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Columna
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Matemáticas

Ay, cuánto habla la envidia de nosotros: quien codicia el cabello de una modelo es porque no lleva en la cabeza más que una mata de estopa trasquilada, quien suspira ante el vehículo del vecino es porque está obligado a desplazarse en una cacerola con neumáticos que gime a cada bache, y quien arquea las cejas como un bobo ante esta chica sevillana de 17 años, Maite Peña, que acaba de obtener la medalla de bronce en las olimpiadas matemáticas de Atenas es porque, como este servidor, no ha logrado conciliar en su vida dos fórmulas ni distinguir una raíz cuadrada de la raíz de mandrágora, muy útil contra el mal de ojo. Mirando sonreír a esta admirable muchacha en su fotografía, mientras muestra el trofeo que ha conseguido, vuelven a caer sobre mí a chaparrones aquellos viejos complejos que yo creía perdidos: yo sentado en la banca de la clase luchando por comprender los signos que desfilaban por la pizarra, copiándolos en un cuaderno sin resultado, enfrentándome a ellos en los exámenes como quien tenía que vérselas con un manual de instrucciones en coreano, el regreso a casa bajo una mochila más pesada que nunca, preguntándome qué haría para orientarme en la clase de mañana. Hoy lo reconozco sin tapujos pero también sin lástima: todavía no me he enterado del todo de qué es un logaritmo y sufro verdaderas dificultades para definir un límite. Y si admiro profundamente a los clavecinistas y a los prestidigitadores, los matemáticos me inspiran una especie de pasmo religioso, como el que debió de acogotar a María Magdalena cuando entendió que su ropa de luto no iba a servirle para nada.

Al principio, esta inferioridad mía me causó mucha tristeza, porque muy lamentable es ver cómo los compañeros de colegio corren por el recreo y uno va detrás dando tumbos y tropezones; aquella frase que Platón colgó sobre el portal de la Academia, "No entre quien no sepa matemáticas", no contribuyó a creerme mejor persona. No sé por qué, me dio por pensar que yo no podía andar por la calle tan tranquilamente sin conocer los rudimentos de la aritmética y el cálculo y siendo virgen como una monja en teoría de sistemas; me daba vergüenza presentarme a las chicas porque creía que ellas percibirían enseguida mi flaqueza y que me espetarían a bocajarro un cruel problema de trigonometría. Eso fue en el pasado: ahora mi admiración por los matemáticos no ha cesado, pero también he aprendido que la cuota de imbéciles se reparte equitativamente entre todas las especialidades y que, en contra de lo que piensan los padres (que siempre te aconsejan decantarte por las ciencias), las matemáticas no ayudan a vivir mejor. A esto me ayudó una muy interesante biografía de Albert Einstein que cayó en mis manos poco antes de acabar la carrera, en la que se describía los palos que afligieron al gran prohombre durante su estancia en la escuela y las privaciones que hicieron lo propio en su edad adulta; al final, consagrado y convertido en una litografía, Einstein consumía sus energías manchando encerados en la Universidad de Princeton, en busca de esa teoría total que debía unificar las leyes del electromagnetismo, la gravitación y tantas otras, y que se le escurría sin cesar de las manos, como la arena. Sus últimas palabras antes de abandonar fracasado la tiza, que me consolaron tanto, fueron estas: "Si supiera más matemáticas...".

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