Encrucijadas de la palabra
A veces, cuando nos otorgamos la venia para cometer ese desliz de la razón que consiste en preguntarnos por la propia existencia, imaginamos un tipo de escritura con la que adentrarnos -pues de un adentro se trata- bajo la conciencia empírica, ya que de esa clase de realidad no puede dar cuenta el habla cotidiana ni tampoco la palabra científica. Desde siempre, en todas las culturas, las modulaciones sentimentales se han expresado mediante el canto, y la poesía fue, desde tiempos inmemoriales, palabra entonada, palabra resonante. Pero cuando lo que se padece es el propio existir, incluso la palabra poética lo tiene difícil. Pues no se trata, entonces, de expresar una u otra categoría sentimental, sino el punto de partida de todas ellas, aquello que las hace posibles a todas. Entonces, la palabra se vuelve metafísica. Y ¿puede seguir cantando la palabra metafísica?
Difícil cometido éste de procurar hallar razón y exponer aquello para lo que tanto la filosofía como la poesía eran insuficientes
Difícil cometido. Pues la palabra metafísica ya es algo más (o algo menos) que aliento modulado, a la vez que al corazón ha de acudir a la conciencia. Y, allí, significar: hacerse signo, huella
... ¿de qué? De algo que no tiene correlato concreto, apenas una sensación difícil de nombrar. Las palabras metafísicas son como vainas preñadas de realidades pequeñas, cotidianas; grandes conceptos alejados de la existencia que tiene lugar, dentro de cada uno, a pequeñas sacudidas. Y, sin embargo, hay algo que pide desvelarse, algo de lo que la palabra puede ser signo, algo que es poco más que un afán, el de una trascendencia, poco más que una doliente sensación de padecer la voluntad de trascender lo que aquí vamos siendo. Quien, a estas alturas, ha procurado erradicar de su vocabulario las grandes palabras con las que en un tiempo creía estar diciendo algo, no puede, no obstante, negar que sigue aleteando en su interior ese anhelo (al fin y al cabo, una de las máscaras del deseo de inmortalidad) que es, al tiempo, padecimiento. Ello debiera bastar para agradecer su empeño a quienes han tratado de expresarlo de una u otra forma. Ese desvelamiento por la palabra es el tema que, más que ningún otro, ocupó a María Zambrano. Difícil cometido y difícil exigencia, ésta de procurar hallar razón (expresión del origen), y exponer (poner fuera, desentrañar) aquello para lo que, según ella, tanto la filosofía como la poesía eran, en sí mismas, insuficientes.
La tarea que se propuso Zambrano no fue tanto la de articular un método como la de ir con la razón a tientas desenvolviéndolo en la escritura, engarzando intuiciones, desmadejando el lenguaje, habiéndoselas con la palabra, con la difícil palabra que ensombrece al tiempo que clarifica aquella presencia de la que se es testigo. Testigo apenas, testigo a ciegas. Sólo un pensar poético (noûs poietikós), es decir, creador (que así se entendía, como construcción, el término griego poíesis del que la palabra "poesía" proviene), era adecuado para ello. Como si el testigo lo fuese de un crimen muy antiguo cuyo recuerdo apenas asoma por destellos, así habría la palabra de adentrarse en los huecos de la conciencia y, desde las brechas, crear al testigo, darle voz. La palabra creadora había de ser palabra que concibe, no elaborando conceptos ("¡si por concepto entendiesen la concepción!", exclamaba Zambrano, revolviéndose contra la profusión de conceptos con los que la filosofía pretende dar a entender las cosas del espíritu), sino dando a luz aquello que pugna por revelarse.
Así pues, el método había de ser musical, debía ir de intuición en intuición viendo cómo la vida se compone. Musicalmente. Y así fue la escritura de María Zambrano una sucesión de "notas de un método", tal como había titulado, en un principio, el conjunto de textos que llevaría por nombre Claros del bosque. Hubiese podido haber sido el título general de sus obras completas; aún podría serlo. Un conjunto de fragmentos cristalinos cuyo ensamblaje formaría vidriera, rosetón, tal vez, para una iglesia románica, de esas que en Segovia decía haber descubierto que se orientan hacia el Este, donde la luz despunta.
Nunca llegó a incluir en esas "notas" su crítica a la razón discursiva: no hizo falta. Toda su obra lo ha sido. Sus escritos son, de modo contundente, la respuesta a aquella frase hiriente del que fuera su maestro: "Usted quiere estar allí cuando aún no ha llegado aquí...
". Ella no quería perder el tiempo llegando aquí. Ella ya estaba allí, de algún modo, y lo sabía. Ortega, según ella, había encallado cuando quiso sistematizar su razón vital. De lo que ella se quería ocupar era de cómo decir ese "allí" cuyo anhelo se padece aquí.
Escritura, pues, como arrobamiento, como delirio. Si contásemos el mito desde Zambrano habríamos de empezar así: en un principio fue el delirio... luego, el ancho mundo, y la aurora naciente. Porque si es cierto que todo cuento termina donde empezó, el delirio tal vez sea, hoy en día, para quien escribe, la manera más directa de situarse en los inicios, en esos inicios en los que nos atreveríamos a hablar, sin enrojecer, de ciertas cosas, del corazón por ejemplo, de su inocencia. Ni siquiera los artistas se permiten ahora hablar de ello; un cierto pudor de la razón nos lo impide. Ella afrontó el reto. Ningún movimiento del ser humano, decía, es inocente. Siempre actúa con una intención, una voluntad de ser algo, de señalarse. Un corazón inocente es aquel que no lleva ninguna intención; tan sólo una presencia, un latir que acompaña, desprendido de sí. Ese latido encierra a un tiempo lo más común y lo más universal. Por eso, diría Zambrano, sólo un corazón inocente podría habitar el universo. Y sólo desde el delirio nos es perdonado hablar, hoy, como ella lo hizo.
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