'Campeoni di mundi'
Anécdotas y secretos de infancia y juventud del nuevo rey del ciclismo contados por su mejor compañero de travesuras y profesión
A Igor Astarloa se le ha quedado pequeño el mundo. Y a Ángel Ibarlucea, su primo, su amigo, su consejero e incluso su jefe en labores invernales ocasionales, se le han quedado pequeños los montes de Euskalherria.
Igor se ha comido el mundo de una tacada, pero se equivocan los que piensan que éste ha sido su primer banquete. Igor empezó dando mordiscos a todo lo que se le ponía delante, no desechaba una oportunidad. Aquel día, el día de su primer gran festín, era el campeonato de España de ciclocross en Porriño (Galicia). El pequeño Igor estaba ilusionado con la posibilidad de ser campeón de algo, y ya puestos qué mejor que ser campeón ciclista, eso con lo que siempre había soñado. Lo había mamado en casa desde pequeño; su tío fue ciclista profesional, su primo Angel casi, y éste último le decía que aprendiese de los errores que él había cometido, que no se dejase llevar por la mala vida ni por las malas compañías. E Igor no falló a las expectativas y se proclamó campeón estatal.
Para distinguirle de otro Igor de la cuadrilla empezamos a llamarle 'Judas' y, también, 'Satán'
"Me mata, me mata", dije cuando me caí con su bicicleta de ciclocross y le doblé la horquilla
" Menudo alivio", pensó nada más cruzar la meta, "si no llego a ganar Ángel me mata", siguió pensando. Y Ángel tenía motivos para matarle, a él y al que escribe estas líneas, porque apenas un par de días antes la habíamos liado buena. Me tocó el timbre Igor, y me dijo todo ilusionado: venga, sal ya, que tienes que ver la bici nueva que me ha regalado mi primo. Y vaya si tenía razón, menuda máquina; y más teniendo en cuenta que Igor se había acostumbrado a correr con material de prestado, con cuadros viejos que no eran de su medida, porque esto del ciclocross es caro, el material se rompe a diario, y la economía de una familia obrera cualquiera de Ermua no daba para tanto. Pero la de Angel sí, aunque tuviese que hacer milagros. Ángel buscó hasta en el fondo de sus bolsillos, y encontró lo suficiente como para regalarle la bici a su primo favorito. A él le falto muy poco para pasar a profesional, tan poco, pensaba, que quizá si alguién le hubiese ayudado lo habría conseguido. Pero esa ayuda no llegó nunca, y se quedó a las puertas. Por eso no quería que le pasase lo mismo a Igor, que ya desde pequeño prometía; por eso era tan duro con él, porque Igor no lo sabía, pero era un auténtico privilegiado teniendo ayuda sin pedirla, y eso que a veces parecía no valorarlo.
Entonces aparecí yo en escena. Buscamos la campa que está delante de mi portal, justo al lado del callejón donde aprendimos a mantener el equilibrio sobre las dos ruedas. La campa era el escenario perfecto para probar aquella maravilla y empezar a manchar de barro -para eso están- aquella inmaculada bicicleta. Cógela tú primero, me dijo Igor en un acto de generosidad. Y la cogí, y comencé a subir y a bajar mientras él me chillaba a lo lejos que fuese con cuidado y que no cogiese los charcos con velocidad, que la iba a manchar demasiado. Vi que sobre la hierba todo iba sobre ruedas, nunca mejor dicho, así que decidí pasar a dificultades mayores. Pasaba por mitad de la campa un pequeño arroyo que hacía una pequeña vaguada; había un sendero que lo cruzaba, pero había que ser un poco habilidoso para saltar primero con la rueda delantera y luego con la trasera en el momento justo, y mantener así el equilibrio. Y el problema estuvo en que yo no lo fui, y torpe de mí, di con mis huesos en el suelo, mejor dicho, en el arroyo. Esto último, es decir, mis huesos o la calada que llevaba encima le importó bien poco a Igor. Él solo pensaba en la integridad de su bicicleta, mientras yo me retorcía de dolor, que creo que me disloqué un hombro. Vino corriendo jurando en todos los idiomas que conocía, y cuando puedo levantar la bici, lo que vió confirmó sus peores sospechas. ¡La horquilla estaba completamente doblada!
Hace bien poco, en una comida con unos amigos azpeitiarras nos moríamos de la risa recordándolo, pero entonces no recuerdo yo haber visto ninguna sonrisa. "Me mata, me mata", decía. "No hombre, que no es para tanto, que esto se arregla, que ya sacaremos el dinero", le decía yo que estaba más ocupado en limpiarme que en otra cosa. "Me mata, me mata", continuaba como rayado. Llorando, cogió los restos de la bicicleta y se fue para su casa, mientras yo me fui a la mía. "La que le he liado", pensaba yo, pero el verdadero problema estaba en su casa. Los dos problemas, uno, la bici y dos, la llamada telefónica a Ángel, que debió de ser de las que se recuerdan. Lo cierto es que al final hubo solución, aunque evidentemente su primo empezó a cogerme algo más que un poco de manía.
