Crónica personal
Conocí a Juan Gil-Albert en Valencia en 1972. Un año que iba a ser decisivo para él y para sus futuros lectores. En ese año, gracias a la publicación en Barcelona de Fuentes de la Constancia, su nombre hasta entonces ignorado o ninguneado casi por completo en el panorama literario español, empezaba a ser reconocido, dejaba de ser, en palabras de Jaime Gil de Biedma "un gran escritor que es un casi completo desconocido". Después de la publicación de otras obras fundamentales, entre ellas Crónica general, lo situaron en un lugar de respetuosas, minoritarias y fieles admiraciones.
Pero volvamos a aquel verano de Valencia en el que le conocí. Me lo presentó en el bar del hotel Astoria Paco Brines, con quien había hablado muchas veces en Madrid de Gil-Albert. Unos años antes, en 1968, fue Paco quien me sugirió que le enviase mi primer libro, él me contestó en una carta tan difícil de leer como todas las suyas, por su especial caligrafía, y con el envío de un libro que acaba de publicar en su voluntario retiro de Valencia, La trama inextricable, una excelente y deslumbradora mezcla de poemas y de prosas que fue para mí la revelación del gran escritor que era Juan. Gracias a este libro, a lo que de él sabía, y a algunos intereses compartidos que iban desde Cernuda a México, pasando por el destino del último zar de Rusia, aquel encuentro fue más que un descubrimiento, casi un reencuentro con alguien que de alguna forma ya conocía.
Al día siguiente, tuvo la gentileza de servirme de guía por una Valencia que yo apenas conocía, la antigua calle de la Paz, que según me contó era un lugar preferido de Cernuda, un salón de té que parecía una reliquia de otro tiempo, el sobrio y transparente gótico de la Lonja, el enloquecido barroco del palacio del marqués de Dos Aguas, entre esa sobriedad y desmesura se sitúa muy bien la obra de Gil-Albert, y tantos otros lugares que me dejaron para siempre la visión más intensa y personal que tengo de la ciudad. En la larga caminata iban surgiendo anécdotas e historias de la Valencia de otros siglos, pero, sobre todo, de la para mí fascinante, de la Guerra Civil, de la revista Hora de España, del mítico congreso de escritores antifascistas. Pasábamos de María Zambrano y Ramón Gaya a Spender o Malraux y, al final, por voluntad mía, a las cosas compartidas con Luis Cernuda. También a nuestra pasión por México, donde él había estado exiliado y donde yo había pasado unos meses hacía poco, y a su temprano encuentro en Valencia con el joven Octavio Paz.
Pocos años después (y eso ya lo viví en América) me fui enterando de que a través de Brines, Gil de Biedma, Carlos Barral, Beatriz de Moura y varios editores catalanes, la obra de Gil-Albert se conocía y se reconocía en todo su valor y variedad, eso sí, siempre dentro de una sensación de extrañeza, de alguien "raro" y excéntrico que vivía fuera del entonces tan centralizado mundo literario español.
Nos volvimos a encontrar en Madrid, entre mis viajes americanos, en la primavera de 1976 y pude alegrarme con él de aquel inesperado y tardío reconocimiento. El gusto de lectores y editores hacia su obra había cambiado, pero Juan seguía siendo el mismo, el que había escrito: "Vivir resistiéndose, día a día, a las ventajas de la adulación y la mendacidad". Un hombre solitario y solidario, un escritor sin alharacas ni soflamas, sin gestos para la galería, pero también sin silencios cómplices. Me contó que hacía poco, creo que un periodista, se había referido a él como afrancesado y él le había contestado que no, que sencillamente era "un español que razona". Algo que en el cada vez más ensordecedor griterío visceral del ruedo ibérico no es nada fácil encontrar.
De todas formas y pese a aquel tardío reconocimiento y posteriormente a la excelente edición de su obra completa que se hizo en Valencia, Gil-Albert no ha acabado de encontrar el notable lugar que le pertenece dentro del monocorde canon de la literatura española. Como su amigo el distante sevillano Cernuda, como otro afrancesado, el mallorquín Villalonga y su prodigioso Bearn, como el gran fabulador gallego Cunqueiro, han sido siempre nombres periféricos, fantasmales escritores que no se sabe bien dónde situarlos, un problema para muchos de los adocenados profesores y estudiosos de nuestra más racial literatura. Pero aunque éste es un tema para otro artículo, lo que sí queda claro es que después de aquellos breves fastos gilalbertianos, su obra ha vuelto a borrarse, casi a desaparecer en el olvido, entre el ajetreo de las últimas novedades literarias y la ceremonia de la confusión en que vive la literatura de aquí y de fuera de aquí, desde hace unos cuantos años. La efímera actualidad publicitaria de obras y autores está muy lejos de la serenidad intemporal y por eso clásica de la obra de Gil-Albert.
Me gustaría que estas celebraciones de su centenario, como pasó hace dos años con Cernuda, sirvan, entre otras cosas, para acercar al poeta de Homenajes y Las ilusiones, al prosista de Crónica general y El retrato oval, al gran memorialista de tantas páginas imprescindibles, a nuevos lectores que pueden descubrir un nuevo mundo, una singular sensibilidad y eso, ya tan raro, un escritor que creía en la literatura y que fue fiel hasta el final a esta creencia.
Hace diez años, en El Escorial, en el que no sabía que sería mi último encuentro con Octavio Paz, Octavio me dio la noticia de la muerte de Juan, que acababa de escuchar por la radio. Misteriosamente, la remota Valencia de 1937, el México del exilio sobre el que Juan ha escrito páginas memorables, se reunían definitivamente en la voz emocionada y ya perdida de Octavio Paz.
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