El rescate de Henry y Victoria
A principios de junio de 2003 recibí en mi casa una llamada desde Estados Unidos. Era Emiliano, mi hijo, quien cursa el doctorado en economía en la Universidad de Harvard. Me dio una noticia que de inmediato atrajo mi interés: Andrés Antonius, un antiguo colaborador en la negociación del TLC, deseaba conversar conmigo. A los pocos días, Antonius visitó mi casa, donde desayunamos en compañía de mi esposa, Ana Paula.
Andrés Antonius trabaja en Kroll, la empresa internacional de investigaciones. Esa mañana nos relató una historia sobrecogedora. Una pareja de ciudadanos estadounidenses se divorció en la primavera de 2001. Ambos recibieron la custodia legal de sus dos hijos; a ella la ley le concedió, además, la custodia física. El 23 de agosto de 2001, apenas consumado el divorcio, él secuestró a los pequeños y en un avión rentado se los llevó al país de origen de su familia paterna: Egipto. Andrés tenía información de que el padre y los niños habían dejado Egipto y ahora se encontraban en Cuba. Solicitaba mi ayuda para confirmar la noticia y, en su caso, poner a los hijos en manos de su madre.
Los documentos permitían establecer los hechos. Cornelia Streeter, la madre, había obtenido de una corte norteamericana la custodia legal y única de los niños
En el otoño de 2001, Anwar Wissa le exigió a su ex esposa un pago de más de un millón de dólares a cambio de devolverle a sus dos hijos
Me ofrecí a volar a la isla para hablar con Castro. Yo tenía fundadas razones para suponer que la respuesta cubana sería de solidaridad con el drama de Nina
"¿Te das cuenta, Salinas? ¡Esto es como lo de Elián, pero al revés!", me contestó el Comandante cuando le hablé del asunto que me traía con tanta urgencia
Ya era casi de madrugada cuando los cuerpos de seguridad confirmaron que Wissa y los niños se encontraban en el bote. De inmediato se organizó un operativo
Sentí que era el momento de tener una conversación telefónica confiable con Nina. En cuanto ella tomó el auricular le dije: "Nina, tus hijos te están esperando"
Le dijeron a Nina que, durante los dos años de ausencia, el padre inculcó a los niños la idea de que ella los había abandonado. Era probable que estuvieran resentidos
Antonius me dejó una carpeta con varios legajos. Esa misma tarde los revisé con cuidado. Ahí estaba el acta de divorcio junto con las resoluciones de cortes norteamericanas y egipcias a favor de la madre. Al final, una carta suscrita por más de 50 senadores norteamericanos, dirigida al presidente de Egipto.
Los documentos permitían establecer un recuento puntual de los hechos. A los pocos días del secuestro, Cornelia (Nina) Streeter, la madre, había obtenido de una corte norteamericana la custodia legal y única de los niños: Henry, de nueve años, y Victoria, de siete. Anwar Wissa, hijo, el padre, era perseguido por crímenes tipificados en las leyes de Massachusetts: "secuestro ejercido por alguno de los padres" y "fuga para evitar proceso". El 3 de diciembre de 2001, la Interpol expidió una orden de arresto contra Wissa.
En el otoño de 2001, Wissa le exigió a su ex esposa un pago por más de un millón de dólares a cambio de devolverle a sus hijos. El FBI contaba con grabaciones y notas que probaban el intento de extorsión. Entre el invierno de 2001 y la primavera de 2002, Wissa obtuvo pasaportes egipcios para él y los niños. En vísperas del verano solicitó a la Corte egipcia la custodia de sus hijos. Todo apuntaba a que la permanencia de Wissa en Egipto fuera definitiva y a que mantuviera el control absoluto sobre los niños. Sin embargo, Nina no se dio por vencida: en abril de 2002, una corte federal de EE UU lanzó cargos contra Wissa por extorsión y por secuestro internacional. Fue entonces cuando Nina decidió viajar a Egipto y litigar la suerte de sus hijos en las cortes de ese país. En diciembre de 2002, la Corte Islámica rechazó la petición de Wissa y concedió la custodia legal de Henry y Victoria a la señora Streeter.
Entre enero y mayo de 2003, Nina permaneció en Egipto para exigir que, en cumplimiento de la orden de la corte, le fueran entregados sus hijos. Nina promovió y obtuvo la carta ya citada, dirigida al presidente de Egipto, en la que 52 senadores solicitaban la intervención del mandatario. Encabezaban la lista John Kerry, senador por Massachusetts (Estado natal y de residencia de Nina), y la senadora Hillary Rodham Clinton.