Pero como lo de la bici, todo tenía solución, sólo hubo que esperar un par de días. Igor ganó aquel campeonato, y Ángel, aquella tarde, presa de los nervios decidió hacer algo fuera de lo normal. Yo me marché solo al monte, pues aquel día mi compañero de aventuras estaba en Galicia, y se había convertido de un día para otro en todo un campeón. Llegué a la cima del Egoarbitza, el monte que separa Bizkaia de Guipuzkoa a la altura de la presa de nuestro pueblo, y me senté tranquilo a disfrutar del paisaje. Pero vi algo que me hizo levantarme, no podía ser. Esta pequeña montaña, de modesta altura es escarpada y rocosa, y sólo es accesible a pie y medio escalando. Sin embargo un zumbado subía con la bici al hombro. No podía entender para qué, pues subir allí la bici era lo más inútil que se podía hacer en este mundo, pero aquél seguía subiendo y cada vez lo tenía más y más cerca. Y cuál fue mi sorpresa cuando llegó a la cima y descubrí la cara de Ángel. "¿Qué haces tú aquí?" "¿Y tú?" "¿Y la bici?" Nos reímos, y sellamos así la paz definitiva con un apretón de manos.
Por eso el domingo me acordé tanto de Ángel, y pensaba en cuál habrá sido su reto en esta ocasión, pues las cimas de Euskadi han quedado pequeñas para las hazañas del primo. Igor se habrá acordado mucho de Ángel, de sus padres, de su hermana y de una lista interminable de nombres entre los que me incluyo que podría aquí enumerar sin temor a equivocarme, lo mismo que podría él hacer conmigo. Cuando has sido compañero de miles de juegos, de peleas a pedrada limpia con los de la San Roque, la calle de abajo, de excursiones por todos sitios, de alegrías, de penas, como aquella vez en la que colgados de la falda del monte Amboto estuvimos chillando durante una hora para que nos rescatase un helicóptero, de miles de cosas que ni siquiera recordamos y de otras que no podemos contar, yo qué sé, de todo para terminar antes, es difícil dar prioridad a un recuerdo sobre los otros.
Es lo que me pasa en este momento, que escribo y son tantas las cosas que quiero contar que me pierdo. Y claro, de aventura en aventura Igor fue dejando claro su carácter, así que le tenían que llover los motes. El primero, el que todavía pervive en el barrio, es quizá el más desconocido y seguramente el más ingrato, aunque a él se le escapa la sonrisa cada vez que lo oye. En la cuadrilla había otro chaval con el mismo nombre, así que para distinguir a un Igor del otro, optamos por diferenciarlos, y a Igor le tocó ser Igor Okerra (Igor el malo). De ahí a Judas todo fue cosa de un momento, y así se quedó. Y Judas hacía de las suyas allí por donde pasaba, porque malicia no tenía mucha, pero era travieso como él solo.
Recuerdo cuando de aficionados compartíamos equipo en el Café Baqué amateur a las órdenes de Sabino. Un día estaba yo hablando con otro compañero de las historias de Astarloa, que si lo malo que era, que si en el barrio una vez esto otra vez esto otro; le conté entonces lo de su sobrenombre Judas, y claro, mi amigo decidió hacerle una camiseta con su nombre para vacilarle. Y se presentó Jon Kepa, que es como se llama nuestro amigo, con una camiseta heavy con las mangas cortadas y un nombre escrito en grande con rotulador. Decía: ¡Satanás!. Así que así, por el error de Jon Kepa pasó a ser conocido como Satán para abreviar dentro del equipo, aunque en el barrio seguía siendo Judas.
Aunque para apodos, el mejor sin duda ha sido el último. Se lo adjudicamos hace ya seis o siete años, así que no me nos negarán dotes visionarias. Más que a mí a Iñigo Zarrabeitia que fue quien se lo adjudicó, al César lo que es de César. Igor en el equipo hizo muy buenas migas con los hermanos Otxoa, así que animado por éstos comenzó de vez en cuando a vender la piel del oso antes de cazarlo. Así que entonces, de manera cariñosa comenzamos a llamarle Campeoni, y ese es el nombre que aparece, por ejemplo, en la agenda de mi teléfono móvil, donde si buscas Astarloa no encontrarás nada. Campeoni di mundi, así en el original con nombre y apellido, aunque para abreviar era simplemente Campeoni. Y mira tú por dónde que nos ha callado la boca a todos. Y cuando digo todos digo todos, pues todos sabemos las dificultades que tuvo que atravesar para salir adelante, más incluso de las que la gente cree. Se le cerraron muchas puertas delante de las narices, tuvo que aguantar muchas zancadillas y muchos desprecios de los que no se olvidan. Y sin embargo Campeoni siguió adelante, sin olvidar pero sin rencores, porque quizá aunque no lo cuente, haya leído en algún sitio que los nombres hacen a las personas, y que daba igual lo que pasase, porque sabía que tarde o temprano, como así ha sido, iba a terminar por ser Campeoni di Mundi.
Pedro Horrillo es ciclista profesional del Quick Step
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