El Derby del infierno y de la gloria
El 7 de junio de 1944 fue el día D: Derby Day. La prueba se disputó en Newmarket, como en los cuatro años anteriores, porque Epsom estaba demasiado cerca del Londres sometido a los bombardeos alemanes. Compitieron 20 participantes y resultó ganador Ocean Swell, montado por Bill Newett, entrenado por Jack Jarvis y propiedad de uno de los pilares de la Cámara de los Lores, lord Rosebery. Veinticuatro horas antes también fue el día D, la jornada heroica del desembarco en Normandía, aunque entonces el público aún no sabía con total certeza que había comenzado el último acto de la gran tragedia europea. Sesenta años más tarde casi nadie recuerda ya a Ocean Swell -cuyo nombre habría podido servir también de rótulo a la operación militar del día anterior-, aunque fuese el único caballo del siglo que ganó el Derby y la Copa de Oro de Ascot en temporadas sucesivas. Pero nada de extraño tiene este olvido menor, cuando hay ahora quien pretende borrar de la memoria histórica lo decisivo de la contribución norteamericana al rescate de las democracias europeas, cuestionando la importancia bélica del desembarco o el calculador "desinterés" de los aliados del otro lado del Atlántico. Por lo que dicen, los europeos ya habíamos hecho todo el trabajo sin necesidad de su ayuda y pagamos demasiado por ella: claro, como en España, donde no desembarcó nadie y así nos fue... Pero en fin, si manipulan el recuerdo de lo que pasó hace tres meses mal van a respetar el de lo que ocurrió hace sesenta años. Son siempre los mismos.
El entrenador de Ocean Swell, Jack Jarvis, había ganado ya antes otra vez el Derby y todas las restantes carreras clásicas inglesas. Al final de su larga ejecutoria admitía melancólico: "Mi único gran fracaso como entrenador es que nunca convertí a Lester Piggott en un gentleman". Precisamente en 2004 se ha cumplido el medio siglo de la primera de las nueve victorias de Lester en el Derby: por entonces aún no tenía veinte años y montaba un hermoso caballo castaño con una larga mancha blanca en la cara que llevaba un nombre inolvidable, Never Say Die. El lema luciferino de los que nunca retroceden. Ahora, ya jubilado, acaba de publicar un libro que ciertamente le han escrito y en el que cuenta sus intervenciones en la gran carrera, ilustrado con abundantes y notables fotografías. Lo está firmando aquí, en Epsom, esta misma tarde, en un puestecillo perfumado por la fritanga de los hot-dogs, rodeado por el bullicio de los bebedores de cerveza. Atiende a la cola de sus fieles con una resignación algo ausente, sin responder a los comentarios de nadie, porque su sordera se lo dificulta, pero aventurando de vez en cuando una tímida sonrisa. Tiene 68 años. Con el pelo aún abundante completamente blanco, gafas oscuras y traje príncipe de Gales, parece un correcto abuelete, aquí, en el hipódromo que fue un día su reino. Pero era el más grande de todos, soy testigo: y los pulsos se aceleraban y las gargantas enronquecían con el fiero "Come on, Lester!" cuando le divisábamos surgiendo entre todos, contra todos, en la recta final. Ahora le queda el mediocre consuelo de las relaciones públicas.
En efecto, como lamentaba Jarvis, Lester no llegó nunca a ser un caballero, sólo fue un centauro. Siempre tuvo fama de bad boy: poco escrupuloso para conseguir montas o para ganar carreras (llegó a robarle a otro jinete la fusta en plena recta final), encarcelado más de un año por evasión de impuestos, frecuentemente sancionado... Lo más parecido que tenemos hoy, en genio y figura, es el irlandés Kieren Fallon, al que un entrenador despidió por encontrarle en la ducha con su mujer y que ahora mismo está sometido a investigación del Jockey Club por relacionarse con corredores de apuestas de mala reputación. Pero Fallon monta como los ángeles (como los ángeles caídos, claro, o sea como un demonio), y su victoria el año pasado en el Derby sobre el discreto Kris Kin fue lo más parecido que jamás he visto a un poema galopante. Este año pilota en la gran carrera a North Light y vuelve a ser favorito. Aunque nosotros, la mayoría de los aficionados que volvemos una y otra vez a estas colinas de Epsom, quisiéramos ver triunfar hoy a alguien como Lanfranco Dettori, que tiene un talento y -como está de moda- un talante muy distinto al de los anteriores. Es un genio alegre, expansivo, circense, bonachón, luminoso. Tan optimista que quienes compiten junto a él dicen haberle escuchado animarse a sí mismo a gritos en plena carrera: "Come on me!". Ha ganado todos los grandes premios imaginables en Inglaterra, en Francia, en Japón... todos menos el Derby, que es el que cuenta. Pero por fin este año parece que tiene una primera posibilidad, y su victoria sería sin duda inmensamente popular, rematada por su célebre salto desde la montura al suelo que nunca falta cuando descabalga tras un gran premio.
Snow Ridge, el caballo que monta Dettori, pertenece a una de las cuadras de los jeques Maktoum de Dubai, distinguida familia que ya guarda varios trofeos del Derby en sus alacenas. Cuando en 1907 triunfó en la prueba Orby, el primer caballo entrenado en Irlanda que consiguió la hazaña, una viejecita le comentó al coronel McCabe, su preparador: "Gracias a Dios y a usted he vivido para ver a un caballo católico ganar el Derby". Bueno, pues Snow Ridge no sería el primer caballo musulmán en lograrlo. Pero se queda con las ganas, a pesar de los esfuerzos del buen Lanfranco, porque le falta aliento para rematar briosamente la prueba. No hay remedio, vuelve a ser Kieren Fallon el triunfador, tras otro espléndido despliegue de maestría: ¿se atreverá ahora el Jockey Club a quitarle la licencia por sus turbios devaneos?
El primer clasificado, North Light; el segundo, Rule of Law, y el tercero, Let The Lion Roar (¡qué precioso nombre, merecedor de los mayores triunfos!), llegaron también en ese mismo orden en el Dante Stakes de York, una de las más acreditadas pruebas preparatorias para el Derby. El Dante que da nombre a esa carrera no es el poeta florentino, claro, sino aquel Dante que ganó el Derby de 1945, el último que se corrió en Newmarket antes de la victoria sobre las fuerzas del Eje. Pero también en la Divina Comedia se habla de infierno y gloria, como en la guerra o en la competición hípica. Y sea en un desembarco o en una carrera, hacia el fuego o el paraíso, hacia el olvido o la eternidad, el momento supremo es aquel en el que se da la señal de partida: "Go!". Vamos y, si hay suerte, volveremos.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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