Pero una vez más los acontecimientos desbordaron el curso legal. Wissa abandonó Egipto en compañía de Henry y Victoria el 23 de diciembre de 2002. Para cuando los senadores norteamericanos firmaron la carta dirigida al presidente egipcio, el padre y los niños ya estaban en Cuba.
Le pedí a Andrés Antonius una entrevista con Nina Streeter. El lunes 23 de junio, a las ocho de la tarde, nos reunimos los tres a cenar en el restaurante del hotel Four Seasons, en Houston (Tejas). Conversamos en una mesa ubicada en un extremo del restaurante. Escuché con atención el relato de su matrimonio con Wissa, la separación, el divorcio, el rapto de los niños, la angustia, la indignación ante los intentos de extorsión de su ex marido y ante el incumplimiento de las leyes en Egipto. Le pregunté a Nina si tenía la certeza de que sus hijos estaban con Wissa en Cuba. Sin palabras de por medio, extrajo un sobre de su portafolios. Me lo entregó. Mi sorpresa fue enorme: el sobre contenía varias fotos de Henry y Victoria. De inmediato reconocí el lugar donde se hallaban: la Marina Hemingway, al oeste de La Habana. No había más que preguntar. Nina insistió en el riesgo de que el padre abandonara Cuba en cualquier momento. Aún ignorábamos que, de acuerdo a las leyes de Egipto, al cumplir Henry 10 años (cosa que sucedería en un par de meses) caería bajo la patria potestad del padre apenas ingresara con él a ese país. El tiempo avanzaba en nuestra contra.
Le ofrecí a Nina que al día siguiente, martes, volaría a la isla para tratar de obtener una entrevista con Fidel Castro. Yo tenía fundadas razones para suponer que la respuesta cubana sería de absoluta solidaridad con el drama de Nina. Conseguí un avión privado y acordé con los pilotos salir de Houston a la mañana siguiente, muy temprano. A las 14.00 aterrizamos en el aeropuerto de la capital cubana. En cuanto pude, llamé a la oficina del presidente Castro. Pedí hablar con su secretario particular, Carlos Valenciaga. Este joven de 29 años se caracteriza por su eficiencia, su buen trato y, sobre todo, por su talento para reconocer las prioridades. Respondió a mi llamada. "Tengo un asunto muy urgente que tratar con el Comandante", le dije. Prudente, no me pidió detalles por teléfono. Me dijo que no me moviera del lugar donde me encontraba, que en breve tendría noticias suyas.
Así fue: a las 1 7.00, Valenciaga me llamó para pedirme que estuviera pendiente, pues todo indicaba que podría concretarse una cita para esa misma noche. A las 19.00 me llamó de nuevo: al parecer, el encuentro se llevaría a cabo en un par de horas. Quince minutos antes de las nueve me confirmó que sería recibido en la oficina del Comandante Castro, en el Palacio de las Convenciones de La Habana. Por fortuna, me encontraba muy cerca del lugar. Salí de inmediato en compañía de mi amigo Luis Martínez.
Los guardias de seguridad estaban al tanto de mi llegada. Sin más preámbulos descendí del automóvil, entré al recibidor del palacio y por el ascensor llegué al primer piso. Aunque ya conocía esta oficina, me volvió a impresionar su sobriedad. Cubierta de maderas y con piso de granito pulido, es una oficina sin lujos innecesarios.
Cita con el Comandante
El comandante Fidel Castro esperaba de pie al final del largo pasillo, junto a una mampara que divide ese espacio. Me saludó con su acostumbrada gentileza y pasamos a un pequeño salón, donde ocupamos unas sillas forradas de cuero burdo. Nos sentamos. Valenciaga ocupó un asiento cercano. Dedicamos unos cuantos minutos a conversar sobre diversos temas. Enseguida, el Comandante me pidió que le hablara del asunto que me traía frente a él con tanta urgencia. Le hablé de Nina, de su divorcio, del secuestro de los niños a Egipto y de la actual presencia de Henry y Victoria en Cuba. Al llegar a este punto, Castro, que escuchaba atento y sereno, reaccionó: ¿cómo era posible que dos niños norteamericanos secuestrados se encontraran en su país? Me limité a mostrarle las fotos de los niños en la Marina Hemingway. Al verlas, el Comandante saltó de su silla. Su sorpresa fue mayúscula: "¿Te das cuenta, Salinas? ¡Esto es como lo de Elián, pero al revés!".
