue ahí, de pie todavía, insultando a los burgueses, asustando a las monjas, llorando por su soledad, hablando de su Bruselas natal, de su Amsterdam portuario, de su país llano o de sus catedrales, recordando las islas Marquesas y mirándonos a los ojos con su media sonrisa de bribón irredento que se las sabe todas. Y ahí seguirá: de pie.
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