España paga un alto precio
En la trampa mortal en que se ha ido convirtiendo Irak, donde los ataques selectivos contra las fuerzas de ocupación se multiplican en número y eficacia, resultaba inevitable que en un momento u otro les llegara el turno a las fuerzas españolas allí destacadas. La información proporcionada anoche por el ministro de Defensa daba cuenta de la muerte al sur de Bagdad de siete agentes del Centro Nacional de Inteligencia, de los ocho que viajaban en dos vehículos civiles alcanzados por disparos de lanzagranadas.
La matanza convierte a Irak -un país en el que España ha entrado por la puerta falsa, implicándose contra natura en un allanamiento cuyos elementos argumentales fueron manipulados por EE UU- en la misión más trágica de las que han llevado a cabo las Fuerzas Armadas españolas en el exterior. Militares o funcionarios españoles han fallecido en otros lugares donde han participado en despliegues internacionales, pero su muerte se ha producido básicamente en accidentes individuales o siniestros colectivos -baste recordar el del avión Yak-42-, no cazados mientras efectuaban un desplazamiento rutinario. Este precio elevadísimo se produce precisamente en el despliegue menos apoyado por la ciudadanía. Si los españoles están divididos respecto a la presencia de sus soldados en el país árabe, un reciente sondeo del Instituto Elcano concluía que el 85% de ellos -la tasa más alta de la UE- considera que la guerra de Irak no valió la pena. Desde ayer hay más motivos para certificarlo.
Que las fuerzas ocupantes aliadas de EE UU, todas y en cualquiera de sus manifestaciones, se habían convertido en blanco de los grupos armados iraquíes se hizo patente para nosotros con el asesinato en Bagdad del sargento Bernal, también agente secreto. El brutal atentado suicida contra la sede de los Carabineros italianos dejó claro después que en el país árabe podía ocurrir cualquier cosa en cualquier momento. En ese trágico azar estaban incluidas las fuerzas de la Brigada Plus Ultra, porque en Irak crece exponencialmente el resentimiento contra los invasores y las tácticas para combatirlos se hacen más mortíferas y elaboradas, pese a que el general Ricardo Sánchez, máximo jefe estadounidense sobre el terreno, declarara precisamente ayer que disminuyen los atentados contra los aliados.
Sólo recientemente Aznar, desechada al parecer la impresentable teoría de que nuestros soldados no son combatientes, ha reconocido a regañadientes que se han podido cometer errores en la conducción de la posguerra, si es que así puede llamarse a lo que ocurre hoy en Irak. Y la ministra Ana Palacio admitía hace unos días que en el Bagdad del déspota Sadam la vida era más llevadera que en la actualidad. La obviedad de que nuestro personal diplomático en Bagdad estaba vendido en materia de seguridad llevó a comienzos de mes a retirar a todo el que no fuera imprescindible, aunque una vez más el Gobierno lo disfrazara vergonzantemente como una llamada a consultas.
Lo ocurrido ayer al sur de Bagdad pone de relieve que, por muchas medidas que se adopten, el contingente español no es inmune a la represalia calculada de quienes conocen a la perfección el terreno y disponen de información precisa y las complicidades y las armas necesarias para matar a distancia. EE UU, con todos los medios imaginables para disuadir a sus atacantes, encabeza la nómina de víctimas de una ocupación que todavía en tiempos cercanos se suponía un paseo militar. Pero a medida que sus tropas despliegan sin limitaciones su poderío artillero, blindado y aéreo -y estos días ven el renacer de operaciones contra la resistencia que tienen el alcance de una auténtica guerra-, los grupos armados iraquíes se vuelven hacia objetivos más vulnerables. Los agentes españoles eran ayer uno de ellos. El corolario inmediato es que nuestras tropas, con recursos muy limitados y que ya dedicaban una parte sustancial de sus medios a la autoprotección, elevarán más estas medidas. Lo que en última instancia puede acabar haciéndolas poco eficaces para desempeñar la misión que tienen asignada.
La monumental cadena de errores cometida en el país árabe está pasando una penosa factura a sus ocupantes, factura que presumiblemente seguirá creciendo a medida que Irak se libaniza y se hace más evidente la falta de control. Pero si en el caso de Washington o Londres un evidente designio político-económico puede hacer de sus soldados muertos un precio inevitable a pagar, no es así en el español, que nunca debió dejarse arrastrar a Irak y donde nuestras fuerzas cumplen un papel de reparto. Eso hace doblemente trágico su sacrificio.
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