Frente a tal antecedente, la presencia en Cuba de dos niños secuestrados cobraba un enorme significado. "Esto no puede permitirse en este país", remató Castro. "Nunca seremos utilizados como refugio de secuestradores, mucho menos de quienes secuestran niños. Además, el pueblo norteamericano apoyó de manera masiva el regreso de Elián... Tenemos una deuda de gratitud con ellos", concluyó.
Frente a esta reacción, me quedó muy claro que el presidente Castro no tenía noticia alguna del caso. El Comandante revisó con atención cada documento. Al final, entrada ya la medianoche, me aseguró que solicitaría informes de inmediato. Me pidió que no me moviera del lugar donde me alojaba y que esperara noticias suyas.
Esa noche no pude conciliar el sueño. Pensé en la conveniencia de que Nina estuviera cerca de la isla. A las dos de la madrugada llamé por teléfono a Andrés a Boston y le pedí que se trasladara de inmediato a la ciudad de México en compañía de Nina. A las nueve y media de la mañana recibí una llamada. Era de la oficina de Valenciaga. Tomé el auricular y esperé unos segundos. Entonces escuché una voz que no era la de Carlos. "¿Quién habla?", pregunté. Alguien respondió lentamente: "Aquí hay algo raro...". Reconocí la voz de Fidel Castro. Pero esa frase me había inquietado: "¿Raro?". Eso podía significar que la información proporcionada no era cierta, o bien que la situación de los niños no era la deseable. Pronto se aclaró todo. Castro reconoció mi voz y me dijo: "Salinas, no era contigo con quien quería hablar... todavía". El caso es que, en su afán de ser discreto, el Comandante había solicitado que lo comunicaran "con la persona con la que hablé anoche". Se refería a un cercano colaborador del área de seguridad, a quien había llamado para solicitarle una investigación sobre los niños. Aclarado el malentendido, me dijo que muy pronto tendría información precisa y me pidió que acudiera a su oficina a las diez de la mañana.
Me trasladé al Palacio de las Convenciones. Castro me recibió animado: "Los niños se encuentran bien y ya están a salvo", dijo con entusiasmo. "El padre ha sido detenido, pero sin violencia y sobre todo sin que los niños se dieran cuenta de la acción. Hemos sido muy afortunados".
Esa misma mañana, el Comandante me relató con más detalle los hechos. La noche anterior, apenas dejé su despacho, llamó a los responsables del área de seguridad y les pidió información sobre Wissa y los niños. Se le informó de que, en efecto, a finales de diciembre habían ingresado al país como turistas; desde entonces, Henry y Victoria vivían en un pequeño bote anclado en la Marina Hemingway. Para distraerlos durante el día, el padre había conseguido que les dieran clases de español; por la noche, él salía a divertirse mientras ellos permanecían encerrados en la embarcación. Los pequeños habían hecho amistad con Alexis, un marinero cubano que trabajaba en la Marina.
Un operativo discreto
Ya era casi de madrugada cuando los cuerpos de seguridad confirmaron que Wissa y los niños se encontraban en el bote. De inmediato se organizó un operativo discreto pero firme. Un grupo de seguridad se presentó en la Marina por la mañana y le pidió a Wissa su documentación migratoria; era necesario, le dijeron, que los acompañara a las oficinas de Migración. Wissa entró al bote a recoger los pasaportes. Al salir, venía acompañado de sus hijos. Algo había presentido, al parecer, pues insistió en que los niños lo acompañaran. Las autoridades les hicieron saber que Wissa debía asistir a una revisión sanitaria de rutina. Ante la reiterada súplica de los pequeños, las autoridades aceptaron que ellos también hicieran el viaje. No obstante, les hicieron ver que no cabían todos en el mismo vehículo. Wissa viajó en un automóvil, y sus hijos, en el que lo seguía. Al abandonar la Marina, el carro de Wissa se dirigió a un centro de detención, mientras que el de Henry y Victoria se encaminó a un hospital cercano. Se les dijo que ellos también debían pasar un examen médico. Fue así como las autoridades cubanas lograron capturar a Wissa sin que los niños presenciaran una acción que para ellos habría resultado traumática. El operativo había concluido unos minutos antes, a las 9.35.
Con decisión, el presidente Castro me aseguró que los pequeños serían entregados a su madre de inmediato, apenas se confirmara plenamente la información proporcionada por ella. El padre sería sometido a juicio por los delitos cometidos en suelo cubano. "Este hombre puso en peligro la seguridad del país", comentó.
