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Crónica:APROXIMACIONES
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cerca de la Embajada siria

La semana pasada, en pleno auge de la investigación, viajé a París, donde me habían reservado una habitación en el hotel de Suède de la Rue Vaneau. Antes de tomar el avión, reuní más información acerca de esa calle en la que iba a pasar cuatro días y seleccioné básicamente estos datos: en el número 1 bis vivió durante 25 años, hasta su muerte, André Gide; en el número 20 se encuentra la Embajada de Siria; en el 24, la bella mansión de Chanaleilles, construida en 1770, habitada por Antoine de Saint-Exupéry en 1931 y adquirida por el multimillonario griego Stavros Niarchos en 1951; en el número 25, la histórica farmacia Dupeyroux; en el 31, el hotel de Suède.

Instalado ya en el hotel de Suède, vi que la ventana de mi cuarto no daba a la Rue Vaneau, sino a la parte de atrás, concretamente a los jardines del hotel Matignon, la residencia del primer ministro de Francia. El barrio entero estaba tomado por la policía, visible en todas las esquinas. La Rue Vaneau era una calle más bien breve y silenciosa, sin apenas tráfico, en claro contraste con la distinguida agitación de la Rue de Varenne y el bullicio comercial de la Rue de Sèvres, las dos calles vecinas.

Mi calle es la más horrenda, la más fea de mi ciudad, y con eso está dicho todo

En mi primera noche en el hotel de Suède encontré una consigna en un libro de Georges Perec: "Describe tu calle. Describe cualquier otra. Compara". Inmediatamente, me puse a describir la calle en la que vivo desde hace 55 años. Es la más horrenda, la más fea de mi ciudad, y con eso está dicho todo. La única ventaja que tiene con respecto, por ejemplo, a la Rue Vaneau, son los autobuses. La Rue Vaneau te obliga a andar si quieres encontrar un autobús o el metro. Mi calle, en cambio, tiene magníficos autobuses para escapar de ella.

Me deprimirá siempre comparar los 55 años que he vivido en mi calle y los cuatro días que pasé, la semana pasada, en la Rue Vaneau. Pero no por la ostensible diferencia entre un lugar y otro, sino por la inesperada señal que, en forma de asuntos dispersos que parecían, sin embargo, íntimamente relacionados, fue emitiendo para mí la calle de París y que me impide ahora desear -como llegué a desear en un primer momento- tener una casa en ella. Hablemos de la señal. El primer día de mi estancia, por ejemplo, al regresar de un largo paseo por la ciudad, entré en la farmacia que hay junto al hotel de Suède sin recordar que no sólo la había visto ya fotografiada en la red, sino que me había entretenido largo tiempo en mi casa estudiando minuciosamente su fachada, hasta en sus más mínimos detalles.

Sólo recordé eso cuando, al pe-

dir aspirinas efervescentes (son mejores que las españolas), la joven farmacéutica tuvo un comportamiento que, según cómo se mire, fue extraño. Me preguntó, con una gracia insólita en las dependientas parisienses, si pasear por París me había producido dolor de cabeza. Como logró desconcertarme, me puse nervioso y perdí la cabeza y acabé preguntándole si le molestaba la policía secreta del barrio.

Entré poco después en el hotel y quien allí me esperaba lo primero que dijo fue que tres horas más tarde él tenía una cita con Daniele del Guidice, escritor y aviador, el autor de Despegando la sombra del suelo. Y me quedé pensando en la bella mansión de Chanaleilles, donde había vivido Saint-Exupéry, el aviador que tanto aparecía en ese libro. Por la noche, hablando de Chanaleilles con unos amigos, me enteré de que así como de esa casa se sabía que pertenecía a Niarchos, de otra de las grandes mansiones de la Rue Vaneau, la que está a cuatro pasos del hotel de Suède, se ignoraba quiénes eran sus misteriosos dueños, misteriosos porque nunca nadie los había visto entrar ni salir. De noche, se veían unas discretas luces, sólo en la planta baja y en tan sólo tres de las doce ventanas de esa planta. ¿Eran tres los habitantes? ¿Eran acaso tres ratas? ¿De qué se escondían? ¿Por qué no gastaban? ¿Tenía realmente propietarios la mansión?

Que me hubiera tocado vivir en la calle de André Gide no dejaba de ser, por otra parte, una curiosa casualidad, pues hacía tan sólo unos días que me habían presentado en Barcelona al nuevo novio de mi hermana, el prologuista de la traducción catalana de Paludes. Y en fin, no tardé en comenzar a sospechar que todas esas pequeñas asociaciones entre la Rue Vaneau y mi vida presentaban todas las apariencias de esa señal de la que he hablado, sin que, por otra parte, pudiera yo, a ciencia cierta, explicarme de qué señal exactamente se trataba. ¿Tal vez una advertencia de que no debía seguir en aquella calle y menos aún trasladarme a vivir a ella? Sospeché ya decididamente de todas esas curiosas asociaciones en el momento mismo en que, al tercer día de mi estancia en París, al término de una visita a una radio independiente, Radio Aligre (en el 42 de la Rue Montreuil, muy lejos del hotel de Suède), me demoré en el hall de la emisora mirando en unos paneles unos recortes de prensa y descubrí de pronto, entre ellos, una vieja carta del escritor Julien Green con elogios a aquella radio independiente, una carta de los años cincuenta, escrita desde su casa, desde el... 9 de la Rue Vaneau.

Por la noche, al ir a entrar en el hotel, vi, como de pasada y por primera vez, las tres ventanas iluminadas de la mansión de enfrente, y observé que tenían pocos voltios las bombillas, y también vi las tres siluetas, muy apretadas en una de las ventanas. Y, ya en mi habitación, mirando al jardín del primer ministro, pensé de pronto que hay episodios de nuestra vida dictados por una discreta ley que se nos escapa. Lo pensé cuando escuché, en las noticias de la televisión, que en Siria, por primera vez en tres años, el presidente Bachar el Asad acababa de cambiar de primer ministro.

Es difícil olvidar esa señal que parece estar diciéndome que en los próximos días, de algún modo u otro, siga viajando y en algún lugar describa primero mi ciudad, y luego cualquier otra. Damasco, por ejemplo. Y que después, compare. Y así todo el rato. Que vaya a un lugar y lo describa, y luego describa cualquier otro. Que olvide lo que sé y vaya dejando atrás ciudades. En fin, que no pare, y viaje sin parar, y sólo compare. Será la forma más sencilla -parece decir la señal- de que por mi propio bien sepulte el recuerdo de París y de unas discretas luces que hay en una mansión de la Rue Vaneau.

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