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Reportaje:

Don Pelayo y Guifre el Pilós

Los mitos fundacionales y la proyección española del catalanismo, a debate en la presentación de un libro de Rafael Jorba

Francesc Valls

El atentado del 11-M puso de manifiesto que en España hay quien se resiste a extender el acta de defunción del nacionalcatolicismo, ese maridaje que tuvo su edad de oro en los 40 años de franquismo y un apasionado noviazgo de tres años de "cruzada". La celebración por el rito católico de una misa de funeral en la Almudena de Madrid para los fallecidos, fueran judíos o gentiles, cristianos o musulmanes, agnósticos o ateos, provocó perplejidad en un sector de la ciudadanía. Algo retrotraería a aquellas épocas en las que, cuenta José María Pemán, se repartían escapularios entre los marroquíes que luchaban con Franco. Y en este país, en la penumbra de los cuatro últimos años, hay quien desde el poder político no es capaz de distinguir entre la cruz y la espada.

Esa España que en ocho años ha dado su peor cara en el islote de Perejil, en las Azores y con esa bandera Guinness de la plaza de Colón ha coexistido con una Cataluña que ha vivido entre el pragmatismo político diario y el nacionalismo oficial descansando, muchas veces, sobre los grandes mitos fundacionales. En ese contexto hace oír su voz el periodista Rafael Jorba con Catalanisme o nacionalisme (Columna).

Se trata de un conjunto de artículos y reflexiones reunidas en un libro que el pasado viernes presentaron en Igualada el periodista y escritor Antoni Puigverd, el historiador de las religiones Alain Blomart y el escritor y diplomático José María Ridao. Son tres voces que, como el autor, van a contracorriente del nacionalismo excluyente desde esa idea de ciudadanía a la que Jorba da el nombre de catalanismo: un concepto que está fuera del campo semántico tanto de los fervorosos de Don Pelayo como de los entusiastas de Guifre el Pilós.

El catalanismo en que se basa Jorba es el que afirma que la nacionalidad debería ser una cuestión privada, siguiendo el mismo proceso que la religión en el siglo XIX: es decir, que "todo el mundo se sienta como le dé la gana pero que actúe como ciudadano", en palabras de Blomart. Desde esa perspectiva el catalanismo tiene sentido cívico, pero también regenerador en esa España plurinacional a la que presta oídos, bien que heterodoxos, la tradición liberal española. Esos que, como afirmó Ridao, "se sienten incómodos con la visión castellanista que se da de España". Ridao reivindicó la línea de pensamiento que hunde sus raíces en el erasmismo y en los ilustrados, evita a Unamuno y a Ortega y Gasset, pasa por José María Blanco White y llega hasta ese Manuel Azaña -tan pervertido ahora por algunos nacionalistas españoles- que fue capaz de percibir la Generalitat catalana como representación y parte del Estado.

Con estos puntos de partida, los puentes de diálogo entre Cataluña y España estuvieron el viernes transitados, algo que ha sido caro de ver en los los últimos ocho años. El pretexto fue ese libro que Puigverd denominó más de "reflexión que profético". Todos los participantes coincidieron en la necesidad de que el nacionalismo, como la religión, pase a la esfera de lo privado. Una difícil segunda revolución laicista para un país que a duras penas ha hecho la primera.

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