El presidente Castro había invertido varias horas de la noche y la madrugada en el análisis de los documentos que le proporcioné. "Les puse mucha atención a los detalles", me dijo. En realidad, no durmió durante toda la jornada. Ante la urgencia de los hechos y sin la asistencia de un traductor, tuvo que recurrir a su empolvado manejo del inglés, lengua que, al parecer, no practicaba desde sus años de estudiante de derecho, cuando se esforzó en aprenderla para poder leer una biografía de Lincoln. Esta vez su objetivo no era menor: comprender la nota biográfica que Nina había incluido en su reporte. A partir de la lectura de los documentos, el Comandante había redactado a mano un boletín destinado a la prensa, en el que daba cuenta de los hechos.
Mientras se mecanografiaba la nota, conversamos ampliamente sobre estas buenas noticias y abordamos otras no tan alentadoras: la guerra en Irak; la alarmante expansión, en aquel país y en el Medio Oriente, de una "cultura del suicidio"; las presiones lanzadas contra Cuba. De vez en cuando, el Comandante se interrumpía para revisar y corregir el boletín. Finalmente quedó listo.
Castro no deseaba que pasara más tiempo sin anunciar a la prensa los hechos. Cualquier indiscreción, cualquier intento de desvirtuar los hechos y hacerle creer al mundo que Cuba le daba refugio a un norteamericano que había secuestrado a sus propios hijos, tendría consecuencias muy adversas. Aunque comprendí la urgencia de dar a conocer la información, le hice ver al presidente la inconveniencia de difundir el boletín antes de que la madre supiera que sus hijos estaban a salvo y que podía reencontrarse con ellos. Castro entendió. No obstante, me aseguró que no podía posponer la divulgación de la noticia más allá de las siete y media de la tarde, pues ya se había convocado a la prensa y a esa hora los noticieros nacionales y los medios internacionales aguardarían impacientes el anunciado boletín. En ese momento eran las cuatro de la tarde, hora de Cuba, tres de la tarde en la ciudad de México.
Según lo previsto, Nina llegaría a la capital de México una hora después, a las 16.00 de México, lo que dejaba un tiempo apenas suficiente para hablar con ella. Desde el celular de Carlos Valenciaga me comuniqué en la ciudad de México con mi asistente, Adán Ruiz, quien aguardaba el arribo de Nina. Me comentó que el avión, un vuelo comercial, llegaría con media hora de retraso. Le di instrucciones a Adán para que, a nombre de Nina, rentara un helicóptero de la ciudad de México a Toluca. La medida nos permitiría ahorrar al menos una hora y media. Al poco tiempo, Adán me confirmó que el helicóptero ya estaba listo, en un sitio cercano a la pista donde aterrizaría el avión en el que viajaba Nina. Eran las 17.30 en La Habana.
El Comandante quiso visitar el hospital donde se encontraban los niños. Salimos en su automóvil, un viejo Mercedes Benz. En pocos minutos llegamos al Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas (Cimeq), un moderno hospital ubicado en la zona oeste de La Habana. Conocía bien este eficiente centro hospitalario rodeado de jardines y palmeras reales: aquí, siete años atrás, nació mi hija menor, Ana Emilia Margarita.
En el Cimeq aguardaba un grupo de médicos y de trabajadores sociales, encabezados por una pediatra. El presidente Castro no pidió ver a los niños, quienes se encontraban en las habitaciones del primer piso. Se sentó en una pequeña sala de la planta baja del hospital. Ahí escuchó con atención el reporte de las doctoras. Henry y Victoria preguntaban constantemente por su papá. Se les dijo que a Wissa lo estaban revisando en otro hospital. El Comandante habló entonces con Alexis, el marinero, un joven que se mostraba serio y seguro. Castro le hizo algunas preguntas acerca de la actitud y la personalidad de Wissa.
Decidimos trasladarnos a un lugar que me permitiera tener una conversación telefónica segura con Nina. Su avión estaba por aterrizar en la ciudad de México. Eran las 18.15 en Cuba. En poco más de una hora, el boletín comenzaría a circular.Esperé unos minutos. Cuando volví a llamar, escuché con alivio el motor del helicóptero en marcha hacia Toluca. Minutos después aterrizó en un hangar privado. Sentí que era el momento de tener una conversación telefónica confiable con Nina. En cuanto ella tomó el auricular le dije: "Nina, tus hijos te están esperando". Le comenté que las autoridades cubanas estaban listas para entregarle a Henry y a Victoria. "¿Estás decidida a viajar a Cuba?", le pregunté. "¿Me lo preguntas en serio?", respondió. Y con voz decidida agregó: "Si fuera necesario, ¡iría a por ellos nadando!". Le dije que ahí mismo la aguardaba un avión privado para traerla sin demora a Cuba.
