España en la Constitución
Todas las Constituciones históricas españolas concibieron a España como una nación que en su interior excluía cualquier otra realidad nacional. Es verdad que la Constitución de 1812 hablaba de "las Españas". Pero este término, que acaso resulte hoy útil para designar nuestra pluralidad nacional, se utilizaba tan sólo para referirse a los territorios situados a ambas orillas del Atlántico. Fue precisamente esta Constitución la que consagró por vez primera entre nosotros un concepto unitario de nación, que su artículo primero definía como "la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios". En virtud de este concepto, la Constitución doceañista vertebró un Estado nacional uniforme, refractario a las aspiraciones de autogobierno de las provincias ultramarinas y de los viejos reinos hispánicos, que en las Cortes de Cádiz defendieron los diputados americanos y algunos españoles opuestos al centralismo liberal, heredero de la política castellanizadora impulsada por Felipe V a comienzos del siglo XVIII.
Los textos republicanos de 1873 y 1931 se apartaron de los esquemas centralistas de 1812, que las Constituciones conservadoras de 1845 y 1876 habían acentuado, al restringir la autonomía municipal reconocida en Cádiz y en las Constituciones progresistas posteriores. El proyecto constitucional de 1873, en efecto, pretendió vertebrar de forma federal el Estado, mientras que la Constitución de 1931 reconoció la posibilidad -sólo eso- de articular "regiones autónomas", de acuerdo con las premisas del llamado "Estado integral", una especie de tertium genus entre unitarismo y federalismo. Pero en cualquier caso, tanto un texto como otro siguieron admitiendo dentro de la República una única realidad nacional: la española.
El franquismo suprimió el autogobierno catalán y vasco, abortó las esperanzas del autonomismo gallego y supuso un traumático retorno a las premisas más centralistas del siglo XIX, troqueladas en el modelo napoleónico. El nuevo Estado que surgió de la Guerra Civil se inspiraba en este punto en la metafísica idea de España como "una unidad de destino en lo universal", "constituida por las generaciones pasadas, presentes y futuras", que recogía la Ley de Principios del Movimiento Nacional (1958), así como en la exaltación de la "unidad entre los hombres y las tierras de España", a la que se refería la Ley Orgánica del Estado (1966). Se trataba de una retórica huera, ineficaz, que en vez de unir a los españoles en torno a la idea de España provocó que muchos de ellos, incluso aquellos que carecían de una patria alternativa, renegaran de España, de su mismo nombre, de su historia, de sus símbolos.
La gran novedad de la Constitución de 1978 ha sido concebir a España como una nación de naciones. Así lo viene a establecer su artículo segundo cuando señala que "la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas". La Constitución, sabiamente, no dice cuáles son las nacionalidades y cuáles las regiones, cosa que han hecho luego libremente los respectivos Estatutos de Autonomía, pero en cualquier caso ya no concibe a España como única realidad nacional. A partir de esta premisa, el Título VIII de la Constitución ha permitido edificar a lo largo de estos últimos 25 años uno de los Estados más descentralizados del mundo, en el que el castellano y "las demás lenguas españolas" son declaradas oficiales, la primera en todo el Estado y las segundas en sus respectivas comunidades autónomas, como dispone el artículo tercero de nuestra Norma Fundamental.
Al concebir a España como una nación de naciones, es obvio que la Constitución no reduce España a un mero Estado ni tampoco concibe la nación española en pie de igualdad con las demás nacionalidades que la integran. Tesis ambas por las que, de forma indistinta, se inclinan la mayor parte -cierto que no toda ella- de nuestros nacionalistas periféricos. Bien al contrario, la Constitución parte de España como una nación que incluye en su seno diversas nacionalidades y regiones, a las que se reconoce el derecho de autonomía, no, desde luego, la soberanía y el poder constituyente, que reside en el pueblo español en su conjunto, como señala el artículo primero de la Norma Fundamental.
Este concepto de España, incluyente y plural, fomenta una múltiple lealtad nacional o de pertenencia: al País Vasco, a Cataluña o a Galicia y, a la vez, a España en su conjunto, además de a Europa. En realidad, este concepto permite transformar el nacionalismo en un auténtico "patriotismo constitucional", esto es, en un sentimiento de adhesión a una Constitución que ampara y garantiza los derechos de todos los ciudadanos por igual, incluidos los de aquellos que no se sienten miembros de esa comunidad nacional, plural e incluyente, que la Constitución pone en planta, a los que no obliga a compartir sus principios, sino tan sólo a respetar la legalidad que ella misma preside y, por tanto, a plantear sus demandas dentro de ella.
A partir del concepto constitucional de España, se debe impulsar un proceso renacionalizador que haga posible que la nación común y los símbolos que la representan se conviertan en un potente factor de integración, no de discordia, lo que exige un cambio profundo de cultura política en una dirección claramente federal y un nuevo aprendizaje de la historia de España, pues sólo en la historia es posible comprender este concepto de forma cabal, como ocurre con todos los grandes conceptos políticos y, por tanto, también con los constitucionales.
Es ésta una tarea que incumbe a todos los españoles, pero más todavía a aquellos que políticamente los representan. A este respecto, es necesario que los dos grandes partidos nacionales, en torno a los cuales se agrupa el 80% del electorado, conviertan el concepto constitucional de España en un punto de encuentro esencial, más allá de las inevitables diferencias de matiz a la hora de hacer hincapié en la unidad de la nación española o en su pluralidad, en España como "patria común" o en la singularidad de las "nacionalidades" y "regiones" que la integran. A veces, sin embargo, algunos dirigentes populares parecen aceptar a regañadientes la pluralidad nacional de España, de cuyos símbolos se apropian de forma irresponsable, mientras que desde las filas socialistas los mensajes que se lanzan en no pocas ocasiones sobre esta crucial cuestión son muy distintos si proceden, por ejemplo, de Extremadura o de Cataluña, desde donde es frecuente hablar de España como una nación distinta e incluso distante de la española.
La unidad de estos dos partidos es también de vital importancia para acometer con éxito la actualización de nuestro Estado autonómico en la legislatura que se acaba de inaugurar. Sería deseable que el consenso sobre esta decisiva cuestión alcanzase a la mayor parte de las fuerzas políticas presentes en el Parlamento nacional. En cualquier caso, el acuerdo entre el partido del Gobierno y el principal partido de la oposición resulta políticamente muy necesario para reformar los Estatutos de Autonomía y la Constitución, además de ser en este último caso jurídicamente imprescindible. Tal tarea no debiera plantearse como una "Segunda Transición", como defienden los partidarios de un Estado confederal, que asocie libremente, soberanamente, las diversas naciones que integran el actual Estado español. Se trataría, por el contrario, de renovar el consenso constitucional de 1978, con el propósito de mejorar el funcionamiento de las comunidades autónomas, su coordinación con los órganos del Estado, su presencia en la Unión Europea y su representación en el Senado.
Joaquín Varela Suanzes-Carpegna es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo.
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