¿Adivinanza?
¿Saben a quién me recuerda ese soldado japonés que seguía escondido en la selva de una isla del Pacífico cuando ya habían pasado más de veinte años desde el final de la Segunda Guerra Mundial y que todas las mañanas, después de desayunar el agua de un coco y dos papayas, cogía su fusil y se apostaba entre los árboles, esperando que llegase el enemigo? ¿Se lo imaginan? Seguro que sí, porque esto es España y en nuestro país también existieron personas como él, aquellos seres aterrorizados a los que se llamaba "topos" y que al terminar la Guerra Civil se escondieron, a veces durante décadas, en desvanes, tras dobles paredes, en sótanos, cobertizos, buhardillas o cuevas. Qué vida extraña, hecha al margen de la vida de todos los demás, como si se viviera en otra dimensión o se viviera después de muerto.
Pero volvamos al soldado japonés. ¿Adivinan quién me lo ha recordado? Les daré un dato. No estoy seguro de si el militar del emperador Hirohito les disparaba a los aviones de pasajeros que sobrevolasen su refugio, a muchos de los cuales, que a esas alturas de los años sesenta irían escuchando a Jimi Hendrix y llevarían puestas camisas hippies, todo aquello de Pearl Harbour y demás ya empezaba a sonarles, más que a japonés, a chino. Pero si les disparaba a los aviones, me recordaría aún más a la persona que tienen que adivinar.
A ver, demos alguna pista. Yo al soldado japonés lo veo, más que despistado, o necio o soberbio. Un despiste es no saber dónde están las llaves, pero no estar veinticuatro o veinticinco años luchando una batalla inexistente contra un ejército invisible, comiendo filetes de mono con guarnición de mangos, durmiendo con la escopeta cargada en la mano y pasando el tiempo, alrededor de unos diez mil días con sus noches, vestido de camuflaje, con unos helechos atados al casco e imitando el silbido de una abubilla tropical desde la copa de un alcornoque, por si te contesta un camarada.
No, "despiste" no es una palabra tan grande ni tan poderosa y, por lo tanto, podemos descartarla.
Pero un necio sí podría ser el soldado, alguien que no se enteró de nada ni antes ni después: primero no supo ni de la Unión Soviética, de Normandía ni de Berlín; ni siquiera de las bombas de Hiroshima y Nagasaki; no supo de la reunión de Yalta ni que el divino Hirohito seguía con vida pero había dejado de ser inmortal. Y después, cuando llegó la hora de rendirse, quizá perdió el barco porque se quedó dormido el día de la capitulación, o porque se entretuvo atándose las botas mientras los demás salían para Tokio. Quién sabe.
Pero hay un problema, y es que eso no coincide con lo que siguió, no parece ni mucho menos su primera mitad. ¿Es posible tanta necedad primero y tanto celo más tarde? No, la necedad queda también descartada.
Por lo tanto, ya sólo nos queda la soberbia. ¿No es posible que lo que ocurriese es que el soldado se negó a aceptar su derrota? ¿No les parece lo más probable que fuera una de esas personas que sólo creen en los juegos cuando los ganan y cuando los pierden sólo creen en las trampas? Una de esas personas que es capaz de seguir dando golpes cuando los árbitros ya han detenido la pelea.
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, ha decidido desarrollar en Madrid la Ley de Calidad Educativa que el nuevo Gobierno va a derogar de forma inminente. Es decir, que va a gastar el tiempo y el dinero públicos en algo más inútil que hacerle el boca a boca a la momia de Lenin. Algo que, como todo el mundo sabe, dentro de poco ya no será nada. Aguirre, de hecho, ya ha aprobado un decreto, basado en dicha ley, que regula cómo nombrar a los directores de los centros escolares. Es como si, después de acabadas las elecciones generales y expresada la voluntad de los ciudadanos, ella siguiera en marzo, aunque el resto ya estemos en abril. ¿Por qué lo habrá hecho? ¿Por despiste? ¿Por necedad? Ella dice que por imperativo legal. O sea, que obedece órdenes y sigue tirando de la cuerda, como si en su imperio siguiera sin ponerse el sol.
¿A que no saben a quién me recuerda el soldado japonés?
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