Sin perder tiempo, el presidente ordenó que la nota oficial se enviara a los noticiarios cubanos y a la prensa internacional. Castro convino en que fuera yo el encargado de recibir a Nina y a Andrés en el aeropuerto José Martí de La Habana. Desde ahí la llevaría de inmediato al Cimeq sin otra compañía que la de Carlos Valenciaga. A las diez en punto aterrizó el avión. Sin más preámbulos, le dije a Nina que estábamos listos para llevarla con sus hijos. El recorrido duró casi media hora. En el trayecto le contamos a Nina los detalles del rescate. Llegamos al Cimeq alrededor de las 22.45. En la planta baja esperaban el director del hospital, las doctoras especialistas y Laurita, una colaboradora de Valenciaga. Los médicos pidieron hablar con Nina antes de que se reencontrara con sus hijos. Le explicaron que, durante los dos años de ausencia, el padre les inculcó la idea de que ella los había abandonado y que no quería volverlos a ver, por lo que era muy probable que ellos se mostraran resentidos, incluso hostiles. Nina entró a la habitación donde estaban Henry y Victoria. Al ver a su madre, ellos no escondieron su sorpresa y lanzaron un grito. Enseguida, Henry la encaró: "No quiero verte", dijo, y se alejó de ella. Luego, Victoria imitó a su hermano. Nina no se movió. Les respondió que los había buscado sin parar durante todo ese tiempo. Nina les habló de su vida en Boston; luego, abrió un álbum de fotos que llevaba con ella y empezó a mostrárselas y a comentarlas. Victoria fue la primera en reaccionar y se acercó a su madre; pronto estaba en sus piernas. Henry resistió más, pero finalmente, también él se aproximó y se dejó abrazar.
Hacia la medianoche de ese miércoles 25 de junio nos despedimos de Nina. Le preguntamos si deseaba pasar la noche en alguna casa o en un hotel; ella decidió quedarse a dormir en el hospital. Valenciaga y Antonius me acompañaron al lugar donde me hospedaba. Desde ahí le llamé al Comandante. Muy pronto estábamos con él comentando los pormenores del reencuentro. El tiempo pasó como agua. Cuando reparamos, eran ya las tres de la madrugada del jueves 26 de junio.
Regreso a casa
A las once de la mañana de ese jueves llegué al Cimeq. Todo marchaba a pedir de boca. Henry y Victoria parecían haber recuperado por completo la capacidad de comunicarse con su madre. Las autoridades cubanas le dijeron a Nina que podía permanecer en la isla el tiempo que deseara. Sin embargo, ella aseguró que deseaba regresar con ellos a casa cuanto antes, de ser posible la mañana del día siguiente. No hubo inconveniente: si ése era su deseo, le darían todas las facilidades para partir el viernes. Le propuse a Nina llevar a Henry y Victoria a nadar y jugar un rato. Le gustó la idea. En compañía de Alexis, el joven marinero, nos trasladamos a una casa cercana. Llamé al Comandante para invitarlo a almorzar con nosotros. Aceptó. Nos sentamos a almorzar. Mientras los niños jugaban, abordamos el tema del padre detenido. Lo hicimos, claro, con la mayor discreción. Sin embargo, de pronto Henry se acercó a la mesa. "¿De qué hablan?", preguntó. "Sobre la historia y el arte", respondió Castro. "Me estás mintiendo", dijo Henry.
Ese día, el Granma publicó en primera plana los pormenores del secuestro y el ulterior rescate. Les pedí a Nina y al presidente Castro que pusieran sus firmas en un ejemplar. Lo conservo enmarcado, como testimonio de esos días singulares.
Ella y sus hijos partieron el viernes 27 por la mañana. Ese mismo día llegaron a Boston. Los niños han vuelto a la escuela. Wissa permanece en Cuba, sometido a juicio por el delito de secuestro. Nina ha vuelto a sus labores. Trabaja durante las horas en que los niños están en la escuela. También se ocupa de contar su historia para impedir que otros sufran una experiencia similar.
Carlos Salinas de Gortari es ex presidente de México.
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